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La decisión
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Para Amir por confiar

Zaida decidió no ir al trabajo y quedarse un poco más en la cama con esa actitud indolente que solía irritar a su marido. El dolor del brazo la había molestado toda la madrugada. Se volteó con lentitud y fijó sus ojos de almendras en las vigas carcomidas del techo de la amplia habitación. Su casa de más de 150 años, la había heredado de su abuela antes de morir. Le gustaba la casa, el olor a madera que sudaban los muebles antiguos y labrados, los roperos ingleses de cedro que daban un olor especial a sus ropas. Amaba esta casa desde niña, pensó, y recordó aquellos días cuando su padre la llevaba a ver a la abuela en su día de cumpleaños, entonces aprovechaba para jugar con los primos mayores que casi nunca veía, porque así lo dispuso su madre que no soportaba el “estiramiento” de la familia, como dijo alguna vez a su padre, y nunca les pudo perdonar que no la quisieran. Entonces Zaida no entendía esas cosas de dinero, o de clases, sabía que le gustaba ir a la casa de la abuela y le hubiera gustado hacerlo con más frecuencia, para disfrutar de su compañía, le gustaba que le contara de sus viajes, la historia de la familia, o que le dijera cómo debía caminar, cruzar las piernas o saludar a los caballeros, así era la abuela de chapada a la antigua, pero ella aprendió a amarla y escuchar con atención sus consejos. La abuela dormía en la más confortable de las habitaciones de la casona colonial —que hoy era su recámara—, una habitación espaciosa e iluminada desde donde podía ver el paisaje de su jardín, en especial el espectáculo luminoso y colorido de sus orquídeas, sus flores favoritas. También allí estaban, dispersos por todos lados, los objetos traídos por la abuela de sus viajes y que ahora, cada uno le recordaba esos lugares extraños y exóticos de los que tantas veces le contó. Zaida los miró con ternura y, por qué no, cierta tristeza por aquellos días de la infancia ya idos. Recordó que mientras la abuela le contaba esas historias, tomaba sus manos pequeñas entre las suyas fuertes y suaves. Eran hermosas sus manos, en cada gesto había una certeza y una pasión que encantaba a todos, en especial a ella. Pensó cuánto le gustaba lanzarse con frenesí a sus brazos y apretarla muy fuerte mientras la besaba, hasta escucharla decir riendo: “Basta, chiquilla, basta”. Olía a jazmín y Zaida después en su casa recordaba ese olor suave y dulzón y sentía como si la abuela estuviera allí para protegería de todos los peligros. Hoy sabe que ese olor estuvo destinado a acompañarla siempre. Después de la muerte de la abuela desapareció y ella sintió nostalgia de aquel olor que ya no estaba para devolvérsela. Hasta aquel mediodía, que en una ola de aire inesperado regresó. Luego comenzaría a sentirlo en todos los sitios de la casa por donde andaba. A ella le parecía que en cualquier momento iba a escuchar su voz protectora: “Zaida, Zaida, dónde te escondes niña”. El recuerdo de su abuela la llenaba de paz, una paz que desborda sus sentidos. Así lo ha estado sintiendo en estos días que ha pensado todo el tiempo en ella, que la trae metida en la cabeza. En especial esta mañana, que rondan ideas extrañas que la confunden y excitan. ¿Qué será mi vida a partir de ahora? Pensaba. Sentía que era arrastrada noche adentro en medio de un silencio inesperado y doloroso. Sacudió con fuerzas la cabeza como si quisiera espantar esos pensamientos. Hoy no desea salir a la calle, no quiere hablar con nadie, a pesar de esa paz, hay una tristeza que no deja de rondar desde que recibió la noticia, sabe que es inevitable. Recordó el día que fue a verla a su regreso de la Universidad. No quiso decirle a su madre, a pesar de que sabía que las cosas entre ellas habían cambiado, lo que había sido por mucho tiempo un silencio desafiante, era ahora una amistad discreta y serena entre dos mujeres de más de 50 años que se respetaban y querían a su modo. La imagen que vio esa mañana, no ha podido olvidarla. Tendida sobre la cama estaba la abuela, envuelta entre sábanas que olían a sudor y vejez. Aquel cuerpo esbelto y fuerte que conocía tan bien, estaba frente a ella, gastado y enjuto. Demacrado por la desmemoria y la enfermedad, apenas reconocible. Allí estaba lo que quedaba de su querida abuela, que apenas tuvo fuerzas para reconocerla, y decir algunas torpes palabras sin hilvanar. El encuentro resultó tan profundamente triste que deseó no se repitiera otro igual en su vida. Hacía dos años, le contó después una de las enfermeras, había comenzado la arteriosclerosis. Luego se cayó y se fracturó la cadera, desde entonces, apenas reconocía a sus hijos: “Pero sí le puedo decir señorita que pregunta todos los días por usted”. Le dio gusto saberlo, también ella en España había pensado en ella, y aunque sabía que estaba enferma, su padre nunca le dijo toda la verdad. Ahora entendía que no había querido preocuparla, hubiera regresado de inmediato. Prometió mudarse esa tarde. Su corazón le decía que había muy poco que hacer por un cuerpo y un espíritu que se resistían a luchar. Daba la impresión que ya se había cansado de estar viva. Pudo verlo en sus ojos claros que por un instante brillaron de alegría al volver a verla. Entonces levantó una de aquellas manos marchitas y la sostuvo con ternura entre las suyas y lloró.

