Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 117
1 de noviembre de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Cuestiones de pertenencia
Marcelo Brignole

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Un domingo a la mañana, una playa lejana, ancha, interminable. Hacía muchísimo frío. Un hombre caminaba en la soledad azulada del mediodía con las solapas del saco levantadas. De vez en cuando, se detenía y contemplaba el mar. Por ser un paseo rutinario, sabía que el barco lejano, pero rojo, no terminaría de desaparecer hasta dentro de unas horas: él, seguramente, ya no andaría por allí. Para ese entonces, estaría en la ruta regresando a su casa o tal vez tomando, en algún bar, un café caliente. El viento le pegaba de frente, por lo que caminaba con la cabeza gacha, eludiendo olas impetuosas. Por eso lo vio cuando sólo estaba a unos doscientos metros. Tal vez el encontrarse con un elemento tan ajeno a los altos barrancos, a la arena blanca y al mar, hizo que le costara entender que delante de él había una cromada silla de ruedas y, echado encima de ella, un hombre. Cuando pasaba por detrás oyó claramente que el lisiado decía:.

—Está fría la mañana.

—Sí —ni siquiera detuvo su marcha para contestar, aunque lo sorprendió que el otro le hablara.

—Ese barco es de mediana altura —insistió el paralítico.

El otro no tuvo más remedio que detenerse.

—Encontró pique. Está con los motores parados.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

—Hace mucho tiempo que vengo acá.

El hombre sano estaba intrigado pero incómodo. No recordaba haber tenido trato con un paralítico aunque aquel hombre no solamente estaba incapacitado de caminar sino que el único miembro que podía mover era su cabeza y su mano izquierda. Todo el resto de su cuerpo yacía en la inercia.

—Además en un tiempo fui marinero —agregó.

—Ah...

Por primera vez el paralítico lo miró de frente. Tenía los ojos marrones, el pelo alborotado y la piel habituada al sol.

—¿Está apurado?

—No.

—¿Y por qué no se sienta un rato aquí, al lado mío? —propuso.

No sabía si tenía ganas de quedarse allí acompañado de un paralítico. Pero le hizo caso.

—Aún falta mucho para que me vengan a buscar —dijo. Había vuelto a fijar su mirada en el mar.

—Es raro. Muchos domingos vengo a pasear por acá y nunca lo vi —dijo el otro por decir algo.

—Lo que pasa es que a veces me dejan arriba, en el acantilado —hablaba como si el tema no le interesase—. En cambio yo a usted lo vi varias veces. No viene nadie por acá en invierno.

—¿Y en verano también viene? Perdone... ¿También lo traen?

El inválido no contestó, continuó hablando como si estuviera recordando tiempos lejanos.

—Cada domingo que lo veía desde allá arriba pensaba en usted, cada vez imaginaba una historia distinta de cómo es su vida. Y durante los días de semana, a veces, también me acordaba de usted y me preguntaba si el domingo vendría.

—¿Y qué se imaginó de mí?

—Un domingo pasó casi delante de mío y no me vio. Había más viento que hoy; entonces usted caminaba con la cabeza agachada. Yo estaba más atrás.

El que estaba sentado en el suelo creyó acordarse del día al que se refería. Había paseado poco tiempo porque el viento lo empujaba hacia atrás y la arena se le metía en los ojos.

—Es usted un hombre de inmensa fortuna —afirmó pero enseguida lo negó—. No, es sólo un empleado de oficina... Es soltero... Casado con tres hijos... Viene a esta playa en busca de recuerdos.

Mientras hablaba su mano sana hurgaba en el bolsillo de campera. Sacó un paquete de cigarrillos y con un rápido movimiento se colocó uno en la boca. Guardó el atado y extrajo un encendedor. Luchó contra el viento pero logró prenderlo. Cuando iba a guardarlo, el encendedor se enredó entre sus dedos y luego de rebotar en sus piernas cayó en la arena.

Mientras volvía a guardárselo, después que el otro se lo alcanzara, dijo:

—Le agradezco... A veces me sucede lo mismo y aún faltan horas para que vengan a buscarme. Muero por las ganas de fumar...

Se quedaron callados. El paralítico mirando lo que podía ver y el otro hombre, sentado en la arena, observando cómo su pensamiento iba hacia el mar y ya no estaba en una playa solitaria de invierno, acompañado por un paralítico, sino en el acostumbrado apart-hotel de su memoria.

