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La era de las anomalías
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En los umbrales del siglo XXI, el trastorno vinculado a las fobias que define a la época es el denominado ataque de pánico. Sus síntomas reflejan una desestabilización de los sentidos, similar a la de un sistema que implosiona y desbarata sus propios cimientos. Estamos en la era de la anomalía, en donde las nuevas psicopatologías escapan a los síntomas estandarizados, y parecen más bien producto de unas reacciones de desequilibrios estructurales internos, imprecisos e indeterminados. En el vértigo contemporáneo, la generalización del desorden social y la normalización de la catástrofe reflejan la generación de nuevos imaginarios colectivos, y han trastocado ciertas huellas del carácter psíquico (individual y social). La siempre clásica discusión planteada entre psicoanálisis y psiquiatría no parece contemplar la emergencia de estos nuevos trastornos.

En la posmodernidad, Narciso ha trepado a las alturas. Y trajo consigo sus propios trastornos psíquicos y de personalidad. Las clásicas y lejanas neurosis del siglo XIX —sobre las que se basó el psicoanálisis— ya no representan los síntomas contemporáneos. Los nuevos desórdenes parecen tener una indeterminación y una indefinición acorde al signo de la época. La precisión de ciertos síntomas y su regularidad parecen haberse dispersado, en aras de un vacío, de una desustancialización. “Los síntomas neuróticos que correspondían al capitalismo autoritario y puritano —decía Gilles Lipovetzky2— han dejado paso, bajo el empuje de la sociedad permisiva, a desórdenes narcisistas, imprecisos e intermitentes”. La inestabilidad emocional y la vulnerabilidad de los nuevos tiempos han transformado los síntomas fijos en trastornos vagos y difusos.

De alguna manera, las antiguas neurosis decimonónicas sobre las que pivoteó el psicoanálisis constituían trastornos estandarizados. Equivale a aquello que Baudrillard3 denomina con el término anomia: lo que escapa a la jurisdicción de la ley, una infracción a un sistema determinado. En este caso, las neurosis —fobias, obsesiones, histerias— presentaban los mismos síntomas concretos de alteración a la salud mental, el mismo aspecto desviante respecto de ésta. En cambio, los nuevos desórdenes son aleatorios, flexibles y variables, y están en sintonía con aquel otro término de anomalía: lo que escapa a la jurisdicción de la norma, lo que carece de una medida precisa y de reglas certeras.

Las nuevas psicopatologías —entre las cuales los ataques de pánico y los trastornos psicosomáticos figuran predominantemente en los diagnósticos actuales— parecen transgredir la norma, ya no son sólo reacciones a unas agresiones externas, exotéricas, sino que escapan a las clásicas reglas del juego, vale decir, parecen producto de una reacción esotérica, en la que el cuerpo se rebela contra su propio equilibrio estructural.

¿Qué ha sucedido desde las clásicas neurosis hasta los actuales trastornos psíquicos? ¿Qué separa lo anómico de lo anómalo? Si el psicoanálisis es un producto de la modernidad —con base en el racionalismo de la época— concebido a fines del siglo XIX, ha transcurrido desde entonces hasta hoy nada menos que el siglo de las comunicaciones y la era de las nuevas tecnologías, y estamos viviendo en un mundo mediatizado y virtual. En el vértigo de nuestra época, el Desorden —en sus diferentes encarnaciones: azar, conflicto, accidente, catástrofe— se ha ido incorporando a nuestra realidad, reflejando la emergencia de nuevos imaginarios colectivos. Se ha generado toda una cultura del desastre, guiada por un deseo de catástrofe, donde la violencia y la muerte constituyen una ambivalencia: generan angustia y, a la vez, una fascinación morbosa. La coexistencia de estas pulsiones contradictorias —atracción y repulsión— son un emblema de nuestra cultura”.4

Algo nuevo ha acontecido en la era de la anomalía: la espectacularización de la violencia y la domesticación del conflicto han inyectado en el inconsciente los nuevos miedos, las nuevas fobias y los actuales desórdenes y trastornos psíquicos. He aquí el cuerpo (individual/social) y su reacción esotérica: aquél ha logrado desbaratar su propia organización interna, su propia definición.

