Aunque vivimos en un milenio avasallado por la
informática y la masiva propaganda de los medios de comunicación, cuyos
mensajes nos convierten en una pequeña provincia de la aldea global, donde los
emblemas y costumbres sexuales se difunden de manera vertiginosa, se debe
admitir que no es fácil escribir en español sobre el sexo, sin caer en la
vulgaridad y el simplismo, debido a que el idioma, en su función de vehículo
del pensamiento y sentimiento humanos, ha sido castigado por la Inquisición y
la moral de los padres de la Iglesia. Consiguientemente, así se busquen giros
idiomáticos adecuados, resulta difícil encontrar expresiones equivalentes a la
frase “hacer el amor” o “coito interruptus”, sin dejar de herir los
sentimientos y códigos morales de quienes se confiesan seguidores convictos de
las Sagradas Escrituras.
Si uno intenta inventar alguna frase, en verso o en
prosa, no siempre convence al lector, ya sea por la fonética de la palabra o
por su connotación semántica. Quizás por eso, los más diestros “inventores”
de expresiones referidas a los desenfrenos del sexo se valen de hábiles
perífrasis, de metáforas enunciadas por los poetas y de los chistes de los
truhanes que, acostumbrados a desgranar palabras obscenas en el ruedo de amigos,
comparan los órganos genitales con las frutas y verduras, a modo de evitar
palabras triviales como “pene” o “vagina”.
Sin embargo, en otros idiomas, que probablemente no
sufrieron jamás una amputación moral, se conocen obras narradas con un
lenguaje rico en matices lexicales. En el famoso Kama Sutra, un
auténtico tratado sobre el arte erótico hindú escrito por Mallinaga
Vatsyayana hacia el año 500 d.C., se describe en sesenta y nueve casos los
modos de alcanzar el goce físico del sexo, que va desde el roce de la piel con
un beso, hasta las más avanzadas técnicas de exploración del instinto sexual,
que es tan antiguo como el hombre.
El arte de narrar historias eróticas, como las
expuestas brillantemente en el Kama Sutra, requiere de un lenguaje que
esté exento de términos científicos y verbosidad propia de los sexólogos,
sobre todo, si se quiere aludir las pasiones eróticas de una manera sugerente y
poética, como ocurre en las novelas y los relatos del marqués de Sade, quien,
sin ser experto en las reglas gramaticales del francés, tuvo la intuición de
explayar un lenguaje apropiado incluso para describir las pasiones más
violentas y perversas.
Transgresión de los sentidos
La transgresión moral, sin resquicios para la duda,
es una de las características de la literatura erótica. El escritor debe ser
un ser irreverente, heterodoxo, para transgredir las franjas de censura que le
impone su entorno sociocultural y religioso. Sin una actitud irreverente es
imposible crear una literatura erótica despojada de tabúes y prejuicios.
El escritor es, y ha sido siempre, una suerte de
válvula de escape de los impulsos reprimidos y prohibidos en la colectividad.
Es el modulador de voces anónimas y actúa como un psicoanalista, intentando
iluminar los cuartos oscuros de la memoria, donde cohabitan los instintos más
bajos y los deseos sexuales, desde los más sensuales hasta los más promiscuos,
incluyendo la sodomía, el fetichismo y el sadomasoquismo.
La religión, así como ha sido la madre de muchas
exquisiteces y arrebatos místicos, ha sido también una maquinaria que ha
frenado la libertad sexual de los individuos a lo lago de los siglos. Quizás
por eso la literatura hispanoamericana, que recién está experimentando un
renacimiento en el arte de narrar historias eróticas, no ha creado tradición
en este terreno, debido a los procesos iniciados por la Santa Inquisición, que
propagó el concepto del pecado de la carne y emprendió una cruzada contra toda
obra literaria o pictórica que abordara el tema de la sexualidad más allá de
los valores éticos y morales establecidos por la Iglesia que, durante el
oscurantismo de la Edad Media, fue una institución retrógrada que condenó los
deseos carnales y las llamadas “perversiones mentales”. Incluso hoy, a
principios de un nuevo milenio, el Vaticano sigue lanzando cruces de condena
contra las relaciones homosexuales y sigue considerando el adulterio como un
pecado capital y el divorcio como una tentación del diablo.
La lujuria, que consiste en el apetito desordenado y
excesivo de los placeres sexuales, era uno de los pecados capitales que alejaba
al hombre de la salvación espiritual y lo acercaba a las puertas del infierno.
