Antes de las once
La calle vacía, Emmanuel, aun de sonidos, en algún
momento aparecerás de entre las sombras del follaje.
—Quiero verte —repetí cuando no estabas—,
verte y desvariar al contacto de tus manos. Sentir que mi cuerpo se anuda
trémulo, ante el roce de tu piel.
Las horas transcurren lentas. Crece con ellas mi
esperanza. Si no regresas, Emmanuel, te podré regalar otra noche.
—Eres única —susurrabas al poseerme—, sólo
tú puedes amar así —no soy nada, me dije. Y temí hasta del silencio. Soy
casi inútil para los míos. Alguno de ellos necesariamente me ayuda en cada
incursión. Te vieron pocas veces y no les simpatizaste, nada dijeron, pero lo
intuí.
Nadie me acompaña ahora, la noche es fría. Igual a
ésa de mayo cuando llegaste a mí. Como un presagio las hojas caen, giran y se
depositan húmedas. El viento enmudece, Emmanuel.
Allí estabas con tus ojos claros, y yo, sonriente,
esperando. Segura de que finalmente serías uno más de nosotros. Sin pretender
imponerte mis principios. Sólo como ahora, esperando.
La niebla... esta niebla, Emmanuel. No sé si me
rodea o es que emana de mí. Así debe hacerse. No puedo evadir esto, la
responsabilidad es mía. No importa si me cubre la noche o me moja el rocío. No
demores, ¡regresa ya!
—Aunque duela —recalqué—, dime la verdad. Si
no estás de acuerdo, dímelo —nada respondiste, ¿me amabas? ¡Cuánto te he
amado yo a ti! Todo el tiempo estuve inventando pretextos para quedarme contigo,
eludiendo lo demás.
No puedo permitirme error alguno. Los detalles
están considerados. Varias veces he planificado este encuentro.
Todo lo aceptabas, Emmanuel. Demostraste comprender
claramente lo que para mí representan las banderas. —Eres tan especial —decías;
mi alma y mi piel se habitaban de caricias.
—No puedo ocultar lo que pienso —te dije una
tarde—, mi accionar lo evidencia todo. Juraste guardar el secreto, Emmanuel,
aunque no te lo pedí. Fue en la época de aquellos sucesos: las muertes de
Sergio y Clara, la desaparición de Danilo. Tú me consolabas, Emmanuel, me
hablabas de la vida que era así, tan dura. Habría de resignarme, tener valor y
¡qué sé yo! cuántas otras cosas decías.
El momento llegará de todos modos. Estoy segura de
que será pronto. Quiero reconstruir tu rostro, grabar en mi memoria tus ojos
azules, Emmanuel, mientras quede tiempo.
Tantas cosas te brindé. Todo lo compartí contigo.
Nada de eso te cambió. En el fondo no te importaban esas muertes. Algo crecía
en mí, era la duda.
Demórate, me da lo mismo. Tómate el tiempo que
quieras. De todos modos te estaré esperando. Si no es aquí, será en cualquier
esquina. Nada sabes del hambre, el dolor, la miseria. Nada sabes tú, el de los
bolsillos llenos,¡llenos de tu precio, Emmanuel!, ¡tonta de mí, ciega!
Me ha mentido, pensé. Lo sabe todo. Únicamente los
dos disponíamos de esos datos, y yo nunca he traicionado. No imaginas las veces
que te seguí, Emmanuel, hasta descubrir finalmente a los que te entrenaron. —Te
amo —dije entonces y aquella voz ya no era la mía—, te amo, pero debo
partir sola. Es una urgencia, compréndelo —te enredé con un embuste. —¿Me
esperarás? —pregunté fingiendo temor; todo lo creíste. Me asombró,
Emmanuel, el resultado de mi actuación.
Las hojas mustias aún caen, la noche avanza.
Cuántas noches caminando sobre otras hojas rondé la verja de esta casa. Podía
adivinar tu sombra, detrás de las persianas. Sentir tu aroma, tu respiración.
Cuántas veces, Emmanuel, la hierba se resquebrajó a mi paso. Imaginaba tu
cuerpo, tu boca besando mis senos. Noches en que me torturó el insomnio,
asumiendo este mea culpa.
A nadie hablé del niño que viene. Después de
saber quién eres, la situación es clara. Nuestro hijo no sabrá de esto,
Emmanuel, te lo prometo.
Van a dar las once, detrás de la niebla te percibo.
No pueden ser otros sino tus pasos los que retumban en mi cerebro. Eres tú, con
esos ojos que miran incrédulos. Tarde lo comprendes, mi ademán es rápido, en
esta última vez.