 

Apunten a Freud

El psicoanálisis, como teoría científica sobre la mente humana y terapia para los problemas anímicos, es hijo dilecto de la modernidad. Según su creador, Sigmund Freud, en el inconsciente se encuentran los impulsos que motivan las expresiones creativas de los individuos, así como las inhibiciones, síntomas y angustias que condicionan su vida personal. Hechura del racionalismo, ha gozado durante muchos años de un importante peso, presencia y capacidad creativa, y ha constituido una práctica revolucionaria y revulsiva en contra de las corrientes generalizadas de la época. A propósito de esto, “la búsqueda de la satisfacción inmediata, el borramiento del espacio abierto a la angustia, la necesidad de obtener respuestas rápidas, no están entre los rubros ofrecidos al que se decide demandar un análisis —postula la psicoanalista Beatriz Marcer.5 Éste requerirá en cambio la posibilidad de interrogarse en un plazo de tiempo, no corto por cierto, y el poder soportar la angustia. El desafío es no retroceder, no dejarse intimidar por la sociedad ni por la cultura oficial, características del psicoanálisis tal como lo practicaron Freud y Lacan”.

Las sociedades posmodernas han mutado la lógica del modernismo monolítico, central, racional y vanguardista, por un hedonismo epidérmico, la vida del aquí y ahora, la velocidad y la rapidez, la seducción inmediata y continua, la glorificación del consumo y la reivindicación individualista. Estas sociedades descubren una revolución interior, un entusiasmo sin precedentes por el conocimiento y la realización personal. “La sensibilidad política de los años sesenta —afirma Gilles Lipovetzky6— ha dado paso a una sensibilidad terapéutica (...); han aparecido nuevas técnicas (análisis transaccional, grito primario, bioenergía) que aumentan aun más la personalización psicoanalítica considerada demasiado intelectualista (...). En el momento en que el crecimiento económico se ahoga, el desarrollo psíquico toma el relevo, en el momento en que la información sustituye la producción, el consumo de conciencia se convierte en una nueva bulimia: yoga, expresión corporal, zen, terapia primal, dinámica de grupo, meditación trascendental; a la inflación económica responde la inflación psi y el formidable empuje narcisista que engendra”.

La ansiedad del hombre por abarcar ese todo que crea, y el nerviosismo absoluto del colectivo social constituyen una marca registrada de la posmodernidad. De allí la proliferación de los tratamientos rápidos, de las psicoterapias light, de la liberación directa del sentimiento de las emociones y las energías corporales, que han debilitado el campo de las terapias racionales —en especial, el psicoanálisis— porque sus tiempos no parecen tener correspondencia con las nuevas demandas. Terapias de la conducta, guestálticas, sistémicas, bioenergéticas, sexuales, flores de Bach, control mental, hipnosis, psicologías transpersonales y holísticas, neurolingüísticas: toda una vivificación de organismos y corrientes psi, técnicas de expresión y comunicación, meditaciones y terapias teñidas de filosofía oriental.

Una gama de corrientes consideradas terapéuticas —sumado al crecimiento de los grupos de autoayuda, de superación personal, esotéricos y místicos— como alternativa para atenuar soledades, inseguridades en los vínculos afectivos, miedos y angustias han arraigado en una sociedad que glorifica el consumo. “En esta proliferación”, indica Enrique Guinsberg,7 “incide también otro aspecto de la realidad actual, distinto pero prototípico del modelo neoliberal. El abandono del llamado Estado de bienestar ha cambiado los sistemas de atención de la salud al privatizar todo lo que se pueda en este campo, con la búsqueda cada vez más brutal de ganancia a corto plazo —característica básica del capitalismo salvaje—, lo que significa un fuerte ataque a todo tratamiento psicoterapéutico más o menos largo y su reemplazo por otros rápidos”.