—De todas maneras, debe ser un buen ejercicio. Digo, como control mental.

—¿Qué cosa? —preguntó el estropeado.

—Estar acá sentado, con unas ganas terribles de fumar y el encendedor tirado ahí nomás.

El inválido se rió.

—Los méritos son reconocibles cuando uno puede optar entre varias alternativas o, por lo menos, entre una mezcla de ambas. Yo no tengo control mental como usted dijo, sino que soy un ente mental, y nada más que eso. No elijo, sólo pienso.

Fue tan contundente el breve discurso, que el que estaba sentado en la arena, prefirió cambiar de tema. Sin embargo, preguntó:

—¿Quién lo trae hasta acá?

—Tengo cierto dinero para respaldar mi desgracia. Todo hubiese sido peor si fuera pobre. Puedo contratar movilidad y gente. Además tengo esposa, hijos. Hay otros como yo que están todo el día tirados en una cama.

—¿Y cuál es la diferencia?

—Esta. Poder llegar aquí, ver en imágenes nuestro principal deseo: el movimiento. ¿O acaso usted conoce algún paisaje que sea más cambiante que el mar?

Después de pensarlo, el otro argumentó:

—No, no conozco ninguno, por eso vengo. Lo que me parece es que puede notar más movimiento, si es eso lo que le interesa, sentado detrás de una ventana que aquí.

—En cierta manera, es verdad. Pero lo cambiante, en el ejemplo que usted me cita, está constituido por todo aquello que una vez fuimos. No es un panorama agradable permanecer inmóvil detrás de una ventana. El recuerdo no lo es.

El hombre sano se recostó en la arena sobre su codo derecho. Se sentía más relajado desde que se había dado cuenta de que el paralítico, tal vez después de haber sufrido mucho, había encontrado un cierto sosiego en la intelectualidad de su mala suerte y así podía sobrellevar la vida. Era un hombre con el que se podía conversar, sabiendo que, hablase de lo que se hablase, siempre iba a estar presente su condición física.

El paralítico dijo:

—Sería terrible que a un mono de zoológico, nacido en libertad, le abran la puerta de la jaula y después de cierto tiempo de vivir en la ciudad, su paseo preferido lo constituya ir de visita al zoológico donde estuvo encerrado.

El hombre que hasta hace unos momentos se creía el único ser viviente en aquellas playas solitarias, sonrió.

—Es realmente buena la comparación —admitió.

—Ya se lo dije: soy un ente mental. Pero dejemos de hablar de mí. Cuénteme sobre su vida... ¿Qué es lo que hace? ¿De qué trabaja?

El otro, sin dejar de sonreír, se sentó y rodeó sus rodillas con los brazos.

—¿Para qué lo quiere saber?

—Nos estamos conociendo, ¿o no?

—Sí, pero pienso en usted. Si le cuento mi vida, ¿no estaría quitándole un motivo de distracción?

—El atractivo se rompió, al menos para mí, desde que se dio la extraña casualidad de que justo hoy pidiera que me pongan cerca de la orilla, de que usted decidiera venir a pasear, de que no me viese antes, de que consienta en tener esta conversación.

No le prestó atención. Su pensamiento le estaba dando forma a una comparación acorde al momento que estaba viviendo.

—Si un ciego de toda la vida comienza a ver después de los veinte años, ¿es realmente sincera su felicidad? ¿O en algún lugar de su conciencia no se esconde el deseo de seguir en la oscuridad dado que el nuevo mundo que va descubriendo es infinitamente más miserable que aquél que antes daba vueltas en el universo de su imaginación?

Esta vez el que sonrió fue el paralítico. Prendió otro cigarrillo. El encendedor no se le cayó.

—Puede ser —dio una pitada antes de seguir hablando—. Hasta en las peores situaciones se pueden encontrar ventajas —dijo—. Los impedidos también las tenemos, aunque no lo parezca. Una de esas ventajas es la lástima que provocamos y de las cuales, en ciertas ocasiones, abusamos.

—¿Por ejemplo?

—Usted, ¿me negaría un favor?

—Según cual.

—Uno muy sencillo.

—Repito: ¿cuál?.

—Que no venga más por aquí.

