Artículos y reportajes
Tres poemarios venezolanos

Comparte este contenido con tus amigos

“Paso en falso”, de Carlos San DiegoBaldíos, de Carlos San Diego (2002)

La sola intuición de la entrada de la dialéctica en acción provee momentos de genuina conexión cósmica.

Con las sucesivas decadencias del romanticismo, del modernismo hispanoamericano y de las diferentes oleadas de literatura folclórica y costumbrista con sabor bucólico, la consecuente negación estética por parte de los entonces nuevos escritores relegó la Naturaleza al plano omega de la literatura y especialmente de la poesía (por Naturaleza me refiero al sistema dinámico del medio ambiente y no al conjunto de signos inconexos y estacionarios derivados de él).

Cuando la onda expansiva de la explosión demográfica urbana inducida por la Revolución Industrial se extendió lejos de Europa y Norteamérica, el automóvil de carreras de Filippo Marinetti finalmente alcanzó el dominio estético de un amplísimo paisaje de acero vertical, cristal polarizado y asbesto. Como una de las consecuencias, el lenguaje de los hijos de las ciudades se empobreció de sustantivos concretos para nombrar los otros seres vivos de su medio ambiente. El campo, el bosque, la estepa, el desierto, el mar..., siguieron por ahí en alguna parte, mientras el arte se domicilió en las ciudades. Y no en cualquier ciudad, sino en las más importantes. En esas urbes, el signo cuyo origen primario estuviera ligado a la naturaleza viva se convirtió en metáforas de un símbolo al desvincularse su significante de su significado natural. La rosa que Vicente Huidobro exigió crear y que nos fuera obsequiada por Mariano Brull se convirtió en el prototipo de los elementos de esta para-naturaleza metafórica.

Aunque han transcurrido apenas cinco años del presente siglo, pocas dudas caben de que la nueva onda expansiva es y seguirá siendo por algunas décadas más la producida por la detonación de la información y las comunicaciones, onda que puede provocar la transformación de nuestro planeta en una aldea global. Y la calificación de aldea pudiera ser exacta porque, a la manera dialéctica, esa transformación pudiera traer de vuelta a la Naturaleza como escenario ecuménico. Hoy no es inusual que cualquier ermitaño citadino se pase algunas horas chateando en Internet con alguien que tiene un manglar, un campo de amapolas o un volcán nevado en el patio de su casa. Ese alguien siente y piensa, naturalmente, en el lenguaje de su patio, sin ser por eso un buen salvaje, un audaz explorador o una princesa de la Conchinchina.

El libro Baldíos, ópera prima del poeta venezolano Carlos San Diego, no es una publicación muy reciente (Fondo Editorial del Caribe, 2002, 107 p.) pero sospecho que dada la dinámica contemporánea de divulgación de los libros de poemas, continúa siendo una novedad editorial. Una novedad que no debe ser pasada por alto por ningún amante de la poesía, porque Baldíos es un ejemplo sobresaliente (el mejor que he podido encontrar en los últimos 15 años) del plausible regreso de la Naturaleza al plano alfa de la poesía.

En este poemario, pensamientos propios de nuestra época son comunicados por medio de signos con significantes ajenos al lenguaje de la cotidianidad urbana, pero cuyos significados son naturales para el autor y se transmiten con esa legitimidad lingüística que deriva del contacto con lo ancestral.

El leit-motiv de Baldíos es explicado poco después de la mitad del libro, lo que resulta una excelente idea porque así el lector tiene la oportunidad de intuirlo, sorprenderse con él y digerir la sorpresa antes de congratularse por la aparente coincidencia entre su intuición y las intenciones del poeta, para luego seguir hasta el final de la lectura con la satisfacción de quien se ha adueñado de un poema o, incluso, de todo un poemario.

El motivo conductor en cuestión se hace explícito en el poema “Abuelo Sur”, cuyo excelente título sugiere el tópico ancestral con el sustantivo, mientras que el adjetivo brinda una generosa caracterización de las circunstancias. Luego, el epígrafe tomado de su coterráneo, el literato Rafael Cadenas, confirma la actitud que asume San Diego en su diálogo con y desde la Naturaleza.

Pero aquí el mérito máximo del autor como artista del lenguaje es lograr que en esa conversación estén ausentes el desafuero y la ingenuidad típicos del asalto pintoresco a la Naturaleza. El poeta parece regirse por la célebre exhortación del propio Cadenas de que la palabra lleve lo que dice, e incluso la convierte en una obsesión (la palabra que se debe decir y no sale / se convierte en animal de cacería) que le lleva a pulir sus versos con una paciencia no habitual en la creación literaria de nuestros días.

Sus intenciones se materializan, en forma sublime, en ese corto poema (“Abuelo Sur”) donde, por ejemplo, la vigilia (la vigilancia insomne) del zamuro (pájaro fúnebre), genialmente imaginado como cruz del cielo, mediante la sugestión del título se extiende al celeste marco nocturno de la Cruz del Sur y, por la misma vía, hasta el abuelo difunto.

Esforzándome para extraer momentos excepcionales de un libro sólido, distingo el poema “Hoja de mango”, donde la ontología destilada del símbolo, ya común, de la hoja caída, es revitalizada por la poderosa y grácil inserción del signo en su historia natural (Hoja seca / se despide). También me resultan destacables el exquisito erotismo del poema “Cáliz del vino brujo” (Pasa y enrolla el bejuco de Dios. / Sin ofensas) y la refinada e incisiva denuncia ecológica de “El culo del cielo” (Esfínter del ozono. || Diámetro de la conciencia de poderes).