El vértigo y la velocidad también corresponden a la era de la anomalía: instantaneidad en las comunicaciones y las tecnologías, prisa por no perderse nada, sacralización del presente, glorificación del aquí y ahora. El paradigma de la temporalidad actual es la aceleración, es decir, el incremento de la cantidad por sobre la cualidad, lo que da la ilusión de frenar el tiempo.8 Ese vértigo sofocante trae consigo una inevitable dosis de angustia, generadora de desequilibrios internos en el hombre. Obsesión por no perder el tiempo, por no quedar al margen (excluido, esto es, de lo social, por no responder a las expectativas de la sociedad de consumo, y también de lo temporal, por no volverse obsoleto y arcaico). Las nuevas fobias responden a estos imperativos, equivalen a los desajustes estructurales de un psiquismo —individual y colectivo— convulsionado ante la conmoción de una época de incertidumbres generalizadas.

Para Gilles Lipovetzky,9 la sociedad posmoderna es la edad del deslizamiento, imagen deportiva que ilustra con exactitud un tiempo en que la res publica ya no tiene una base sólida, un anclaje emocional estable. Todo el entorno urbano y tecnológico (galerías comerciales, autopistas, aviones, coches) está dispuesto para acelerar la circulación de los individuos, impedir el enraizamiento y, por lo tanto, pulverizar la sociabilidad. Vértigo, aceleración, deslizamiento: características que, en lo individual, sintetizan el carácter fóbico de los nuevos tiempos. “El paciente fóbico, dadas sus características de ser alguien que está siempre por irse, en viaje permanente, plantea algunas dificultades que muchas veces no llegan a evidenciarse debido a un aspecto nuclear en el curso de un tratamiento psicoterapéutico: la frecuente deserción. La fobia se presenta como una estructura defensiva construida sobre una serie de evitaciones, prohibiciones y precauciones ante determinados objetos o situaciones cuya proximidad despiertan angustia (...); el fóbico desea y teme al mismo tiempo, se asoma y huye, desea curarse pero teme que eso mismo ocurra”.10

En los últimos años, a la proliferación de terapias alternativas al psicoanálisis se han sumado otras voces que apuntan hacia el diván freudiano. Una de ellas es meramente determinista, y da cuenta de que una mutación genética —descubierta hacia 2001— podría ser responsable del pánico y otros desórdenes de ansiedad. Según el artículo de la revista New Scientist,11 esta mutación intervendría en la fabricación de ciertas proteínas que juegan un papel central en el control de las comunicaciones entre las células del sistema nervioso. Se cree que un desbalance en su producción podría provocar en el cerebro una hipersensibilidad ante las situaciones estresantes. El descubrimiento demuestra que existirían bases biológicas y no sólo psicológicas que podrían incidir en el desarrollo de las enfermedades psiquiátricas.

Una mutación genética implica una reacción de desequilibrio estructural del organismo, como si la especie humana fuera capaz de franquear algún punto de su propia naturaleza, del cual es imposible regresar. En esto consiste la anomalía: el cuerpo rebelado contra su propia definición objetiva, al igual que en el cáncer. “En nuestro universo cuaternario”, dice Jean Baudrillard,12 “la revuelta se ha hecho genética. Es la de las células en el cáncer y las metástasis: vitalidad incoercible y proliferación indisciplinada. Pero, ¿quién conoce el destino de las formaciones cancerosas? Su hipertelia corresponde tal vez a la hiperrealidad de nuestras formaciones sociales. Todo se desarrolla como si el cuerpo y las células se rebelaran contra el decreto genético, contra los mandamientos del ADN”.

De todas maneras, esta mutación genética, de confirmarse, sólo intervendría en forma relativa en el desarrollo de las enfermedades psiquiátricas. Como en toda enfermedad, inciden factores ambientales, culturales y sociales, además de los genéticos. El reduccionismo que pretende sintetizarlo todo a partir de la genética es interesado, o carece del debido respeto a las interacciones sociales.