La calle manchada, Emmanuel, se va poblando de
tristeza.
Epiciclo
Desde que se había acercado me gustó la textura de
su chaqueta: suave y perfumada. En ese momento me pregunté si se trataría de
una prolongación de su piel. Pude sentir el tejido y el aroma de la prenda
después que él se la hubo quitado para colgarla en el respaldo de la silla. La
calefacción estaba conectada y desde afuera llegaba un rumor de tráfico
atascado. Gloria se había despedido luego de presentarnos y nosotros dos, por
un momento, permanecimos escuchando nuestro silencio interior.
—¿Qué hacemos? — preguntó él—, ¿vamos a
simular que no nos conocemos? —su voz continuaba siendo única. Era la misma
que me fascinaba en la época de la universidad. En ese instante volvió la
sensación guardada: dulce como su acento y se fue filtrando cálida desde mi
interior—. No, por favor. Se trata de una equivocación de Gloria. Han
transcurrido varios años, pero eres inconfundible.
—Aunque no tengo tus singularidades —lo dijo en
voz baja y su intencionalidad connotada me provocó calor en la cara. —¿Y
eso? Al parecer, nunca antes habías considerado mi existencia —me pidió que
a partir de ese momento excluyera la palabra “antes” y, al mismo tiempo que
se vaciaban nuestras copas, rememoramos las situaciones vividas por separado.
Nuestra charla, premonitoriamente, fue adentrándose
en el ritual tantas veces fantaseado. —¿Nos vamos? —me preguntó en algún
momento tomándome de la mano y yo respondí con mi silencio de aceptación.
Caminamos por primera vez juntos, hasta un garaje para buscar su coche. —Por
lo visto nos va muy bien —fue el comentario que hice al ver la marca y el
modelo del vehículo. —Es a ti a quien sonríe la suerte —dijo—. No se te
ven los años, has hecho carrera, y... escribes que da envidia.
Sus palabras me estimularon: él me leía. La
emoción trajo, por segunda vez, un tiempo anterior en el cual no falté nunca a
sus actuaciones ni dejé de comprar sus discos. Durante años fui devota, más
que de su guitarra, de su voz ensoñada. Como las demás, también lo había
amado sin correspondencia.
Sentí su miraba fija en mí, como en busca de
respuestas; mi turbación demostró el logro de su propósito. —Sí —afirmó—,
todo es mutable. Yo no terminé los estudios, no canto más en público, mi
segunda esposa me abandonó hace dos años y me evado tanto de lo cotidiano que,
en este momento... —mostró su billetera abierta— no tengo ni para gasolina.
—No pasa nada —me escuché diciéndole—, esta
vez la compro yo. —Vamos a mi cabaña de campo —propuso después de aceptar
mi ofrecimiento y suavemente me atrajo de costado hacia él para decirme algo al
oído—, quiero hablar contigo en un lugar tranquilo—. Su perfume y la
musicalidad en su aliento me erizaron hasta la médula. —Esa historia me la
han contado antes, ¿no se te ocurre algo más original?
Quise darle mi tarjeta de crédito, pero argumentó
que era mejor el dinero en efectivo porque también necesitaba algo personal de
la farmacia. Imaginé cuál podría ser su compra de botica y sentí depositarse
una agradable humedad en mi ropa íntima. Finalmente lo esperé dentro del
carro, cuando él descendió en una calle de las afueras, para después regresar
con algo de comida ligera y unas botellas.
A nuestra llegada, le sucedieron algunos minutos de
actividad hogareña compartida. Me enseñó las dependencias de la cabaña, el
emparrado de buganvillas y sus plantas exóticas colgantes. Revisé algunos
títulos de su pequeña biblioteca: biografías de Hendrix, Dylan, Richards y
¡todas mis obras publicadas! En mi homenaje, cortó una orquídea blanca para
adornar el centro de la mesa, yo dispuse la vajilla y él se encargó de servir
la comida de celebración. Me sentía un poco cohibida, pero al calor del vino
fui entrando en mayor confianza.
—Tal vez no lo creas —dijo de pronto—, pero
llevo algún tiempo interesándome en conocer tu vida. Sigo las notas sobre ti
en la prensa y tus apariciones en televisión. Sé por ejemplo que, aparte de
viajar continuamente no tienes pareja en la actualidad —le confirmé que era
tan libre como él y sugirió un brindis doble, por ambos.
