1.
Es de noche, o anochece. G. se ha sentado, como cada día a las 19:00, en
su sillón de la biblioteca, con un vaso de whisky lleno hasta la mitad, sin
hielo, y mira el televisor nuevo que le entregó un viajero a cambio de una
cuenta incobrable. Lo mira sin entusiasmo; no le atrae la novedad. Una mujer
sonríe, sale del mar y sube a un auto descapotable. Bebe un sorbo largo y
vuelve a sentir ese calor que en pocos minutos más lo dejarán del todo
relajado, fugazmente feliz, como si su tristeza hubiese sido sólo un error,
un estado injustificado del ánimo. Un hombre saca un revólver y apunta al
espectador, o a la pantalla, o a una cámara que tal vez ahora está
descompuesta y archivada en algún sótano de Londres. James Bond, agente 007,
con licencia para matar. A G. le gusta esa música, porque no suena ahora;
está sonando en algún tiempo indescifrable. Túru-túrun-túru. La mujer es
hermosa y no se preocupa en vano. Todo termina bien. Ahora la música viene
del Caribe o desde una isla griega. G. no alcanza a descubrirlo; pero no
importa. La imagen de esas olas es hermosa, eterna. Tal vez el alcohol ya hizo
efecto. Se sonríe, se relaja otra vez y luego baja las cejas preocupado:
alguien golpea con la mano de bronce que cuelga de la puerta de entrada.
De inmediato recuerda la carta que le dejaron la otra noche por debajo de
la puerta:
"Desde el mismo momento que recibas este único aviso, empiezá a
temblar. No a rezar, porque sabemos que sos un ateo hijo de puta que no cree
en nada".
No son golpes amables, se da cuenta. Ha sido una orden.
"Ahora sabemos bien dónde vivís y dónde está la madriguera en la
que se esconden tus amigos, los intelectuales que pretenden arruinar este
país que no les pertenece. Sabemos muy bien dónde trabajan para difundir
mentiras sobre la gente honrada que, aunque les pese, defenderá a la Patria
de los comunistas, de montoneros, de los judíos y de los homosexuales. Por
haber enfrentado a Dios y a la Patria, los exterminaremos como a ratas".
Entonces G. se levanta, ya relajado pero todavía triste, atraviesa la sala
con esculturas, abre y los ve a los tres, uniformados de autoridad, de
prepotencia.
—Señor J. G. —oye que dice el primero, el que ordena, el que no pide,
el que está por encima de los cuatro y entra sin esperar.
G. no responde. Tampoco fue una pregunta. El coronel entra con los dedos
cruzados detrás de la espalda, como gustan hacer los que admiran a Napoleón
o a algún otro genio militar cuando está pensando en la Historia. Gira sobre
su talón izquierdo y lo mira.
—Perdón, buenas noches —dice el coronel, casi amable, sonriendo—
¿Podemos pasar?
Así es, está relajado, pero todavía triste.
—Qué se les ofrece —dice G., al tiempo que piensa que esa frase la
debió escuchar anoche en la televisión. Era un hombre alto y oscuro que
había asesinado a otro y lo perseguía la policía.
—Venimos a hacerle una visita. Rutina, en realidad. Nos gusta ir de casa
en casa, aunque le confieso que prefiero ir al cine —el coronel habla alto,
como si estuviese acostumbrado a hablar en un colegio de sordos, mientras
camina de un lado para el otro, por la misma senda—, pero cuando la patria
llama no podemos negarnos— termina y toma un bloc de hojas que G. tiene
siempre al lado del teléfono.
—Sargento —dice, entregándole el bloc— guárdelo, que nos puede
servir.
—Sí, mi coronel.
Al lado, debajo de la guía telefónica, queda la carta de advertencia:
"Limpiaremos este país de las ratas, especialmente de aquellas ratas
que, como usted, bajaron de las bodegas de los barcos. Y seguiremos cumpliendo
con nuestro deber patriótico, mandando al infierno a los que pretenden acabar
con la Libertad de nuestra Nación, sin esperar a que leyes mariconas le dejen
tiempo para reproducirse.
"Abra bien los ojos, no duerma, porque lo estaremos vigilando día y
noche para cumplir con nuestro irrenunciable mandato.
Libertad, Patria y Honor".
2.
El coronel le pide los lentes. G. duda, luego se los da. Con un ademán
barroco, el coronel se los prueba, mira a sus subordinados y pregunta qué tal
se ve. Los dos aprueban con una mueca exagerada. Luego trata de leer otro lomo
de libro, evitando tocarlo.