—¿Por qué habría de hacerlo? —se había sentado con las piernas cruzadas y tenía las manos metidas en los bolsillos de la campera—. Usted no podría impedírmelo.

—Le voy a contar algo —el barco rojo se había desplazado levemente hacia el horizonte—. Mentí. Este encuentro no fue casual. Generalmente pido que me dejen arriba, en los acantilados, porque allá las plantas me protegen del viento, porque si hay algo que odio es el viento. Por eso usted nunca me vio. Pero desde hace un par de domingos pido que me bajen hasta acá. Sabía que alguna vez me encontraría con usted. Mejor dicho: quería encontrarme con usted.

—¿Por qué?

—Creo habérselo dicho. Porque no quiero que vuelva por aquí. Eso sólo le pido. Tiene usted kilómetros de playa para pasear. No lo haga por esta zona. Era realmente el único lugar donde no sentía el terrible deseo del movimiento, hasta que usted apareció. Y cada vez que lo veo venir es como si me hubiesen dejado detrás de una ventana, o como si estuviera en cualquier otro lugar, en mi casa, en un bar, pero no aquí. ¿Me entiende?

—Creo que sí.

—Ya me imaginaba que sería incapaz de negarle un pequeño favor a un pobre paralítico como yo —dijo satisfecho.

—No me escuchó bien. Dije: "creo que sí". No estoy seguro de poder complacerlo.

—¿Por qué no?

—Porque este lugar también lo creía solamente mío los domingos cuando vengo a pasear. Hasta hoy. Ahora, vaya por donde vaya, sabré que usted está cerca, a mis espaldas o adelante.

Los dos hombres se dieron cuenta casi al mismo tiempo de que jamás volverían a sentirse realmente solos en el mundo. Aun con esta certeza a cuestas, el paralítico insistió:

—Realmente lo lamento. Pero si yo estuviera en su lugar, elegiría entre seguir viniendo sabiendo que este lugar ya no es totalmente suyo, o venir a pasear, con la posibilidad de encontrarse con un paralítico al cual usted le ha quitado uno de los pocos placeres que le quedan en la vida. ¿Podrá soportar esto último?

—No lo sé —respondió. Se había levantado y con las palmas de las manos se sacudía la arena que le había quedado adherida al pantalón—. Lo que sí sé es que podría matarlo ahora mismo. Esa sería otra opción.

—No lo creo —dijo el lisiado—. Habrá escuchado muchas veces esa frase que dicen los que sufren desgracias semejantes a las mías: "Ojalá tuviera el valor suficiente como para suicidarme".

El hombre sano se colocó delante del enfermo y lo observó durante un largo rato.

—Me voy. No le prometo nada.

—Usted sabrá lo que hace. Pero antes de irse, cuénteme, ¿quién es? ¿qué hace?

La síntesis de la vida del hombre que estaba de pie no merecía más que unas cuantas frases.

—¿Quiere usted a su mujer? —quiso saber el paralítico cuando el otro concluyó con su relato—. ¿Y a sus hijos? ¿Le gusta su trabajo?

—Sí, pero preferiría no hablar de eso —estuvo a punto de estirar su mano derecha para saludar, pero se contuvo a tiempo. Se asombró de lo complicado que resulta despedirse afectivamente de un paralítico—. Adiós.

Subió despacio el barranco que lo llevó hasta la cima del acantilado. Recobró el aliento antes de darse vuelta y mirar al hombre que había quedado a orillas del mar, clavado a una silla de ruedas.

No tuvo que esperar mucho tiempo. El barco rojo se movía imperceptible cuando el paralítico se levantó de la silla, y, después de plegarla, se alejó andando por la playa en la misma dirección en que había llegado el hombre que ahora lo observaba desde lo alto del acantilado.

Era noche cerrada cuando los dos, en el silencio de sus hogares solitarios, cenaron pizza y vieron los goles de la fecha por televisión.

Tres domingos más tarde, al mediodía, caía una llovizna breve pero persistente. Un hombre caminaba por una playa cercada por un mar despoblado de barcos rojos. Sin dejar de andar empezó a recorrer con su mirada el acantilado, hasta que divisó, medio escondido detrás de una planta, a un hombre sentado en una silla de ruedas que también lo miraba.

El que caminaba por la playa levantó su mano derecha en señal de saludo. Pero el otro no le respondió.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 15 de noviembre de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes