Nota del editor |
El escritor venezolano Pedro José Pisanu fue uno de
nuestros gentiles anfitriones en el reciente Encuentro de Escritores
Colombo-Venezolanos realizado en San Cristóbal (Táchira) en noviembre
pasado, bajo la coordinación de la Asociación de Escritores del Táchira. Humor negro y
postura crítica se destilan de los ocho cuentos incluidos en su libro El
diario de Brom y otros relatos, publicado en la ciudad tachirense por el
Fondo Editorial Toituna, en 1998, y del cual publicamos uno en esta edición
de la Tierra de Letras.
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El aire parecía detenerse en
aquel recinto poblado de incontables libros de distintos colores y diversas
dimensiones. Una columna de humo ascendía lentamente desde el cenicero de
bronce. Los dedos de Milardo Boyer no terminaban de atravesar la espesura de
su barba entrecana. Era el único ser viviente de su biblioteca la cual se
asemejaba a una rara composición fotográfica.
Ahora ya todo había ocurrido. No
existían formas de enmienda posibles ni maneras sutiles o elegantes de evadir
ese escabroso asunto en el que estaba envuelto. Una monotonía gestual
abrigaba los pocos movimientos de Milardo. Tales muestras de taciturnidad no
eran propias de él, uno de los más locuaces e impertérritos escritores del
momento.
Aquella mañana comenzó temprano
para él. Desde las siete treinta sus dedos se hundían con mucho desgano
entre las teclas del computador. Sólo había obtenido unas tres o cuatro
buenas frases. A las nueve abandonó el computador y tomó un café bien tinto
mientras revisaba la prensa del día. La noticia del momento era el escándalo
de Raimundo Lince, el famoso niño terrible de la literatura, quien había
querido plagiar la obra póstuma de un desconocido escritor. Conocía
demasiado bien a Lince, pues ambos eran carnales de muchas correrías. Estas
cosas pasan hasta en los mejores escritores, pensó Milardo observando la foto
de Lince en el periódico matutino.
El día avanzaba como un extraño
tren impulsado por los valores de la abulia. El teléfono blanco marfil sonó
varias veces hasta que la mano izquierda de Boyer tomó el auricular. Al otro
lado de la línea estaba Armando Trece, un hombrecillo calvo y rubicundo de
unos cuarenta y nueve años, lo saludaba afectuosamente. La comidilla de la
semana era el “asunto Lince”. Después de agotar los pormenores del suceso
literario del momento, Armando Trece le anunció a Milardo que había sido
seleccionado para integrar el jurado del primer concurso de cuentos Joaquín
Barradas. El premio consistía en treinta mil dólares para el ganador. Tendría
un carácter único, indivisible y no podría ser declarado desierto. Las
bases del concurso las había redactado el propio Barradas, un excéntrico
millonario quien con los años le dio por hacerse mecenas de las artes y la
literatura. El jurado lo conformarían Teresita de los Ríos, Juan Pablo
Luque, José Carlos Benvenutti, Manuel Fontes de la Torre y por supuesto,
Milardo Boyer. Con un jurado tan ilustre no cabrían dudas sobre la calidad
del concurso y su nivel de exigencia para los participantes. Todos los
integrantes del jurado eran plumas de renombre, algunos pertenecientes al
“boom latinoamericano” de los años sesenta, como la gloria viviente de
las letras, el uruguayo José Carlos Benvenutti, quien a sus ochenta y cuatro
años de edad y más de sesenta en el oficio narrativo había vendido más de
veinte millones de ejemplares de sus catorce libros de cuentos y novelas.
Reunir a un jurado como éste no era tarea fácil, pero el dadivoso Joaquín
Barradas se las ingenió para que ninguno renunciara, pagando a cada jurado
cinco mil dólares.
Transcurridos tres meses, el lapso
de recepción de los cuentos expiró. Se presentaron ciento veinticinco
cuentos con sus respectivas copias y sobres lacrados con los datos de los
autores. A Barradas le encantaba el juego de los seudónimos y la profunda
curiosidad que causaba en los jurados el tratar de saber quién era quién.
La primera reunión del jurado se
efectuó en la sede del Instituto Internacional del Escritor. El lugar era una
réplica de un palacio de la Grecia Clásica. En el exterior del edificio,
gigantescas cariátides sostenían el techo. En la parte interna, podían
apreciarse los pisos y barandas de mármol. Llamaba la atención una bellísima
estatua de la diosa Palas Atenea. Como es de suponer, la edificación de este
majestuoso templo de la cultura también se le debía a Joaquín Barradas. La
reunión prevista no se llevó a cabo, pues sólo Milardo asistió. Boyer
retiró un pesado paquete de ciento veinticinco cuentos y se fue a descifrar
en su casa los enigmas que se ocultaban en aquel grueso fajo de papeles
escritos.
Milardo evocó con cierto rencor
sus tiempos de novel escritor, cuando aspiraba a hacerse de un nombre y dar el
salto definitivo al otro mundo —ese que le quedaba bien lejos del anonimato
y la mediocridad. Una ira descomunal volvía a su cuerpo cuando recordaba
aquellos concursos en su lejana provincia. En tales certámenes siempre
estaban como jurados de narrativa (o prosa florida como la llamaban ellos)
tres momias de la literatura representativa de su región: Jesús María Velásquez,
Mario de la Hoz y Paolino Clemente. Velásquez era el cronista de la ciudad e
historiador trasnochado de anacronismos. De la Hoz era peor prosista y pésimo
versificador. Clemente era mediocre como escritor, pero como crítico tenía
su bien ganada reputación de hacer honor a su apellido cuando reseñaba algún
libro; para él no había malos libros, sino malos autores. ¿Quién podía
comprender semejante absurdo?
Lo peor de aquellos tiempos eran
los veredictos, los cuales siempre le resultaban adversos a Boyer. Usualmente
ganaba alguien que conseguía tocar el punto sensible de los tres jurados. En
varias ocasiones ganó el certamen Cortesana Carlota López, una regordeta
escritora que aseguraba parecerse a Bárbara Streissand, por supuesto sin la
nariz. Ella escribía con sentimiento semipueril y eso parecía gustar a los
jurados. Con aquel nombre de “Cortesana” no podía esperarse mucho, sólo
un desmesurado odio o desafecto hacia sus padres por colocarle tan insultante
nombre. Sin embargo, Cortesana no sentía rencor por sus padres, sino hacía
los hombres, quienes la habían engañado y utilizado miles de veces —según
ella. Pero la rabia verdadera de Cortesana se debía a no haber conseguido un
hombre con dinero, prestigio y poco cerebro que se sumiera en su regazo como
un diminuto perro faldero.
Milardo tenía aún fresco el
recuerdo de aquella esperpéntica escritora de provincia. Fueron amantes por
una semana entera. No tenía muy clara la fecha, pero sospechaba que había
sido por Semana Santa. Todo ese tiempo lo pasaron juntos, en cueros, solazándose
locamente, animalmente. Hacían breves intervalos para comentarios inútiles
sobre las cortinas de su apartamento o sus revistas de frivolidades. Cortesana
le recordaba en su blanca y rolliza desnudez a las mujeres de Rubens.
Por fortuna la provincia quedó
atrás. Había superado las etapas de los concursos y los únicos jueces eran
los editores, los críticos y su muy selecto público lector. A pesar del éxito
y renombre adquiridos, en algunos momentos pensaba que la literatura era una
solemne “bolsería”: como negocio era malo y como profesión un motivo de
risa para los demás. Aseguraba que todo escritor, por muy ilustre que fuera,
en el fondo de su alma era un gran necio, un ser vanidoso y para no quedarse
cono, un ególatra recalcitrante.
Él no vivía de esto, solía
decir a los demás. Si no hubiera sido por su desahogado trabajo de asesor
cultural de la universidad, tal vez nunca hubiese podido escribir los libros
que ahora se exhibían en las vitrinas de las más grandes librerías del
mundo. Que se hubieran vendido y editado varias veces era otra cosa. Tampoco
podía explicarse cómo chinos, fineses, húngaros, turcos, checos y polacos
se habían interesado en traducir su obra, esto sin contar las ediciones
francesas, inglesas, alemanas, suecas, rusas, italianas y portuguesas. Ya tenía
su propia casa, su computador, el Mercedes Benz último modelo que tanto
status le daba y los dólares suficientes para viajar a Cuba cada dos meses
para hablar y encontrarse con algunos colegas de la pluma y la botella. A
pesar de todas estas cosas, él seguía escéptico a todo lo referente a la
literatura. Estaba convencido que, de las cosas inútiles inventadas por el
hombre, las letras se llevaban el estandarte mayor.
Ahora lo habían nombrado juez.
Sería implacable en su lectura. Ningún mediocre podría saltar la difícil
barrera que él significaba. Desde hacía más de diez años era asediado por
jóvenes con carpetas llenas de manuscritos que buscaban alguna crítica o
consejo de parte de él. Entre tantos, quizás el que prometía más era un tímido
y anodino muchacho llamado Rolando Tirreno. Milardo había tomado aquel legajo
de papeles del joven Tirreno sólo para librarse de él. Entre sus papeles,
estaba un intrincado cuento de doce cuartillas que tenía como argumento el
tormentoso amor entre un joven y su madrastra, quienes para verse libres de
ataduras matan al padre y esposo respectivo. Por instantes, Milardo llegó a
creer que se trataba del viejo tema de Hipólito y su madrastra Fedra. Las
situaciones estaban planteadas de manera ingenua y la escritura era bastante
tosca. En esta supuesta versión, el Hipólito de Tirreno es un hombre presa
de la más terrible incontinencia sexual hacia su madrastra.
El recuerdo de Tirreno fue fugaz.
De inmediato comenzó a leer los cuentos que había recibido. Esta era la
ocasión propicia para poner en práctica un costoso método de lectura veloz
que le garantizaba leer seis mil páginas en cosa de veinte horas. Los cuentos
estaban llenos de torpezas, de incorrecciones gramaticales y en el peor de los
casos de errores ortográficos. Detuvo la lectura por algunos días con la
esperanza de poder encontrar después un cuento que al menos tuviese lo que él
denominaba “dignidad intelectual”. Pero nada. Todos los cuentos que leía
estaban llenos de ñoñerías y galimatías obtusos. “La literatura ha sido
invadida por mediocres”, se dijo aquella noche y luego se fue a beber a un
bar muy frecuentado por los escritores llamado El Lupanar de la Sabiduría.
El Lupanar de la Sabiduría era un
lugar bastante selecto. Para ser admitido como socio el aspirante debía tener
por lo menos tres libros publicados, además de ser presentado por alguno de
los socios. El lugar había sido decorado a la usanza de los botiquines de los
años cincuenta. Tenía anuncios de extintas marcas de licores que se
iluminaban con luces de neón. La barra era inmensa y de madera, las mesitas
tenían un tono rojo descolorido por el uso. Por supuesto, no podía faltar
una rockola bien alimentada con todos los discos de despecho del mundo. La
dependienta del lugar era la gorda Nora, quien había ejercido la docencia en
la Escuela de Letras hacía algún tiempo, pero los negocios y “el llamado
de la carne” la hicieron renunciar al mundo académico. Las mesoneras también
eran egresadas de las distintas escuelas de letras del país (ya que todos los
demás trabajos les estaban vedados); iban desnudas o en casos muy raros sólo
cubiertas por un minúsculo delantal. Para las socias, estaba disponible
Valentín Campos, un gigantesco y atlético negro que se graduó en letras sin
leer jamás un libro.
En El Lupanar de la Sabiduría,
Milardo se enteró de que el insigne José Carlos Benvenutti había renunciado
por motivos de salud. En su lugar se nombró con carácter accidental a
Armando Trece. Esta circunstancia retrasaría un poco el veredicto del premio.
La mayoría del jurado opinaba como Milardo Boyer: trabajos sin trascendencia,
sin innovaciones estilísticas ni nada de nada. Teresita de los Ríos,
completamente desnuda, se acercó hasta Boyer y Armando Trece, sin importarle
mucho sus cincuenta y dos años y la flacidez general de su cuerpo. Les comentó
que ya había leído los cuentos y que ninguno era al menos aceptable.
Milardo Boyer comprobó con
desconsuelo que ninguno de los cuentos se salvaba, todos eran malos y lo peor
del caso es que el concurso no podía ser declarado desierto. Boyer se comunicó
con todos y convocó a una reunión en su casa. Juan Pablo Luque se mostró
indignado por la baja calidad de los trabajos. Manuel Fontes de la Torre,
presa de la furia, insultó y maldijo a todos los participantes, concluyendo
con un grueso y despectivo escupitajo al piso. Los demás fueron más
comedidos. Boyer tuvo la ocurrencia de escribir un cuento entre todos, el cual
sería perfecto. Buscarían algún testaferro intelectual que fingiría ser el
autor y así los treinta mil dólares serían divididos entre los cinco.
Al comienzo, la idea de Boyer
produjo un desconcertado silencio. Fontes de la Torre frunció el ceño, uno
de sus gestos típicos antes de estallar en violenta cólera. Fontes era
completamente impredecible, al igual que Teresita de los Ríos, quien esta vez
se limitó a descalzarse las sandalias con los pies y rascarse los senos
despreocupadamente. Aquel suspenso se rompió cuando Armando Trece afirmó que
él aceptaba la propuesta de Milardo. En un instante se producía el más rápido
consenso, algo nunca visto entre escritores.
Ahora faltaba el detalle
principal: el cuento a escribir. El tema, la forma de escribirlo para que
nadie notara alguna particularidad del estilo de algunos de ellos, serían
detalles secundarios. Milardo aseguró tener un. tema bastante llamativo: las
relaciones pasionales entre un joven y su atractiva madrastra, quienes
asesinan al padre y esposo. En lo temático, el cuento no era novedoso, pero
el erotismo desenfadado lo hacía realmente llamativo —con esto se cumplía
aquella vieja máxima que afirmaba que todos los temas eran viejos, lo que
nunca es viejo es el tratamiento.
La idea sedujo tanto a Teresita de
los Ríos, que presa de excitación sexual se desnudó y comenzó a rozarse
retadoramente con todos los presentes. Armando Trece le hizo la réplica y
terminaron haciéndose el amor en el estudio de Milardo, entre libros y
papeles, como si supieran que estaban escribiéndose ellos mismos para algún
folletín que sería olvidado luego de leerse.
Enseguida comenzaron a trabajar en
el texto. Teresita hizo las veces de mecanógrafa escribiendo en el computador
de Boyer. Estaba desnuda como solía hacerlo para escribir, sólo que en esta
ocasión lo hacía sobre las piernas de Armando Trece. Fue una noche de
locura. Al concluir las correcciones y añadidos al cuento, celebraron tomándose
tres cajas de champaña. Podían celebrar desde ahora. Los treinta mil dólares
eran casi de ellos. El título del cuento: “Lecho de sombras”; el seudónimo:
Rasputín de San Zabras. Armando Trece se encargó de conseguir el testaferro
intelectual de la obra. El único detalle fue que no se tomó la libertad de
decirles el nombre del escogido y quizás se debió a la premura.
El veredicto fue dado a conocer en
la fecha prevista, muy a pesar del contratiempo sufrido con la renuncia de José
Carlos Benvenutti. La prensa anunciaba que el cuento ganador del Joaquín
Barradas era “Lecho de sombras”. El nombre del ganador no se dio a conocer
por petición del propio Joaquín Barradas. La identidad del afortunado se daría
a conocer en el momento de conceder el premio en efectivo.
La fecha esperada llegó. El
jurado estaba presente, parecían más emocionados que cualquier ganador del
concurso. Sólo les preocupaba que el ganador del concurso no hubiese
aparecido. El suspenso y la expectación eran detalles muy recurrentes en
Barradas. Éste apareció y al instante el llamado ganador del concurso. Boyer
no podía creer lo que veía. Aquello sencillamente era un mal sueño,
seguramente una pesadilla causada por comer fríjoles y cochino frito en la
noche. Allí estaba quien él menos esperaba: Rolando Tirreno, el mismo quien
diez años atrás le diera aquel manuscrito para que lo examinara. No supo qué
decir ni cómo actuar.
Trece se le acercó a Boyer y le
dijo en tono confidencial: éste es nuestro hombre. Pero Milardo, fuera de sí,
gritó: “¡Es un farsante! ¡Él no escribió ese cuento!”. Se armó un
gran revuelo, los ánimos se caldearon. Tirreno extrajo de un sobre el cuento
“Lecho de sombras” firmado por él como prueba de que sí era el legítimo
autor del cuento ganador. Barradas le hizo entrega de los treinta mil dólares.
Milardo tuvo que ser llevado hasta su casa por sus amigos, estaba
completamente fuera de control. No hubo reparto alguno, pues Tirreno aseguró
que los únicos farsantes eran los miembros del jurado. El estigma los había
alcanzado, sería difícil deshacerse por algún tiempo de aquellos
comentarios en voz baja, de los ponzoñosos y afilados índices señalándolos.
Al final todo pasaría al olvido como todos los delitos que se cometen.
Para Milardo Boyer, todo lo insólito
e intangible había ocurrido. Todo se había esfumado como un espejismo anaeróbico
frente al microscopio más potente. Cualquier cosa era posible en el mundo
oscuro de lo incierto.