Concluida nuestra cena me propuso una audición
privada. —Nos la merecemos, ¿no crees? —sus manos descendieron por mi
cuerpo—. Qué ganas locas de comérmelo íntegro —comentó abrazándome. Fue
la única vez que me supo delicioso el té de zanahorias. Hizo preguntas tales
como quién había sido mi última pareja y alguna más.
Podía haber eludido las interrogantes, pero
reconozco que no intenté domar mi memoria (ni las otras memorias que
continuamente me atraviesan). Quise liberarme de mi última frustración. —No
funcionó exactamente como pareja —aclaré—, pero tuve algo con un
extranjero—. Él me escuchó mientras revisaba las conexiones de la guitarra.
—Bueno —dijo sentándose—, ¿cómo fue finalmente?—. Confié en mi
intuición y lo detuve en algún lugar de su itinerario para compartir una
noche. Terminé enamorándome de él y aún duele. —Lo lamento por ti, pero
verás cómo se te pasa más pronto de lo que crees —acarició una de mis
rodillas—, ¿te escribe por lo menos? —Está nuevamente de paso y tiene una
amiga. —Vieja táctica universal —comentó—. Llama tu atención
provocándote celos y nuevamente estás a punto de pisar el palito —no me
dirigía la mirada mientras decía esto—. Si me permites, pienso que él es un
hombre con suerte: toma un avión y en cuanto aterriza conquista a la mujer que
yo... ¿Qué le pasa a tu inteligencia?, ¿acaso ha cambiado?
Estaba sorprendida por todo lo que él dijo y
emocionada por lo que no concluyó. No quise beber más para no terminar triste
ni borracha. —No vayas a pensar ahora que esa historia abrió esta otra. —Me
da igual —respondió—cada uno tendrá finalmente lo que deba de tener. Por
favor, no me hables más de ese hombre. No sé si te has dado cuenta de algo: no
estoy interesado en él.
Tocó la guitarra y cantó como lo hacía antes. El
deleite y la desazón alternaban en mí al pensar que ese momento sería
irrepetible. A pesar de mi ansiedad por lo que, según mi imaginación,
sobrevendría, pude disfrutar plenamente de su voz. Al finalizar trajo uno de
mis libros y me pidió que leyera algo erótico para él.
La madrugada había invadido todo. Una fría y rala
bruma penetraba por el ventanal, sólo se escuchaba mi voz descifrando la
escritura. Por momentos yo levantaba la vista del papel y me sentía penetrada
por el brillo de sus ojos verdes. Hasta que se acercó para estrecharme entre
sus brazos. —Debo tenerte ahora, déjame hacerlo.
Me tuvo como él lo exigía: en el momento y allí
mismo, y yo, al fin, pude poseerlo íntegro, en todas sus dimensiones. Y fui
para él única, y a la vez todas las que escondo detrás de mis máscaras:
sumisa, dómina, amazona y mujer vampiro.
Era de día cuando fui a buscarlo al baño porque su
ausencia se prolongaba. Lo encontré sentado al borde de la bañera. A través
de un cilindro delgado aspiraba lo que aún quedaba de una raya de cocaína,
trazada sobre el lavamanos. Había restos esparcidos por los azulejos del
piso. —¿Quieres un poco? —dijo poniéndose de pie. —No, te lo agradezco,
pero yo paso de estas prácticas. Estaré esperándote en el dormitorio.
Aún desnuda, me tendí de espaldas sobre la cama y
no pude evitar el llanto. ¿Cuándo había sido la última vez que me miré por
dentro? Él regresó, aunque nada pregunté sobre lo visto, dijo haberlo
necesitado porque yo le quedaba demasiado grande. Sentí que precisaba de mí en
ese instante. Me abracé a él en silencio.
Quizá fue la presión de mis senos y mi sexo en
contacto con una de sus piernas los que hicieron que retomara la iniciativa, y
continuamos disfrutándonos incansablemente hasta que al finalizar la tarde yo
quedé extenuada y él pasó a un estado de laxitud y luego a otro de sueño
profundo. No intenté acompañarlo imaginariamente. Comprendí que estaba
buceando por algunas profundidades en las cuales no me necesitaba como guía.
A partir de ese día han sido arrancadas varias
hojas de mi calendario, tuve dos pretendientes y he publicado un libro nuevo.
Hoy guardé este último en mi bolso, junto con algún dinero en efectivo. He
comprado rosas blancas, un juego de cuerdas para guitarra eléctrica y una
botella de vino.
Tal como lo ha hecho él, esta noche he regresado al
bar porque hace frío.