—Caramba —dice— así se ve todo distinto.
Esta vez se anima y toma un libro, lo abre y hace que lee para una
fotografía.
—A ver, soldado, ¿no parezco un intelectual?
—Sí mi coronel, parece un intelectual.
—Yo diría, un hombre inteligente.
—Eso es, mi coronel. Debería quedarse con los lentes de Cuatro Ojos.
—Soldado, ¿no le dije que tuviera respeto cuando se está en casa ajena?
—le reprocha el coronel. Y luego, fingiendo que intenta olvidarlo, vuelve a
mirar el libro que tiene en sus manos y pregunta:
—Dígame, doctor...
—No soy doctor, usted lo sabe.
—Bueno, digamos que no tuvo una educación formal, pero para mí es
doctor. Con tanto libro amontonado, cómo podría llamarlo? Además, ¿no da
usted clases en la Universidad? ¿Qué es lo que enseña, doctor?
—Literatura anglosajona... —dice G., casi disculpándose.
—¡Qué bien suena eso! Pero, dígame, profesor, ¿para qué sirve eso?
—dice el coronel y lo mira, victorioso. Siempre que hace preguntas de ese
tipo sale bien parado.
—¿Para qué sirve la literatura, profesor?
G. ha estado pensando la respuesta. Una pregunta obvia. Por eso, tal vez,
nunca se la planteó seriamente y ahora el señor coronel viene a poner el
dedo en la llaga. Sin mirarlo y sin salir de ese ligero ensimismamiento
producido por la tristeza o por el alcohol, G. murmura:
—¿Para qué sirve la literatura..? Bueno, para muchas cosas. Pero si
usted está preocupado por las utilidades y los beneficios, como lo sospecho
en su pregunta, le diré que difícilmente un espíritu estrecho albergue una
gran inteligencia. Una gran inteligencia en un espíritu estrecho tarde o
temprano termina ahogándose. O se vuelve rencorosa y perversa...
G. se detiene; probablemente ha cometido un error, en todo caso
intrascendente: ha querido responder con una idea en un momento en que
cualquier idea o cualquier razonamiento es apenas el marco escenográfico de
una acción cuyo desenlace ya está resuelto de antemano.
Baja las cejas hasta tapar casi totalmente los ojos, mientras se pregunta
qué tiene él de aquellos vikingos que cruzaron el Atlántico norte hace mil
años. Desde niño se los imaginaba como dioses que sólo conocían el miedo
ajeno. Recorría los caminos húmedos de Fyn, donde vivía el abuelo Sune,
rodeado de los campos de los Jørgensen, y no se imaginaba el dolor de la
barbarie, el sudor agitado de la guerra, la tristeza del abandono. Ahí estaba
delante de él ese hombre uniformado, de pelo negro y de hablar
deliberadamente pausado, que en esencia no era otra cosa que uno de aquellos
bárbaros que hundían barcos en Nydam Mose. Ese hombre tenía más de vikingo
que él, que sólo tenía la sangre y que soñaba cada noche que un grupo de
romanos invencibles habían decidido matarlo. G. levantaba una espada con
mango de oro, como si con ese gesto estuviese formulando una acción mágica
de sus antepasados que pondría en fuga a sus enemigos. Pero la espada se
volvía tan pesada que sus dos brazos no podían sostenerla, y se caía con la
punta contra el piso, momento en que los hombres de pelo muy negro
aprovechaban para acercarse a él y lo rodeaban con espadas más livianas y
más filosas. Y así lo mataban. Es decir, así despertaba con el corazón
golpeándole la garganta y los oídos, como si fuese a reventar por el
esfuerzo. Más de una vez G. pensó que moriría de esa forma, y que la gente
diría, al día siguiente: "pasó de un sueño al otro", porque la
gente tiene la idea que morir en la cama es una de las mejores formas de
cumplir con lo inevitable, cuando en realidad puede ser una de las formas más
violentas de morir, una forma irreal, víctima de una ficción que termina con
un golpe en la puerta o un estruendo accidental en la calle, poniendo fin a la
madre de todas las ficciones que es la vida.
En la televisión un hombre habla de frente a la cámara y con un
micrófono que le tapa toda la boca y parte de la nariz. Parece preocupado. Se
da vuelta y pregunta algo a otro que está al lado:
¿Cómo te sentís en el equipo?