Los teólogos distinguían diez tipos de lujuria, tres de las cuales eran contra
natura: la masturbación, la sodomía y la zoofilia, con diversos grados de
nocividad. La fornicación con prostitutas, por ejemplo, les parecía menos
reprensible que el estupro, que implica la desfloración de una mujer virgen que
no pasa de cierta edad fijada legalmente. Asimismo, el deseo de seducir a la
esposa del prójimo o el adulterio, considerado como pecado carnal, eran
reprimidos con la Biblia en la mano.
De modo que, aun tras haber aprendido a llamar por
su nombre las “partes vergonzosas” del ser humano, sigue siendo un heroísmo
el acto de escribir obras eróticas en un contexto social en el cual todavía
existen quienes pregonan el retorno al puritanismo medieval y la censura de las
relaciones sexuales incompatibles con la moral católica que, en uso de sus
atribuciones, considera este género literario como un síntoma de decadencia
humana, que debe ser combatido por todos los medios y con la mayor severidad
posible.
Literatura erótica a pesar de todo
Si bien es cierto que el relato erótico es algo
transitorio, que se vive y siente mientras se lee, es cierto también que sirve
para estimular los impulsos de la fantasía, que constituye uno de los
instrumentos mentales que permite ventilar los instintos sexuales más
recónditos y lúdicos. El erotismo es la mejor expresión de una relación
sexual regida por las fuerzas de la pasión y la fantasía. Sin la fantasía no
sería posible un erotismo que enriquezca la vida conyugal, social y
existencial. El erotismo, con sus censuras habidas y por haber, es lo que
diferencia a los humanos de los animales irracionales, aparte de que el
erotismo, en materia literaria, es la metáfora del amor en todas sus
dimensiones.
No es lo mismo leer una buena obra erótica, que
trasluce su propia magia, que ver a una mujer desnuda en el afiche de la
propaganda comercial, a las modelos semidesnudas en la pasarela o a las actrices
en las películas y telenovelas. La literatura erótica, con todo su poder de
sugerencia, ha deslumbrado desde siempre la atención de los lectores, sobre
todo, en sociedades relativamente
conservadoras como la nuestra, donde todavía es casi imposible hablar
abiertamente sobre esos libros que se leen con una mano y a media luz.
La literatura erótica, de no haber tenido una
fuerza de atracción sobre la gente, no hubiese sobrevivido en el tiempo y la
historia. La prueba está en que, a pesar de las censuras y cortapisas impuestas
contra el erotismo, las mejores obras han sido salvadas de las hogueras y los
depósitos clandestinos, para ser puestas al alcance de los lectores ávidos de
una literatura que perdure en la historia, no sólo porque
la sexualidad es una de las pasiones auténticas del ser humano en su proceso de
reproducción, sino también porque el erotismo, indistintamente de razas y
condiciones sociales, está presente en toda pasión amorosa y a cualquier hora
del día.
Varias obras clásicas, como el Kama
Sutra hindú y La plegaria china, siguen
despertando el interés de los lectores hasta nuestros días. Por otro lado,
todos los libros con características eróticas escritas en Asia, Europa y
América, son joyas que han sobrevivido a las catacumbas de la censura. Ahí
tenemos el Decamerón de Boccaccio, Fanny Hill de Apollinaire, Trópico
de Cáncer de Henry Miller, Lolita de Vladimir Nabokov, Delta de
Venus de Anaïs Nin, La misteriosa desaparición de la Marquesita de
Loria, de José Donoso, Elogio de la madrastra de Vargas Llosa y Las
edades de Lulú de Almudena Grandes, entre otros. Todo este caudal literario
demuestra que la literatura erótica, contrariamente a lo que muchos se
imaginan, se va consolidando cada vez más con autores contemporáneos que
trabajan conscientemente en torno a la literatura erótica. Si esto ocurre, es
porque el sexo es un alimento indispensable en la vida de los humanos y porque
tiene la capacidad de conmover y seducir a los lectores. Al fin y al cabo, a
todos nos interesa el sexo y nos apasiona el erotismo en las obras de arte.
Nuevos tiempos, nuevos desafíos
Los tiempos han cambiado y la llamada “posmodernidad”
ha permitido que los escritores que antes se movían en el anonimato y la
clandestinidad salgan a la luz pública para deleitarnos con su chispeante
fantasía y su pirotecnia verbal, capaces de convertir el tema erótico en una
magnífica obra de arte; mas todavía existen nuevos desafíos, un evidente “destape”
y una juventud dispuesta a modificar los códigos morales de sus abuelos.