Cómo pudieron ser tan diferentes y adversas las cosas, se lo ha preguntado mil veces. Aquel sería un día trágico, el peor de su vida, pero entonces estaba lejos de sospechar hasta dónde las circunstancias pueden conducirnos y cambiar nuestra vida para siempre. De pronto todos los acontecimientos se suscitaron de golpe con una brutalidad silenciosa y cruel. Como la llama de un cerillo que estalla, los recuerdos volvían a estar muy claros en su cabeza. Podía ver y sentir la catástrofe con la precisión y exactitud que ocurrió, pero no quería recordar, tampoco la imagen de aquel gato negro que atropelló en España y la voz chillona y sucia que le gritó desde algún lugar: “Quedarás maldita para siempre y te perseguirán las desgracias”. No es que fuera supersticiosa o creyera en maldiciones y esas cosas, pero desde entonces sospechaba la perseguía la tragedia.

Creía estar segura que su vida pudo ser mejor, a pesar de aquel oráculo maldito, si se hubiera casado con Andrés o se hubiera quedado en España al terminar la universidad. Hacía 20 años que estaba casada con un hombre al que creyó amar para siempre y con el que soñó vivir el resto de su vida. Hoy se daba cuenta que había construido una vida falsa, que se habían derrumbado todas sus ilusiones. Sus días transcurrían entre una Zaida de vida profesional exitosa que todos conocían y admiraban y otra, sumisa, que se había acostumbrado a callar y bajar la cabeza con humildad pensando que aquella obediencia era parte del amor. La verdad, era que no se comprendían, que su matrimonio se había ido a bolina vertiginosamente sin que ninguno de los dos se atreviera a poner fin a la situación. Cada vez escaseaban las conversaciones y aumentaban los pretextos, las excusas y las prisas. ¿Cuándo comenzó todo? No podía recordar exactamente pero desde hacía algún tiempo se venía cuestionando su vida, su felicidad, que tantas veces él, le tiró en cara. “¿Qué te hace falta? Tienes todo para ser feliz”. Pero a qué llamaba su marido tener todo. Él que cada día estaba más distante, frío, y de pronto, ella se quedó al margen de su vida. Esa no era la felicidad que necesitaba, lo necesitaba a él, cerca, como al principio, necesitaba su compañía. Así le dijo y le reclamó muchas veces, pero nunca se atrevió a decirle, a pesar de tener ganas de gritarlo con todas sus fuerzas: ¡No soy feliz, todo se fue al carajo! Sí, se acabó —dijo en voz alta. Se fue para dar paso a los silencios, al cansancio, a los enojos constantes. ¿Qué pasó? ¿Dónde estuvo su error? Entonces no supo o no quiso saberlo y decidió olvidar y continuar una farsa donde no sabía qué papel ocupaba, sólo estaba ahí, con sus odios alimentados de tanta frustración. Hasta hoy, que mirando las carcomidas vigas de su cuarto, comprende que estuvo equivocada desde el principio. Ella lo amaba. ¿Y él? Una vez creyó que sí, hoy no sabía. El amor de uno solo no basta para hacer una vida juntos. ¿Cómo sospechar que el amor a veces no es suficiente y se convierte en decepción? No, no estaba arrepentida de su matrimonio. Siempre dio todo lo que pudo y hasta hace tres meses estaba dispuesta a darlo todo. Hoy era diferente; reconocía que ella tenía parte de culpa, no siempre supo cómo resolver muchas situaciones, pero aun así estaba segura que nada justificaba la falta de amor. “Lo que le pasa a tu marido, es lo que a cualquier hombre que se ha quedado atrás y vive con una mujer exitosa y con dinero”, había comentado una de sus amigas, pero no podía entenderlo. Además, su marido era un hombre tan seguro, que nunca se le ocurrió pensar que algo semejante pudiera lastimarlo. No, la razón era otra, había dejado de amarla, así de sencillo. No la amaba. Pero, ¿por qué seguía con ella? ¿Acaso sentía lástima de su amor? ¿Por misoginia? El timbre del teléfono la sacó de sus pensamientos. No quería hablar con nadie. Cerró los ojos y el rin, rin se fue apagando en su cabeza hasta quedar un silencio lacio, donde la mano de la abuela acaricia su cabello mientras ella mira sus ojos azules y almendrados como los de su padre y los de ella. Está diciendo algo pero no puede escucharla, sólo ve la tristeza blanda que escurren sus ojos. Abuela, estoy muriendo —dice, aun cuando sabe que no puede oírla. Desea que tome sus manos y le diga que no tenga miedo, que está ahí para cuidarla, que todo va a salir bien. Necesita retenerla pero sabe que al abrir los ojos, se habrá marchado como lo hizo una vez para siempre.