Bueno, la verdad que bien. Llegar hasta aquí es lo más grande que le
puede pasar a un jugador de fúbol, porque un equipo Grande como Peñarol es
lo más grande que hay, la verdad.
G. se dirige a su botella de whisky. No está nervioso. Sólo está triste
y quisiera emborracharse, definitivamente.
¿Cómo es la relación con los demás compañeros de equipo? ¿Te sentís
cómodo, te llevás bien con todos ellos?
—¿Cómo, no nos sirve? —le reprocha el coronel, cambiando de tono.
—Sí, claro.
—Veo que usted no es muy amable con sus visitas. ¿Para qué me gasto yo
en enseñarles a mis muchachos buenos modales si estamos en casa de un mal
educado? Como siempre, mucha cultura y poca educación, como dice el General.
La verdad que sí, el compañerismo es muy bueno y pienso que todos nos
estamos preparando muy bien para sacar al equipo adelante, como es que la
gente quiere.
G. sirve whisky para tres más. Le acerca uno a cada uno, menos al que se
entretiene dando vueltas por la biblioteca. Tiene una mandíbula cuadrada que
se destaca del resto de la cara. Mira con atención y saca un libro de un
estante que está contra el piso y pregunta, mi Coronel, qué idioma es éste
con una o atravesada por un palito? El Coronel lee: Søren Kierkegaard,
Frygt og Baeven. Ha leído con dificultad. No comprende y se fastidia.
Tira el libro sobre el escritorio y sentencia: es ruso, soldado, alguna mierda
de esas que leen los bolches.
—Es danés —dice G.
—Es ruso —ordena el Coronel—. Si yo te digo que es ruso, es ruso,
¿escuchaste, mierda?
—Es ruso —repite G. Está pensando en el segundo cajón de su
escritorio. Por un momento lo mira. Cuando esté totalmente borracho podrá
hacerlo. No debe ser tan difícil: sólo hay que poner el caño en la sien y
apretar el gatillo. Tal vez duela menos que el dentista. Nadie va a
lamentarlo, a excepción de Gutiérrez, al que todavía le debe un cheque que
no pudo cubrir el viernes pasado. Sólo tiene que esperar el momento adecuado,
porque ellos no permitirán que se mate así nomás. Primero tiene que sufrir,
mi coronel, hay que hacerlo comer la mierda de su madre, qué tanto joder, al
fin y al cabo usted bien sabe por qué estamos aquí, ¿o no?
—No, exactamente.
Hay un rumor de que el técnico es muy exigente con el plantel y que el
Pato Lima sería dejado de lado a consecuencia del tiro penal marrado en el
último encuentro —una imagen en cámara lenta muestra a un jugador de
Peñarol con las manos en la cintura, acomodando el cuerpo a la espera de la
orden del juez. Mastica chicle, lo que no se corresponde con la imagen serena
que intenta dejar—. ¿Qué piensa un centrojad como vos que fue dirigido
por tantos técnicos anteriormente?
Bueno, yo creo que el Pato es un gran jugador y excelente persona y que
algunas cosas que se dicen en la cancha son producto de la calentura del
momento. Pero con la cabeza más fría pienso que se va a arreglar todo y el
Pato volverá al equipo —Toma carrera, flotando en el aire de aquella
noche, se aproxima a la pelota y patea. La pelota demora en despegarse de su
pie y, cuando lo hace, se transforma en una especie deformada de pelota de
rugby blanca, hasta que el arquero la detiene, casi sin esfuerzo.
En momentos en que estamos viendo las imágenes de aquel momento fatal para
el Pato, quisiéramos saber, desde estudios, cuál es, para Almeida, la
posición del técnico respecto a todo lo que se ha dicho del caso Pato Lima -
Pastoriza.
Comprendido, comprendido. Te traslado la pregunta: ¿Pastoriza López?
Con el técnico no llevamos muy bien. Precisamente, el otro día estábamos
comentando con el Cabeza y decíamos que era increíble lo claro que es el
técnico en las charlas y lo bien que deja la idea en claro de lo que quiere.
El coronel se acerca a G., despacio y con las manos colgando detrás.
¿Cuál es la idea del técnico para esta difícil prueba que se les
avecina?
Lo mira un instante, entre irónico y a punto de estallar.
Bueno, él nos pide siempre que juguemos al fúbol, que metamos para
adelante y que cuando la perdamos la pelota la tratemos de recuperar.