Desde el psicoanálisis surgen sus propias voces de defensa: “La generalización de diagnósticos que dan por sobreentendido que el origen de una patología mental es biológico e incluso genético y su consecuencia, el aumento de medicación, ponen de relieve la profunda irresponsabilidad y complicidad de ciertos sectores médicos”.13 A su vez, otras voces apuntan a las virtudes del efecto transformador de la palabra: “el tratamiento psicoanalítico también produce modificaciones a nivel neuronal que diferentes estudios en neurociencias están encarando desde hace ya unos años. La palabra y la relación operan también sobre el cerebro produciendo nuevas conexiones neuronales”.14

La extensión en el tiempo de los tratamientos y, entre otras cosas, el argumento de que sus resultados no son verificables, han sumido en una crisis al psicoanálisis en occidente, en especial en países como Estados Unidos. Ciertas terapias —ya mencionadas— que atacan problemas concretos y trabajan sobre el aquí y ahora, son furor entre los pacientes de la salud mental. Incluso, dentro de la práctica psicoanalítica se verifica la disonancia de voces. “Hay muchas razones”, expresa Enrique Guinsberg,15 “para pensar que el desarrollo de las ideas de Lacan (y por supuesto más aun del lacanismo) y de las corrientes francesas de moda son las versiones posmodernas del psicoanálisis (...). Y el resultado es tan triste como lamentable: vuelo en la galaxia sin aterrizar casi nunca en ningún lugar concreto, discursos tan complejos como vacíos, ausencia de toda referencia histórica y social específica, preeminencia del discurso florido sin mayor contenido, análisis subjetivos sin ninguna base de apoyo”.

Por otra parte, los avances en las neurociencias, las nuevas generaciones de medicamentos y la ansiedad por la cura, sumado a las modas intelectuales, sociales o consumistas actualizan permanentemente un debate entre el psicoanálisis y los psicofármacos que debería contener, más que una actitud de disputa, una relación de suplencia y complementariedad.

 

Escuchando a Kramer

En la era de Narciso, parece existir una desesperada persecución de respuestas para combatir las fobias, pánicos y todo tipo de trastornos psíquicos. El mundo de la psiquiatría, por su parte, ha dado grandes pasos en el conocimiento de las funciones cerebrales, y la ciencia ha desarrollado psicofármacos que pueden revertir ciertos desequilibrios provocados por la ausencia o el exceso de alguna sustancia en el cerebro. En los años sesenta, las terapias con psicofármacos para tratar la depresión —la enfermedad predominante del fin de milenio y de la cual la OMS ha dicho que constituye una pandemia— producían efectos secundarios indeseables. En esta cuestión, ciertos antidepresivos han mejorado con los años notablemente su eficacia, al reducir los efectos desagradables y actuar con mayor especificidad.

A mediados de los años setenta, los trabajos del científico Salomón Snyder acerca de la sinapsis de las neuronas, y las nuevas drogas de diseño creadas por Brian Molloy y David Wong, dieron sus frutos: en una molécula sintetizada, la fluoxetina, hallaron la “solución”. Al contrario que los antidepresivos clásicos llenos de efectos secundarios con acciones sobre múltiples neurotransmisores, la fluoxetina era un fármaco que selectivamente inhibía un solo neurotransmisor: la serotonina. Era una droga limpia. Trece años después, conocida comercialmente como Prozac, ya estaba disponible en las farmacias norteamericanas.16

A partir de entonces, el Prozac ha pasado de ser un antidepresivo para convertirse en un fenómeno social. Una cápsula de gelatina rellena de 20 miligramos de clorhidrato de fluoxetina y un poco de almidón como excipiente ha sido protagonista de portadas en los más prestigiosos medios de comunicación. Usualmente está indicado en el tratamiento de determinadas depresiones y en sus ansiedades asociadas, así como en ciertas bulimias nerviosas y en algunos casos de trastornos obsesivo-compulsivos.17

Pero lo que ha hecho de la cápsula de Prozac poco menos que la píldora de la felicidad es el libro que publicó en los años noventa el psiquiatra norteamericano Peter D. Kramer. Titulado Escuchando al Prozac. Un psiquiatra explora el campo de los antidepresivos, su autor considera la aparición del fármaco como un acontecimiento de resonancia social generalizada. Panacea comparable al soma de Aldous Huxley, en su best seller —según sus detractores, carecía de fundamento científico sólido— Kramer defiende el uso del Prozac no ya para sus indicaciones autorizadas, sino también para otros trastornos: pérdida de la autoestima, anhedonia o imposibilidad de sentir placer, estrés, ansiedad, timidez, tristeza y, sobre todo, distimia, un diagnóstico psiquiátrico en donde se engloba a las personas que no cumplen los criterios clásicos de depresión severa pero que suelen estar casi siempre tristes, son más bien pesimistas y en los que es frecuente el cambio en el estado de ánimo.18

En una sociedad cada vez más carcomida por la competitividad y el éxito a cualquier precio como patrón y referencia social de la felicidad, los incondicionales de esta droga y sus mágicas propiedades aseguran dos resultados simultáneos, que a menudo resultan incompatibles: un espíritu de ejecutivo y una menor ambición. Por su naturaleza animadora del humor, convierte en extrovertidos a los tímidos y tolerantes a los perfeccionistas. A su vez, Roy Porter, autor de Historia social de la locura, había calificado al Prozac como “el sucedáneo legal de la cocaína”.19

Los mercaderes de la felicidad química han hallado en el best-seller de Kramer un fulgurante éxito: allí, la droga —según el autor, éste era llamado por ella— se menciona, sin ambages, por el nombre con el que es comercializada por uno de los laboratorios. Pero la pretensión de lograr el bien común incluye los estragos —por banalización e irresponsabilidad en la medicación y la falta de control social respecto de su consumo— que a menudo esas drogas redentoras producen, desempolvando su brillo mesiánico: “La forclución tecno-científica de la subjetividad empuja a olvidar que la depresión constituye el síntoma de lo que no marcha para cada cual en la relación con su deseo. Apreciamos el modo por el cual la asociación ciencia-laboratorios ha vuelto a la vida el fantasma de una felicidad química promoviendo por esta vía una toxicomanía generalizada”.20

Asistimos al advenimiento de una era de la psicofarmacología que Kramer ha definido como cosmética, en la cual pueden hallarse determinados fármacos para mejorar nuestra personalidad o nuestro rendimiento laboral, social o sexual (en este último punto, el eterno fantasma obsesivo de la potencia sexual infinita parecería realizarse con una píldora, el Viagra). El propio Kramer argumenta su estrategia cosmética: “¿Cuál es la verdadera personalidad de un individuo, la que tiene cuando no está medicado o la que logra cuando, con pastillas, su neurotransmisión mejora? ¿Por qué es éticamente tolerable la cirugía plástica para los que no están contentos con su cuerpo y no va a ser comprensible el que alguien consiga, con un fármaco, adaptarse mejor a la vida diaria y ser, por tanto, más feliz”.21

Pero el empuje a la toxicomanía conduce al aplastamiento del deseo singular, de la memoria histórica y de la subjetividad. La creencia en la función de un fármaco como instrumento mágico capaz de convertir a un sujeto en otro diferente implica un empuje hacia el olvido subjetivo, a cambio de obtener un cortocircuito de goce en el propio cuerpo. “Nos hemos deslizado al goce cínico de los procesos de segregaciones renovadas en la época de la toxicomanía generalizada. No sólo existen las drogas prohibidas para adormecer o exaltar de un modo artificial (...): las ofertas de innúmeros gadgets que explotan la función de la mirada para hacer gozar a los individuos del goce contemplativo, hasta prótesis farmacológicas que prometen una felicidad química universal”.22

En los umbrales del siglo XXI, atravesado por ansiedades, desórdenes psicosomáticos y angustias individuales y sociales, el trastorno vinculado a las fobias que define a la época es el denominado ataque de pánico. Sus síntomas son un emblema de la era de la anomalía: vértigo, palpitaciones, sofocos, estremecimientos, sensación de falta de control, de terror y de irrealidad. Son los síntomas de una desestabilización sensitiva, análoga a la de un sistema que implota y se desmorona, desbaratando sus propios cimientos. Corresponde al vértigo de las formaciones sociales, a la metástasis de su propia estructura, de su organización interna.

En el medio de la siempre vigente disputa entre psicoanálisis y psiquiatría —y en la que se cuela la hipótesis de las mutaciones genéticas—, en el vértigo de la ansiedad por la cura a través de las psicoterapias o del recurso al abordaje de psicofármacos, los nuevos trastornos aparecen como emergentes de desórdenes imprecisos y difusos. “La patología mental obedece a la ley de la época que tiende a la reducción de rigideces”, dice Lipovetzky,23 “así como a la licuación de las relevancias estables: la crispación neurótica ha sido sustituida por la flotación narcisista”. Sin embargo, a esta flotación, propia del vacío emotivo que caracteriza a la época, debe sumársele un imaginario asaltado por las pulsiones que provocan la violencia y el desorden en el cotidiano social. Vértigo de los nuevos tiempos: la era de la imagen ha introducido una cultura del desastre y de la violencia que nunca han estado presentes en otras épocas.

El estado de inseguridad crónica propio de nuestras sociedades escapa a las normas y a la lógica de las reglas, al igual que el terrorismo. Ambos se insertan en la mecánica de la anomalía. El derrumbamiento de las Torres Gemelas marca en Occidente la definitiva consagración de la catástrofe como destino fatal.24 Aquélla ha pasado a ser un estado natural, un proceso normal en el escenario social. La generalización del desorden y la normalización de la catástrofe han debido, sin dudas, trastocar ciertas huellas del carácter psíquico (individual y social). Y han traído consigo nuevos trastornos cuyos síntomas son análogos a aquellos producidos por los ataques de pánico.

La desestabilización de los sentidos propia del pánico que resume la época también define a la anomalía, que equivale al desequilibrio y al descontrol, al trastorno indisciplinado y a la ausencia de sentido. En estas alturas, puede hasta sonar descontextualizada la clásica y eterna discusión planteada en torno a resolver los padecimientos psíquicos de nuestra era.

 

Fuentes

  • Lipovetzky, Gilles; La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Colección “Argumentos”, Barcelona, 1986.

  • Baudrillard, Jean; Las estrategias fatales, Anagrama, Colección “Argumentos”, Barcelona, 1984.

  • Imbert, Gérard; “Azar, conflicto, accidente, catástrofe: figuras arcaicas en el discurso posmoderno (entre lo eufórico y lo disfórico)”, en Textos de las III Jornadas sobre Imagen, noviembre de 2001 (http://www.uc3m.es).

  • Marcer, Beatriz; El psicoanálisis en los límites, Cuadernos Sigmund Freud, Nº 19 (1997); Escuela Freudiana de Buenos Aires (http://www.efba.org).

  • Guinsberg, Enrique; “Lo light, lo domesticado y lo bizantino en nuestro mundo psi”, en Revista Subjetividad y Cultura (http://members.xoom.com/roalve).

  • Cao, José Luis; “Vivimos en una cultura de fascículos”, en Clarín, Sección “A fondo”, Buenos Aires, p. 20, 20/9/1998. Entrevista de Jorge Halperín.

  • “Fobias sexuales y ataques de pánico”, en http://www.sexo.vida.com/publicaciones/articulos/fobias.htm.

  • Ilczyszyn, Gabriela R., Guri, Juan C.; “La mutación genética, responsable de los ataques de pánico”, en http://www.healthig.com, 24/8/2001.

  • Bleichmar, Silvia; “Los peligros de la medicación fácil”, en Revista de Cultura Ñ, Nº 1, Ediciones Clarín, Buenos Aires, 4/10/2003.

