Aquello fue tormenta y negrura. Primero el relámpago filtrándose como
aguja líquida a través de mis párpados en sueño, luego el trueno. De
repente, todo fue como en los primeros tiempos: una aguda y sonora humedad
rodeando el espacio, sombras y miedo. El miedo realmente llegó después, en
ese día acuoso y turbio, en donde apenas lograba respirar. La membrana que
encapullaba mi cuerpo era fuerte y oponía una ligera resistencia al
movimiento. El segundo tronar, lento, profundo, terrible, como puede
imaginarse uno la ira del demonio, desgarró el centro de mi pecho, lo hizo
añicos, llegó al corazón. Un hálito de susto, de pavor, de espanto,
inundó la pesantez del aire y rebotó en éste como un fantasma de goma, para
regresar de inmediato hacia el dilatado iris de mis pupilas.
No guardo precedencia alguna de aquel momento. No reconozco picnic, ni
caminatas por el parque, ni circos con elefantes y mujer barbuda, ni montañas
rusas, ni algodones de azúcar. Sólo aquel inicio oscuro, rodeado por el
miedo. Sé que intenté gritar, pero la terrible negrura con que se
encontraron mis ojos al abrirse, espantados por el trueno, me robó el habla y
también el aire. Ni siquiera pude moverme. Estaba allí, con apenas 6 o 7
años —tal vez menos—, solo, tendido en una hamaca, sin luz, bajo una
tormenta feroz que azotaba el techo y las paredes del caserón de mis abuelos.
Escuchaba la tormenta, los relámpagos encendían a brevísimos intervalos la
soledad de la habitación y en mis oídos se duplicaba, como en una caja de
resonancias magnéticas, el retumbar del cielo y del torrente que fluía en la
parte trasera de la casa. De pronto tuve conciencia: hacia allá, hacia
atrás, hacia el final del patio, sobre el borde del rayano, se abría la
telúrica herida de una cañada.
Fue entonces cuando escuché los gritos, los jadeos y lamentos, y supe que
no me habían dejado solo para irse a contemplar la lluvia. Hacia el fondo,
atravesando el largo pasillo que daba a la cocina y adhería con el patio,
apartando un poco el limonero y la acacia, después de saltar con extrema
atención la pared de bahareque, hacia allá, justo esa noche, tronaban los
demonios.
La casa de mi primera infancia fue más bien un caserón de siete
habitaciones y un pasillo largo y estrecho por donde se llegaba a la cocina.
Allí, plantado entre el local de un carnicero italiano, cuyo hijo gustaba de
colgar gatos en las vigas que sobresalían de los techos hacia los callejones,
y una casa un tanto menos grande y más discreta, cuyo patio solíamos
atravesar como si de un campo de batalla se tratase, por cuidarnos de los
feroces mastines que de cuando en cuando vencían sus ataduras y se
desbandaban al acecho de algún incauto, allí, repito, estaba sembrado el
caserón. Era en plena avenida La Limpia, justo en diagonal al, para entonces
ya antiguo, cine Alcázar, en donde tuve contacto con la maravilla de la gran
pantalla desde muy chico, gracias a que el portero era nada menos que mi
padrino de bautismo. Pasando la casa de los perros quedaba otra, grande,
lóbrega, con un patio frondoso y un porche perennemente seco y vacío. De
ésta recuerdo unas niñas hermosas que, sobre todo por las tardes, solían
dejarse ver entre el quicio de las ventanas, y la historia nunca corroborada
de que en su patio, oculta entre la fronda, deambulaba una Sayona. Creo,
incluso, que alguna noche, la más cerrada de todas, de lluvia seguramente,
llegué a escuchar su llanto.
No sé si ella sobrevivió al feroz paso de la tormenta, ni si las raíces
del árbol que era su casa —porque la leyenda dice que la Sayona habita en
la copa de los árboles, desde donde emite su agudo y enloquecedor lamento—
resistieron la desgarradura del agua. Nunca supe tampoco qué fue de las
niñas que asomaban su rostro por los quicios, para brindarnos muy de cuando
en cuando una belleza tenue, serena, distinta, casi angelical, se diría que
no de este mundo. Tampoco me enteré de la suerte de los perros vecinos, a
quienes desde entonces no volví a ver. En fin, no pude conocer las
consecuencias de la borrasca. No me fue permitido enterarme de si se había
ensañado con casas y avenidas, con hombres y mujeres, con techos y faroles,
con risas y con llantos. Sólo sé que fue impasible. Tanto, como el terror
que desde entonces se hizo parte del relámpago, la noche y el trueno.
Nunca pude ver de otra manera la casa, sino como un lugar hecho para el
espanto. Su largo pasillo, sus siete habitaciones, su ancho patio, resultaron
ilesos, no sucumbieron ante la ferocidad del agua. Era como si una imantación
antigua la hubiese dotado de un aura suprema, de una especie de privilegio
ante el indómito fuero de la naturaleza.
Desde entonces la imaginé invencible y perenne, sobrenatural, y asociada
indefectiblemente al miedo.
Pocos años después de aquella noche —tal vez dos o tres—, abandonamos
la casa. Mis padres lograron comprar vivienda en una urbanización lejana y
asumieron la aventura de la independencia. La casa quedó allí, todavía
habitada por mis abuelos y algunos de mis tíos, que años más tarde
también, cada uno al asumir su propio derrotero, terminarían por
abandonarla. Yo volví a ella muchos años después, ya con las sienes
comenzando a platearse y la mirada confundida entre tanto nuevo edificio.
Encontré sólo un campo vacío, demarcado por rayas amarillas y números
seriados. Era de noche y amenazaba una borrasca. No pude ver mucho. Tampoco
supe de nada. Ni de las niñas que se asomaban por los quicios de las ventanas
para dejarnos ver la celestial belleza de sus rostros, ni de los perros, ni de
mis tíos trajeados de impermeable amarillo y grandes botas de goma, que
atravesaban la casa dando señales y gritos, demandando paciencia y prontitud,
luchando contra los demonios que allá, al final, al borde del rayano,
imponían la angustia y el miedo. No supe de nada, no me fue permitido
enterarme sobre el destino del árbol donde habitaba la Sayona, cuyo lugar
yace demarcado en aquel suelo de concreto, que ahora sirve de estacionamiento
a una macropapelería, por un número inocuo, simple, que nada dice, que nunca
asusta, que mueve a risa.