—¿A qué está jugando?
—No lo sé —dice G., casi borracho, totalmente triste— pero estoy
acostumbrándome. Llegan tres señores, rompen el cielorraso de mi habitación
buscando armas o dinero, me insultan. A veces me escupen en la cara y luego se
van. Al final siempre vuelven.
—¡Uy!, el señorito está molesto porque la institución, Salvaguardia
de la Patria, le escupe en la cara. Y usted, ¿no nos escupe en la bandera?
G. no responde. Se sirve más whisky y procura acercarse al segundo cajón
del escritorio. Pero el coronel le ordena que se siente en el sillón que
acaba de quedar libre. La bandera. G. se recuesta y siente el calor que acaba
de dejar el soldado. Es un calor de cuerpo, como cualquier otro. G. sólo
piensa en el segundo cajón. No le importa lo que pueda estar diciendo el
coronel acerca de los derechos y los deberes a la patria.
—En cada Institución del Estado —reflexiona el coronel— deberían
poner a la entrada un cartel con la Ley Primera: Cuando la Patria está en
peligro no hay derechos para nadie. Sólo obligaciones. Eso tenía que
haberlo dicho Sócrates, que murió por su patria.
—¿Pero Sócrates no era un filósofo? —pregunta uno de los soldados.
—Claro, pero murió por su patria. También hay filósofos que defienden
la patria. El Sócrates era un subversivo y se liquidó tomando el veneno.
Así deberían hacer todos los vendepatrias.
Gracias Jaime. Mucha suerte a los muchachos de Peñarol y que sean
bienvenidos a la Argentina. Suerte también a nuestro Independiente, Pepe.
Por supuesto, esperamos que los Diablos Rojos sean agraciados con mayor
fortuna en el próximo partido y que nos sepan representar como Nación.
Estoy seguro que sí, Pepe, dados los antecedentes de la institución
roja...
Por supuesto. No debemos olvidar además que por algún misterio del
Destino le ha tocado ser a Independiente precisamente el club que más veces
ha ganado la copa Libertadores de América.
Para reflexionar, realmente. Te mandamos un saludo. Chau.
—G. intenta levantarse, pero el coronel le pone una mano en un hombro y
lo vuelve a hundir en el sillón.
Del deporte ahora nos vamos a la escena internacional...
—Vayamos al grano —dice—. Le voy a contar, ya que dice no saber, por
qué estamos de visita. Nos enteramos de que usted viajó a Montevideo, el
día 14. No se puede uno confiar de una limpiadora; debería despedirla...
¿Es así o no?
—Debería despedirla —dice G., mientras mira que en alguna parte del
mundo un edificio de diez pisos se derrumba y un río se desborda arrastrando
en su corriente una vaca muerta.
—Viajó a Montevideo, sí o no.
—Sí —dice G., y luego confirma, sin necesidad—: me fui a Montevideo.
Detrás de la vaca flota un hombre que todavía está vivo, porque intenta
agarrarse a un cable de corriente eléctrica. La mano se desprende del cable y
el cuerpo desaparece.
—Ya, ya. Sabemos que se fue a Montevideo. Chocolate por la noticia. Pero
lo que queremos saber es otra cosa —dice el coronel, volviendo a caminar de
un lado para el otro con los dedos cruzados sobre las nalgas—. ¿Acaso usted
no sabía que no puede viajar a Montevideo sin un permiso especial?
—Sí.
—Pero usted no tenía ningún permiso especial y de todas formas se dio
una vuelta por la tacita del Plata.
—Sí. Solicité ante su Superioridad ese permiso especial y me lo
negaron.
"En Mar del Plata soy feliz", dice la canción... Estamos en
contacto directo con Mar del Plata. Atento Luisito, atento. ¿Me escucha?
—Bien, el cómo ya lo sabemos: usted falsificó documentos. Queda
por saber lo más importante: el para qué. ¿Qué fue a hacer a
Montevideo?
—Fui a buscar a una mujer.
—Carajo, qué romántico resultó el judío —dice el coronel, fingiendo
sorpresa. G. no corrige esa confusión de razas—. Por favor, señor G.,
recién tomé una merienda, un capuchino con medialunas en el bar de la
esquina, mientras esperábamos que el señor llegara. Hágame el favor, no me
corte la digestión. Dentro de tres años me jubilo, pero ni piense que voy a
esperar tres años para pasar a mejor vida. Le voy a ser sincero: yo tengo por
principio no hacerme mala sangre. Pienso que hay que llevar las cosas con la
mayor tranquilidad posible, con calma, no hay que gritar para ordenar algo. En
eso me parezco a usted; no me gusta levantar la voz. Si yo cumplo bien o mal
mi trabajo, igual recibo el mismo sueldo. Así que no pienso complicarme mucho
en el trabajo ni voy a hacer horas extras con un judío de mierda que se las
toma de avivado. Le sugiero que no nos retenga hasta las nueve de la noche,
que es cuando termina mi turno, porque puedo comenzar a ponerme de mal humor.
G. no escucha, ha perdido el hilo del pensamiento militar. Logra ponerse de
pie y se acerca a la botella de whisky, que ahora pone encima del segundo
cajón. Sabe que si no lo agarra a tiempo ellos la descubrirán. Y será
pronto, porque el soldado de la mandíbula de pelícano continúa hurgando
detrás de los libros. Seguirá por el escritorio hasta abrir el segundo
cajón. G. recuerda un hombre que conoció en Zárate, con una mandíbula como
esa. Lo habían operado y le habían limado el hueso varias veces, pero la
mandíbula le seguía creciendo. Era mozo en un bar.
—Así es —dice, como para sí mismo—. Fui a buscar a una mujer, a
Montevideo.
—Oíme, hijo de puta —lo interrumpe el Coronel hundiéndole el índice
en la mejilla—, dejate de estupideces. Nadie se arriesga así por una mujer.
Estamos en el siglo XX, ¿me entendiste?
—Sí, lo entiendo, perfectamente —dice G., subrayando para sí
la última palabra. En el siglo XX no se mata ni se muere por esas cosas. En
el siglo XX la gente es juzgada por sus ideas políticas; no por sus
sentimientos. Los delincuentes de mi partido se protegen mientras que
cualquier honesto hombre del partido de enfrente puede ser objeto de la
tortura, el incendio o la cárcel. ¿Cómo semejantes abstracciones pueden
desencadenar tantas pasiones?
—Entonces cantá. ¿Qué fuiste a hacer a Montevideo?
—Fui a buscar a una mujer.
3.
Las rejas se abren con estrépito y G. es conducido hasta una sala oscura,
con olor a humedad, a cenicero y con una lámpara sobre una mesa de acero
inoxidable. Lo está esperando el coronel, sonriente, recién afeitado y con
un bigote prolijo, fino y bien recortado. A G. ya no le parece tan delgado.
—Siéntese, tengo buenas noticias. Lo dejaremos en libertad, ya que
pudimos comprobar que no estaba mintiendo. Efectivamente, la mujer que usted
estaba buscando existe. Se llama Mabel Moreno... —dice el coronel,
poniéndose los lentes para leer un informe—. Mabel Moreno Zubizarreta. Aquí
dice que se conocieron en un barco. La señorita venía con su padre, desde
España. Al llegar a Montevideo, su padre murió de un paro cardíaco,
probablemente por el disgusto que le ocasionó su propia hija, enamorándose
de un anarquista vagabundo, varios años mayor que ella. Y usted la abandonó
a su suerte, continuando su ruta a Buenos Aires...
G. levanta por primera vez la vista y la dirige hacia el coronel que está
leyendo un papel. Casi no alcanza a verlo bien por la lámpara que se
interpone.
—¿Contento? No se puede quejar, hicimos el trabajo por usted.
Deberíamos cobrarle.
—Mabel —dice G., con una voz muy débil y se da cuenta de que casi no
puede hablar. Pero insiste:— Mabel... ¿Dónde vive?
—En Montevideo, ¿no? A ver, déjeme ver... —el coronel vuelve a leer
con esfuerzo, acercándose a la luz de la lámpara—. Calle Rincón y
Piedras. Barrio: Ciudad Vieja.
G. quiere saber más, pero se calla. Sabe que de todas formas se lo dirán.
—¿No pregunta más detalles? Pensé que estaba muy interesado en esa
mujer. De otra forma no se hubiera jugado el pellejo cruzando el charco. Y no
nos hubieras jodido a nosotros, teniendo que ir personalmente a verificar de
que nos estabas diciendo la verdad. Cosa que me calentó un poquito, porque yo
sé que estás metido con los bolches grandes y también sé que un día te
voy a agarrar.
El coronel camina tratando de pensar y continúa:
—Como le decía, hicimos el trabajo por usted, porque la inteligencia
militar es superior a la inteligencia culta. Lo felicito, señor G., su mujer
es hermosa, una hermosísima prostituta.
Los otros cuatro que estaban en la sala esperaban este momento. Fijaron sus
miradas en el rostro abatido de G. Alguno dirá que ni se inmutó. Otros
dirán que se le notó que se le venía el mundo abajo. Nunca se pondrán de
acuerdo.
—Una hermosa prostituta que trabaja cerca del puerto —insiste el
coronel, por si la frase anterior no hubiese llegado muy profundo— ¿Sabía
usted que su amada, la mujer por la cual usted arriesgó su vida, se acuesta
con otros hombres por dinero?
El coronel lo mira más de cerca. G. casi no reacciona y el coronel se pone
furioso. Le grita:
—¡No le importa!
—No... —responde débilmente, G.
—Ah, no le importa —dice el coronel, volviendo a su posición vertical,
desilusionado—. Tal vez le importe saber cuánto me cobró por media hora.
¿No calcula? Trescientos pesos uruguayos, que en moneda nacional... no sé
cuánto es. Pero no importa, porque eso lo pagó el Estado, digamos los
contribuyentes como usted.
Definitivamente, ya no hay expresiones vivas en el rostro de G. Los demás
renuncian a observarlo. Uno se retira diciendo que no vale la pena. Los otros
se quedan porque saben que hay más.
—Trescientos pesos... —reflexiona el coronel—. Trescientos pesos por
media hora que estuvo gritando como loca, porque por algo me decían Cabo
Largo, siendo que nunca fui cabo. Tal vez al señor no le moleste que su amada
sea una prostituta porque no nos cree. Claro, pero por algo pertenecemos al
ejército argentino: lo prevemos todo —dice el coronel, tomando de la mesa
un sobre de papel manila. Adentro hay unas fotografías ampliadas, en blanco y
negro. Las saca y las estudia un momento.
—Hemos sacado algunas instantáneas, porque el gobierno nos paga pero
debemos rendirle cuentas de nuestras actividades y gastos. ¿Qué le parece?
Yo le muestro una foto de medio cuerpo y usted me dice si es ella o no.
Elige y finalmente pone una de frente a G. Es Mabel que aparece casi de
perfil, mirando a la cámara un poco asustada.
—¿Es ella, su Julieta, sí o no?
G. no responde.
—Bueno, tal vez esa fotografía no la represente bien —dice el coronel—
A veces ocurre. Hay fotos que no se parecen al modelo. A ver, si le muestro
otras tal vez la termine por reconocer.
G. no responde; sólo mueve los ojos, de vez en cuando, para comprobar que
es Mabel que aparece en todas las fotos.
—Bueno, en fin, tal vez no sea su Mabel. Así que podré mostrarle todas
sin que se escandalice demasiado. Ésta es mi favorita —dice el coronel como
si la admirara un momento antes de exponerla a cincuenta centímetros de la
cara de G.— El que aparece arriba, de espaldas, es el agente Fabiolo. Nadie
diría que es el agente Fabiolo, porque nadie lo conoce por las nalgas y el
muy vergonzoso escondió la cabeza. Qué muchacho. Bueno, en realidad, todos
lo hombres somos vergonzosos. ¿No se ha fijado usted que en las revistas
pornográficas la mujer es siempre la que da la cara, mientras que el macho
que las está cogiendo la esconde? La mujer siempre pierde la vergüenza más
rápido. Y dicen que la vergüenza es como el virgo: se lo pierde y después
no hay vuelta atrás. Bueno, aunque tal vez usted nunca haya visto una revista
pornográfica. Aproveche ahora y disfrute con nosotros de estas tomas de
película.
G. no quiere que lo vean con los ojos húmedos; inclina la cabeza
procurando mirar para otro lado, pero atrás se encuentra con la cara
sonriente de un soldado. El coronel ha ganado otra vez, piensa el soldado.
—No vaya a pensar que obligamos a esta pobre mujer a hacer lo que parece
que está haciendo aquí —sigue diciendo el coronel—. No, no, señor. Eso
no es de hombres. Además no quisiéramos tener problemas con nuestros
hermanos uruguayos. En realidad le pagamos por el servicio, que es un trabajo
como cualquier otro. Y ningún trabajo es vergonzoso. El trabajo honra a la
gente. Y mira que le dimos unos pesos más por las fotografías, que fue lo
único que no le gustó.