  • Vázquez, Luis A.; “Diván o pastillas: la polémica continúa”, en Revista Ñ, Nº 3, Buenos Aires, Ediciones Clarín, 18/10/2003.

  • De la Serna, José Luis; “El fenómeno Prozac”, en http://www.el-mundo.es (suplemento Salud).

  • Sanchis Fortea, Manuel, y Martín Yáñez, Elena; “Una moda americana nada mágica: la fluoxetina”, en Alcohol y drogas: depende de todos (http://www.valencia.csi-csif.com) y en De la Serna, José Luis, ob. cit.

  • Sinatra, Ernesto S.; Ideales del fin del siglo, en http://membres.lycos.fr.

 

Notas

  1. A lo largo del artículo, el término anomalía —tomado del filósofo Jean Baudrillard— será definido a partir del significado acuñado por el pensador francés. En Baudrillard, Jean, Las estrategias fatales, Anagrama, Colección “Argumentos”, Barcelona, 1984.

  2. Lipotevzky, Gilles; La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Colección “Argumentos”, Barcelona, 1986.

  3. Baudrillard, Jean; ob.cit.

  4. Imbert, Gérard; “Azar, conflicto, accidente, catástrofe: figuras arcaicas en el discurso posmoderno (entre lo eufórico y lo disfórico)”, en Textos de las III Jornadas sobre Imagen, noviembre de 2001 (http://www.uc3m.es).

  5. Marcer, Beatriz; El psicoanálisis en los límites, Cuadernos Sigmund Freud, Nº 19 (1997); Escuela Freudiana de Buenos Aires (http://www.efba.org).

  6. Lipovetzky, Gilles; ob.cit.

  7. Guinsberg, Enrique; “Lo light, lo domesticado y lo bizantino en nuestro mundo psi”, en Revista Subjetividad y Cultura (http://members.xoom.com/roalve).

  8. Cao, José Luis; “Vivimos en una cultura de fascículos”, en Clarín, Sección “A fondo”, Buenos Aires, p. 20, 20/9/1998. Entrevista de Jorge Halperín.

  9. Lipovetzky, Gilles; ob.cit.

  10. “Fobias sexuales y ataques de pánico”, en http://www.sexo.vida.com/publicaciones/articulos/fobias.htm.

  11. Ilczyszyn, Gabriela R., Guri, Juan C.; “La mutación genética, responsable de los ataques de pánico”, en http://www.healthig.com, 24/8/2001.

  12. Baudrillard, Jean; ob.cit.

  13. Bleichmar, Silvia; “Los peligros de la medicación fácil”, en Revista de Cultura Ñ, Nº 1, Ediciones Clarín, Buenos Aires, 4/10/2003.

  14. Vázquez, Luis A.; “Diván o pastillas: la polémica continúa”, en Revista Ñ, Nº 3, Buenos Aires, Ediciones Clarín, 18/10/2003.

  15. Guinsberg, Enrique; ob. cit.

  16. De la Serna, José Luis; “El fenómeno Prozac”, en http://www.el-mundo.es (suplemento Salud).

  17. Sanchis Fortea, Manuel, y Martín Yáñez, Elena; “Una moda americana nada mágica: la fluoxetina”, en Alcohol y drogas: depende de todos (http://www.valencia.csi-csif.com) y en De la Serna, José Luis, ob. cit.

  18. De la Serna, José Luis, ob. cit.

  19. En Sanchis Fortea, Manuel, y Martín Yánez, Elena; ob. cit., y Pavón, Héctor, “El diván o las pastillas”, Revista Ñ, Nº 1, ob. cit.

  20. Sinatra, Ernesto S.; Ideales del fin del siglo, en http://membres.lycos.fr.

  21. Kramer, Peter; ob. cit.

  22. Sinatra, Ernesto S.; ob. cit.

  23. Lipovetzky, Gilles; ob.cit.

  24. Imbert, Gérard; ob. cit.