Recién había cumplido 43 años, y no tenía hijos. Aunque le hubiera gustado tener dos, para que se acompañaran —mírala a ella, sin hermanos. Claro en ocasiones los hermanos no son lo que se espera, es el caso de Nuria su amiga. Ya era demasiado tarde para pensar en eso y pasó la mano por su vientre. “Cualquier momento es bueno para tener hijos”, había dicho Javier, pero nunca llegó ese momento. Tampoco ella hizo el esfuerzo por buscarlo, estaba tan ocupada con sus proyectos. Además él tampoco nunca se lo pidió, y ella prefirió dejar que ese deseo cayera al olvido como otros tantos. ¿Por qué siempre tuvo que esperar que él decidiera por ella? Sus ojos cansados por la mala noche se detuvieron entre las vigas, como queriendo encontrar una respuesta más allá de la oscura madera del recuerdo. Le dolía el brazo, era un dolor agudo e insoportable como aquel que ha sentido muchas veces frente a la indiferencia de Javier. Se sintió deprimida y con ganas de llorar. Te estas poniendo pesimista, quién lo diría, verdad, tú la fuerte, la que parece tener siempre todas las respuestas, dijo, mientras mira las vigas y descubre una pequeña salamandra que la observa, sus ojos y los del reptil por un instante se encontraron y todo su cuerpo se estremeció, sus manos comenzaron a sudar y un leve temblor, como un escalofrío, invadió su cuerpo. No sabía por qué, desde hacía un tiempo, estos indefensos animales le causaban tanto pavor: “Es que le tienes miedo, sólo eso”, había dicho Javier. No era cierto, cuando niña las cazaba para jugar. Volvió a levantar la mirada buscándola pero la salamandra había desaparecido. Es posible que hubiera alucinado. No, estaba segura que se había visto un instante en el fondo de aquellos pequeños ojos tan negros como la boca de la muerte. Nunca había pensado en la muerte como algo cercano, tangible, no sabía por qué de repente tenía miedo. Ojalá estuviera la abuela, tal vez pudiera decirle que se siente estar muerto. Vaya cosas en que piensa. Decidió levantarse y darse una ducha. Bajaría a desayunar y luego iría al jardín a ver sus orquídeas. Ojalá pudiera jugar un rato con su perro, el doctor se lo ha prohibido. En ese momento la sorprendió el temblor de un llanto inesperado. Se había prometido no llorar y enfrentar esta situación con valentía. Odia esas gentes que necesitan las compadezcan. Se odia por ser débil. Ahora comprende que no hay fórmulas o recetas para las situaciones inesperadas. Estaba indefensa y sola. A pesar de tantos tropiezos no está preparada. Nunca estamos lo suficientemente preparados para las desgracias. De lo que sí estaba segura, era de que le urgía tomar una determinación. Las decisiones siempre fueron muy dolorosas en su vida y no quería ahora equivocarse, tenía miedo. ¿Miedo a la soledad? ¿Miedo al que dirán, a fracasar, a que todos de pronto supieran su verdad? Se sentó al borde de la cama y dejó que sus piernas colgaran, le gustaba esa sensación de pesadez. Deseaba tanto, que Javier estuviera ahora con ella, que le hiciera el amor como en aquellos días de recién casados, cuando parecía que no se cansarían uno del otro. Abrió las piernas y pasó lentamente su mano por su sexo, su cuerpo se estremeció. Echo la cabeza hacia atrás y recostó su cuerpo a la cabecera de la cama. Cerró los ojos y las lágrimas corrieron veloces por sus mejillas. Entonces le vino a la memoria aquel día nefasto que le dieron la noticia del accidente de sus padres, fue el mismo que regresaba de ver a la abuela. Nunca pudo tener aquella conversación con su madre. Se fue sin que pudiera decirle todo lo que traía cargando desde hacía muchos años. Amaba a su madre, a pesar del carácter difícil que tenía. A pesar de algunos silencios, las incomprensiones, los malos entendidos que pudieron existir y se clavaron como una espina y ha tenido que guardárselos para ella y cargarlos como su cruz. Desde entonces, su vida cambió. Comenzó su lento peregrinar por una noche que al principio creyó infinita pero que ahora sabe está por terminar. Cuánto deseaba dar marcha a tras a todo, como en las películas, detener el tiempo y volver