Los estudiantes de secundaria ya no tienen por qué
mirar una revista erótica a escondidas, detrás de los muros del colegio o en
un rincón de la habitación. El mundo comercial ha irrumpido en las costumbres
sexuales, introduciendo por todos los medios mensajes eróticos que antes
estaban destinados sólo a los “mayores de 18 años de edad”. Hoy, en
cambio, todo es distinto. El tema de la sexualidad está contemplado desde una
perspectiva mucho más natural, gracias a la abundante información
proporcionada por los medios de comunicación y las innovaciones hechas dentro
del sistema educativo moderno, por cuanto escuchar la palabra “condón” no
es ninguna novedad ni hace falta llamarlo “preservativo” en voz baja y con
el rubor en la cara.
De otro lado, los quioscos de la ciudad están
saturados de publicaciones eróticas, cuyas portadas enseñan las fotografías
de mujeres y hombres desnudos. Cada vez son más las tiendas que ofrecen, junto
a los productos de lencería y “la ropa interior de señoras escandalosamente
escotadas”, una serie de aceites especiales, ungüentos y “dinamizadores de
contacto”. Lejos han quedo los tiempos en que uno, a la hora de asistir a una
“sala X” donde se exhibían películas eróticas en función rotativa,
debía enfundarse en abrigos y colocarse gafas oscuras, para no ser reconocido
por el amigo o el vecino.
En la actualidad, a diferencia de lo que sucedía en
el pasado, los espectadores comentan sin prejuicios las escenas eróticas de El
último tango en París, Calígula o Emanuelle, como si hubiese sido
superado definitivamente el oscurantismo medieval y el puritanismo sexual,
aunque no por esto todo es sexo en la sociedad, pues si bien es cierto que la
sexualidad es una de las pasiones auténticas de los humanos en su proceso de
reproducción, es también cierto que nadie vive las 24 horas del día pensando
en el sexo, por la sencilla razón de que el individuo, en su función de
elementos activos dentro del sistema de producción, debe cumplir con otras
obligaciones ajenas al erotismo, como es el trabajo cotidiano, los quehaceres
domésticos y el cuidado de la familia. No obstante, el erotismo, que reivindica
sin reticencias lo sagrado y lo profano, lo prosaico y lo lírico, es una de las
manifestaciones más sublimes de la condición humana.
Diferencia entre erotismo y pornografía
Así algunos insistan en señalar la línea sutil
que separa al erotismo de la pornografía, nadie es capaz de definir dónde
empieza y termina el erotismo. Lo único cierto es que el texto erótico, tanto
por el manejo del lenguaje como por el tratamiento del tema, debe alcanzar un
nivel estético que lo diferencie del discurso obsceno y grotesco de la
pornografía.
A pesar de estas premisas, sigue siendo difícil
demarcar la diferencia entre la pornografía y el erotismo, un tema tan relativo
como subjetivo, pues la definición que cada lector tiene sobre el erotismo y la
pornografía depende, en gran medida, de su grado de educación, sus
experiencias personales, su credo religioso y su escala de valores
ético-morales, pues todo lo que puede ser pornográfico para unos, puede no
serlo necesariamente para otros.
Ahora bien, ¿cuáles son los verdaderos criterios
que permiten juzgar si un libro es erótico o pornográfico? Las respuestas
pueden ser varias, habida cuenta de que este razonamiento es tanto más
inapropiado por cuanto nadie consigue explicar la diferencia. Y con justa
razón, ya que para algunos no existe ninguna diferencia. La pornografía es la
descripción pura y simple de los placeres carnales; en tanto el erotismo es la
misma descripción revalorizada, en función de una idea del amor o de la vida
social, explica el ensayista Alexandrian en su Historia de la literatura
erótica (1990).
Para ciertos autores, como Vargas Llosa, lo erótico
consiste en dotar al acto sexual de un decorado, de una teatralidad para, sin
escamotear el placer y el sexo, añadirle una dimensión artística. Para otros,
en cambio, todo lo que es erótico puede ser también pornográfico, dependiendo
del ángulo desde el cual se lo mire. Alexandrian, refiriéndose a la doble
moral que parece justificar la visión pacata de algunos comentaristas de la
literatura erótica, explica: “Hay una nueva forma de hipocresía que consiste
en decir: si esta novela (o esta película) fuera erótica yo aplaudiría su
calidad; pero como es pornográfica la rechazo con indignación”. Es decir,
trazan una frontera definida entre lo erótico y lo pornográfico, como quien,
atenido a sus gustos particulares, determina lo que es “buena” o “mala”
literatura.