Acabo de comenzar un cuento, su título: "Queremos tanto la muerte del editor". Es cierto que
se me reprochará la similitud con un cuento de Cortázar, pero no importa. Sólo el título se parece a ese
"Queremos tanto a Glenda Jackson" del argentino. El autor vio un póster de Glenda y bruscamente
tuvo el título. El cuento ya estaba, sabía lo que iba a suceder y lo escribió. Yo tengo el título y el
arma: Internet.
El editor clásico es un tipo duro y no está sólo en el proceso de la edición. Un conjunto de poderes
definidos (económicos, políticos, los autores acostumbrados a vender libros a toneladas, etc.), que
quieren que las cosas sean como hasta ahora vienen siendo, pondrán difícil la conquista de la edición por
el autor. Internet ha abierto una esperanza a la publicación libre y al cambio, y por primera vez en la
historia cualquiera puede convertirse en editor, crear una página personal es sencillo y barato. Es cierto
que muchas páginas web todavía contemplan la selección de los textos como requisito para entrar en ellas.
Pero no hay unos intereses económicos tan palpables como en el editor de grandes grupos (Dios sobre todas
las cosas). Los criterios se ajustan más a la calidad del texto y a la decencia
de la colaboración que al interés comercial en su publicación. Y son muchas las páginas web, foros y
listas de correo que por otro lado no ponen ningún límite a la expresión y publican sin restricciones.
¿Cómo soñó Borges la Biblioteca de Babel? ¿Acaso Internet no es ese lugar ilimitado y periódico?
"La Biblioteca existe ab aeterno.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante
felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema
personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono... La Biblioteca es
ilimitada y periódica.
Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los
mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se
alegra con esa elegante esperanza".
Internet (información mas comunicación) no sólo nos permite publicar, saltando al editor clásico para
acceder al lector sin intermediarios, sino que permite crear de forma colectiva. No es nuevo comenzar una
novela en Argentina, seguirla por autores de Venezuela y Puerto Rico y acabarla en Barcelona, o en cualquier
ordenador de Arica, en Chile, bordeando el desierto. Las nuevas tecnologías facilitan la colaboración y
hace del texto un elemento inacabado, ab aeterno,
pues puede cambiar a voluntad del autor en cualquier momento (Cortázar, Borges, Joyce o Perec no se
encontrarían nada incómodos ante esta opción de obra abierta). También facilitan la comunicación
lector-autor, la dirección de correo electrónico es habitual en la firma del texto y el contacto directo
entre ambos puede producirse y mejorar lo publicado. A diferencia de lo que sucede fuera de la pantalla,
donde el autor publica y, muy de vez en cuando, conoce impresiones de sus "lectores de base".
La red ha roto con el monopolio de la información. Nos ofrece un espacio de intercambio único, las
letras corren por la pantalla y los autores editan. Podemos combinar texto con imágenes y sonido, hacer del
relato o la poesía una obra multimedia. Es indudable que tantos relatos, libros, ideas como vagan por la
red necesitan un espacio sin límites. Las librerías (como hasta ahora las vemos) ocupan un espacio, y el
espacio físico, a excepción de la Biblioteca de Babel, tiene sus límites de almacenamiento. "Más
del noventa por ciento de lo que está circulando en Internet es pura basura", dice Saramago.
Y tras Internet, el libro digital. Posiblemente es el camino para que el libro como objeto desaparezca,
el medio electrónico tiene hoy tanta importancia para ello como lo tuvo en su tiempo la imprenta de
Guttenberg para su reproducción masiva. La costumbre de ver el texto en pantalla, apuntar con el ratón
aquí y allá, insultar un final inútil ante el cristal líquido, ya es habitual entre los lectores
enredados. Es cierto que la idea del libro de papel es romántica y nos hemos acostumbrado a ella, y la
máquina que lo sustituya no olerá a cola, ni a hojas despegadas, ni podremos pasar las páginas de derecha
a izquierda. Tampoco puede aseverarse que, siempre a gusto del lector, éstas no incorporen miles de olores
(a papiro egipcio incluso) nada más presionar un botón, y un millar de utilidades (sin utilidad) más.
¿Acaso tiene sentido dar más importancia al objeto que al contenido? ¿No deberíamos preocuparnos por los
textos más que por la tapa dura?
Todo obedece al orden de transformación progresiva, imparable, del primer mundo. Teniendo en cuenta
nuestros antecedentes (una sociedad que avanza en la técnica y muy pocas veces se para a reflexionar sobre
el avance), no sería extraño encontrarnos de aquí a un tiempo con una pantalla de plasma entre las manos
con capacidad para mil cuatrocientos libros. Aceptándolo con normalidad, deseando comprar el último
componente que permite quintuplicar las obras.
Y si los cuentos, las novelas y las poesías son tan abundantes, pueden acabar por ser inútiles,
perderse en el cosmos. Es innegable. La sobreinformación nos plantea el problema de la selección y la menor
calidad de los textos. Los lectores tenemos (por el momento) la capacidad de decisión, de discriminación,
y no nos hemos olvidado de quién es Cortázar, Galeano, Piñera, Onetti y Shakespeare. Sabemos dónde
están los límites de lo bueno y lo menos bueno, y dependerá de nosotros seguir la lectura de un texto o
no. No dependerá de otros. Y ahí está la diferencia: el poder elegir y publicar cualquier obra quizás
prime ante el aspecto negativo de la marabunta de información que lo inunda todo; tan sólo hay que tener
claros los límites, el pudor (que debería tener escritor y lector) a volcar o a leer textos ridículos.
Al respecto, Umberto Eco comenta: "¿cuál es el primer riesgo metafísico del asunto? Que nos
encontremos en una civilización en la cual cada uno tenga su propio sistema de filtro, es decir, una
civilización en la que cada uno fabrique su propia enciclopedia. Hoy, una sociedad con cinco millones de
enciclopedias que compiten entre sí es una sociedad que ya no comunica (...). Uno se puede imaginar lo que
podría producir el filtraje individual hecho por cualquiera, supongamos por un muchacho de catorce años.
Nos podríamos encontrar, de esa manera, frente a una competencia de enciclopedias, algunas
delirantes".
Antonio Skármeta habla:
"La red cibernética permitirá que de una generación que parecía absolutamente visual, gobernada
por la televisión, pasemos a otra generación más lectora, aunque el sostén material no sea el papel sino
electrónico".
Pues eso.