En la poética literaria del cubano Antonio
José Ponte (1964), al igual que en la de sus pares en Puerto Rico (Pedro
Cabiya, Juan Carlos Quiñones) y la República Dominicana (Rita Indiana
Hernández, Aurora Arias), es posible identificar una semiosis
específicamente urbana. El propio autor lo pone de relieve en uno de los
ensayos que integran su último libro publicado:
El libro perdido de los
origenistas:
"Hacemos y habitamos ciudades simbólicas, procuramos el modo de
leerlas a la manera en que se leen los libros. Ojeamos calles como lo haría
un lector, las hojeamos. Y hallándolas en libros, el lector quisiera
recorrerlas, convertirse así en un peatón de Utopía" (55).
Pero, ¿cuál es la ciudad que lee o quiere leer Ponte? La respuesta a esa
pregunta se encuentra desparramada en una dilatada obra que incluye poesía,
narrativa y ensayo. En efecto, para leer la ciudad simbólica del cubano es
preciso remontarse a sus primeros textos publicados, aquellos poemas de
juventud que recopila en un volumen titulado muy sugestivamente Asiento en
las ruinas. Incluso en esta publicación temprana se puede atisbar lo que
en adelante se convertirá en el motivo principal de la poética literaria de
Ponte: la pugna del sujeto por encontrar su lugar en un espacio urbano física
y simbólicamente hostil. La Habana es el arquetipo de esa ciudad que malicia
la exclusión de la persona poética como sujeto de la diferencia. Depositario
de esta tensión entre el carácter estructurador del orden urbano y la
renuencia del sujeto que lo integra a ser interpelado por la normativa de la
ciudad que habita, el poema se convierte en locus de negociación, en el
escenario de una escritura de desencuentro. Uno de los poemas de Asiento en
las ruinas, titulado muy significativamente: "Ciudades", me
ayudará a apuntalar esta lectura:
Era en una ciudad desconocida
a la espera del invierno
en la ciudad de invierno
y sentí temor.
No era la lejanía lo que entonces lloraba
ni el gesto irrecordado de mi casa,
eran los hábitos, ese acodarme.
Esperaba algún centro, atravesaba calles.
¿Qué hacemos con los labios
sino mentir esta vieja canción:
dónde está el centro,
la semilla que pueda levantar con mis manos?
Pasó gente.
El camino a la belleza de sus rostros era tan largo
y yo tan lento para recorrerlo...
Había escrito que una ciudad sucede a otra
pero hallé demasiadas para mi memoria.
Era una ciudad desconocida
a la espera del invierno.
Temí gastarme en pueblos que no eran,
inventados al paso de los trenes.
(Asiento en las ruinas, 11-12)
Los desplazamientos del sujeto poético por la topografía urbana remiten a
la imagen del poeta como quídam en la obra de Baudelaire y Coleridge, pero
también a la de Neruda y García Lorca en su momento surrealista. En la
poesía de Ponte este sujeto anónimo que fatiga la ciudad en busca de
"algún centro" padece de una alienación similar, aunque su
inconformidad con la metrópoli tiene poco que ver con los signos de la
modernidad en la poesía de los autores que mencioné antes. Esa pugna del
sujeto por afincar en un espacio urbano reacio a concederle agencia histórica
tomará un impulso eminentemente político en la obra posterior de Ponte,
caracterizada por el abandono de la forma poética por la narrativa y el
ensayo.
Una de las obras de Ponte que mejor recoge este tránsito hacia formas más
directas de asedio crítico a la manera de entender lo cultural y lo político
en la Cuba contemporánea es, sin lugar a dudas, Las comidas profundas. Se
trata de un texto breve, a caballo entre la novela y el ensayo, en el cual la
figuración autorial que controla la narración se propone explicar la
cubanía a partir la carencia. El contexto de la narración es La Habana de
principios de los años 90. La ciudad atraviesa una crisis sin precedentes a
nivel económico a raíz del desmembramiento del Estado soviético y el inicio
del llamado "Período Especial". Sumido en la escasez que dicha
coyuntura supone, el escritor que protagoniza la narración de Ponte utiliza
la metáfora de la comida, eso que no tiene, para adelantar una crítica
frontal al nacionalismo revolucionario, ese nacionalismo que se exacerba en
los años noventa y que sirve de marco ideológico a los ajustes económicos,
políticos y sociales llevados a cabo por el gobierno a partir de ese
período. Lo curioso del asunto es que esta euforia por la cubanía se daba en
detrimento del carácter "internacionalista" de la Revolución
defendido por el oficialismo décadas antes. Ponte se mofa de este revival
nacionalista al proponer Cuba como un "lugar imaginario" cuya idea
depende de una doble articulación: una que va hacia el "adentro",
el origen, la Historia, y otra que se afinca en un "afuera" a la vez
geográfico y epistemológico. En palabras de Ponte:
"Las comidas sustitutivas no sólo pretenden pasar por más nobles,
procuran ir más allá. Hablan del buen tiempo pasado, de hermosos días idos
y establecen una relación entre ese ayer y hoy. En un momento en que peligran
todas las identidades, parece quedar claro que somos los mismos de antes,
persistimos aún gracias a viejos hábitos. Lo que ningún estado, por
policial que sea, logra llevar a esquema de identificación, lo que no cabría
en un expediente, el gusto, un montón de simpatías y rechazos, nos hace
iguales a quienes fuimos en mejores tiempos. Y algo, sospechosamente la
identidad que creemos ser por encima de cualquier circunstancia, sobrevuela,
no se conforma con ayer y hoy. Porque metáfora es relación, el arco que
viaja de A a B, nunca A ni B por separado" (Las comidas profundas, 30-31).
La tesis que rezuma la cita de Ponte implica el construir la identidad
cultural cubana desde parámetros más dúctiles que la anquilosada
concepción romántica del Volk. En una entrevista que le hiciera al autor en
junio de 2001, y publicada en la Revista Iberoamericana el año
siguiente, Ponte reproduce en clave más directa esa visión de la identidad
cultural como el espacio de las correspondencias:
"Para mí hay dos trampas en pensar Cuba en la actualidad. Una de
ellas es geográfica. Esa trampa asume que el país termina en las fronteras
de la isla y que el cubano que se va deja de ser cubano. Por supuesto, existen
gradaciones en el tratamiento de este punto. Está quien sostiene que el que
se va pierde toda cubanía. Otros piensan que el que parte pierde algo de esa
identidad. De cualquier manera hay una desconfianza en la condición nacional,
como si al cruzar una frontera, al irte a vivir lejos durante toda tu vida o
por cierta cantidad de años esa condición nacional se fuera destiñendo como
una bandera a la intemperie. Esa es una forma de cuantificar la posible
cubanidad de alguien. Existe otra muy sostenida en el exilio, por cierto, que
consiste en pensar que Cuba termina en 1959 y que lo que vivimos a partir de
entonces es un limbo entre el final del capitalismo cubano y el capitalismo
que vuelve después de un largo paréntesis. Yo me opongo a las dos porque no
es posible negar la vida a quienes se van de la isla ni a quienes se han
quedado dentro de ella. Pienso que en este momento histórico el país tiene
que transitarse doblemente. Circunscrito a la frontera debes ir hacia adentro,
hacia lo hondo del país, pero también hacia afuera. Yo no tengo ninguna
desconfianza en mi condición de cubano. Ahora bien, esa condición es siempre
irónica. Yo no soy cubano a ultranza, soy muchas más cosas antes que ser
cubano. Ser cubano es una de las cualidades que podría tener, no la primera.
Hay otras que son más acuciantes. Pero el hecho de que no sea la primera me
da una confianza en ella que me permite no tener que estar revisándola
continuamente".
En un momento en que la "ciudad simbólica" del nacionalismo
revolucionario se ha ensañado particularmente con Antonio José Ponte,
conviene repensar esa problemática que marca toda su obra: la posibilidad de
encontrar formas menos tediosas de habitar la ciudad, modos de andar menos
decididamente falibles.