a comenzar pero ya no era posible. Lo que comenzó siendo un mal sueño que se repitió varias veces, ahora podía verlo con mucha más claridad. Esta ahí, como en un enorme lienzo, claro, transparente, tanto que puede tocar sus miedos, ver sus pisadas torpes y sentir cómo le pesan las piernas cansadas del largo viaje. Sintió frío, un frío agudo y roñoso que le subía por las piernas hasta el estómago. Apretó sus manos al vientre con fuerza y gritó, gritó hasta sacar un poco de aquel frío que la congelaba. Se levantó y quedó de pie frente al espejo. Estaba cansada y triste. En el fondo del cristal la fotografía de la abuela le sonrió. Voy a hacerlo, abuela, voy a hacerlo. Dijo y vio sus ojos, sus grandes ojos de almendra, demacrados por el desvelo, que la miraban con cierta tristeza inquisitiva. En el reloj de la cómoda dieron las 10:00 de la mañana. Aún faltaba para que llegara Javier. No desea estar a su regreso. No desea explicar nada. Ya habrá tiempo. Sí, tiempo es lo que ella necesita. Tiempo para creer en por qué las cosas resultan muy pocas veces como uno quisiera. Cómo quería volver a tener una tarde como aquella de España y se vio en un parque a finales del otoño escuchando un cuarteto de jóvenes tocar música de Mozart. Después siempre evoca ese momento como el más hermoso de su vida. Sólo necesitaba una segunda oportunidad. Decidió que iría a la peluquería para cortarse y pintarse el cabello. ¡Dios mío! Cómo no pude imaginar. La vida para mí siempre fue un enorme calidoscopio y ahora ese calidoscopio se cierra de golpe. ¿Qué estuvo mal? Sé que hay muchas cosas que nunca me atreví a cuestionar, que nunca me detuve a mirar, que dejé pasaran sin detenerme a valorar sus certezas o irrealidades. En ocasiones, por muchas vueltas que damos, seguimos en el mismo sitio. Nunca se había preguntado si era una mujer cobarde. Tenía dudas, y sabía que en algunas ocasiones había actuado torpe y sin sentido. ¿Podía llamarle a eso miedo, precaución o sólo inseguridad? Al menos hoy estaba segura de lo que necesitaba y quería hacer. El dolor del brazo le molestaba hasta irritarla, pero no tenía que darle tanta importancia. Así sería de ahora en adelante, había dicho el médico. Solo debía tomar la pastilla y esperar. —No desesperes —se dijo muy bajo como si alguien pudiera escucharla. ¿Cómo ocurrió todo? Fue aquella tarde que jugaba con su perro, en un intento de tomar la pelota, él se vino hacia ella y chocó con su brazo izquierdo, entonces apareció aquel dolor insoportable, se dejó caer sin fuerzas y apretó su brazo al piso frío, hasta que fue pasando y pudo levantarse y subir a su habitación. Desde ese día comenzaron los dolores, al principio creyó que se había lastimado, o tal vez tenía una leve contractura, pero las molestias que al principio eran espaciadas comenzaron a hacerse frecuentes. Hasta que tuvo que ir al hospital. Después vendrían los días difíciles.

El reloj marcó las 11 de la mañana. Sintió hambre y recordó que aún no había dado de comer a Otto. Además debía llamar a la editorial para lo de su libro de cuentos. De repente se sintió optimista a pesar de que hacía hoy exactamente tres meses de aquel 2 de mayo que el doctor confirmara sus sospechas y que ella decidiera ocultarlo o a todos, en especial a Javier. ¿Por qué no se lo dijo? Estaba segura que era lo mejor. Se quedó por un instante viendo su imagen en el espejo. De súbito un olor dulce a jazmín le regresó el recuerdo de una vida pasada donde había una mujer feliz. Pensó entonces en esa otra que le teme a las salamandras y está ahora frente a ella, mirándola fijamente, con unos ojos enormes de almendras tristes y cansados. Puede ver cómo tiemblan sus manos mientras se quita el anillo que se aferra a su dedo izquierdo y lo pone sobre la palma de su mano, lo mira varias veces, podría parecer que dudaba. Levanta la vista y la mira, se miran como queriendo reconocerse, como si alguna vez se hubieran visto, como si cada una de ella conociera la verdad de la otra, sonríen, sólo se escucha en medio del silencio detenido entre el espejo y la imagen el tintinear del aro al caer.