El ritmo de estos versos es el de un pensamiento sereno, lejano al de la palabra automática, pautado eficazmente con un código metagramatical de sangrías y espacios entre los versos.

Aunque el título del libro sugiere que el poeta pretende describirse y describirnos fuera de las urbes (e incluso de los campos roturados), una de las resonancias que induce esta colección de poemas es la atención a la naturaleza viva en los canteros de flores, los jardines, las alamedas, los terrenos baldíos, los parques, los cielos, los rincones sombríos, las paredes soleadas y en cualquier parte no humanamente viva del paisaje de las urbes y donde sobrevive una multitud de signos que espera aún por la nueva poesía.

 

“Paso en falso”, de Luis Enrique BelmontePaso en falso,
de Luis Enrique Belmonte (2004)

Ninguna sociedad esotérica que se respete admitiría a poetas entre sus miembros porque algunos poetas suelen resultar espías diseñados genéticamente para percibir los secretos más ocultos de sus cofrades y para ser incapaces de refrenar el deseo de hacerlos públicos.

Llamado por la voz de la novia intelectual que no permite el rechazo, una noche (y mil noches más) Luis Enrique Belmonte decidió subir a la azotea del edificio más alto de su extenso barrio. Mientras ascendía, en cada descanso intuyó las historias escritas en las fluctuaciones de las luces traspasadas por debajo de las puertas herméticas de cada apartamento. Detrás de ellas los inquilinos tenían cualquier nombre y sus crímenes, ninguno. Quizás fuese esa la razón por la que ni a él ni a su expresiva novia les satisfizo la intuición y fuese por eso que decidieron correr los riesgos del equilibrista, meditaron y premeditaron, dieron ese paso en falso y, vueltos procesión de ánimas, se filtraron juntos en cada dormitorio para escuchar las confesiones de los durmientes y también de los insomnes.

En su excelente informe de 46 páginas con el título Paso en falso publicado en 2004 por Ediciones Mucuglifo (Mérida), el poeta venezolano descubre a los sucesivos inquilinos desaparecidos después de dejar minúsculos recuerdos para conjuros entre las paredes donde nosotros también morimos; transcribe las plegarias más privadas; repite las últimas palabras dichas antes de sonar los despertadores y exhalarse los alientos de somníferos; devela las criaturas invisibles que pululan dentro de los círculos luminosos de las lámparas sobre las mesitas de noche, las que escapan de los televisores que nadie está mirando y las que se apagan en los ceniceros; define el origen de todos esos ruidos ubicuos que acechan el ocasional silencio doméstico; describe las duchas en que aparece el tiempo para pensar, las cenas sin cocinar, las zonas inmóviles de los guardarropas...

Las imágenes se comunican con un ritmo que transita desde armonías similares a las apoyadas en variaciones métricas, como en “La franja” (Arden / los últimos conjuros de una lámpara, / y por esa franja se deslizan / los esclavos del sueño), pasando por la cadencia exhortativa de los versículos (evidente en la “Oración del carnicero”: Míranos a través de los ojos desorbitados de los bueyes), hasta la gravedad de la prosa (El mirón, recién llegado, anduvo por la sala de baile como un coronel tuerto, melancólico, enumerando todas las bajas, las copas partidas, las botellas descorchadas), pero siempre con un dejo de taciturna sabiduría que invita a dejarse engañar por las apariencias.

Esta mirada cabal de la soledad estéril oculta en la región más íntima de la sociedad urbana moderna tiene el doble doble-filo propio de la mejor poesía: el artista queda vulnerable ante su propia percepción, el lector queda destapado por su propia curiosidad. De esa manera el poeta logra plasmar en este poemario, su cuarto publicado, la cita inicial de Iosif Brodsky: De entre ellos los mejores / fueron víctimas y verdugos a la vez.

 

“Escarcha o centella bebe conmigo”, de María Luisa LázzaroEscarcha o centella bebe conmigo,
de María Luisa Lázzaro (2004)

El libro Escarcha o centella bebe conmigo (2004, Editorial La Escarcha Azul, bajo el patrocinio de la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes y Fundalea) es el cuarto poemario de la escritora venezolana María Luisa Lázzaro (Marial).

Los poemas incluidos en esta selección fueron escritos entre 1989 y 2002. El dato resulta extraordinario cuando se tiene en cuenta la homogeneidad del discurso. Y es que esta antología es suma de variaciones sobre un arte poética nacida como catarsis del escritor ante la conciencia de la posesión de su ego declamador por la trinidad: amor, padre incomprensible y omnipotente; angustia, manifestación inmaterial y omnipresente del amor; escritura, realización material y omnisciente de la angustia. No se produce tal catarsis si alguno de los elementos de esa trinidad no se obsesiona con el poeta. Es muy poco probable que el triple punto de coincidencia en las obsesiones haya sido una constante durante trece años. Lo natural debió ser la ocurrencia casi-periódica del mismo. En este caso, la frecuencia habría sido de aproximadamente una vez cada dos meses y diez días. Tan alta frecuencia explicaría la admirable persistencia de la duda. Porque, como sucede tan a menudo, el manifiesto desplegado a lo largo de las 65 páginas del poemario parece revelar más dudas que convicciones sobre el estado vital asociado a la creación poética. Yo diría que es, precisamente, la convicción de la escritora en la duda, y no en las respuestas, la causa de su recurrente atracción hacia el tema.

Las virtudes del libro se distribuyen en su eje vertical. Las palabras, mientras son arrastradas a lo largo del eje por pequeñas corrientes ascendentes y descendentes del aliento, se condensan sobre los signos y luego colisionan entre sí. Este movimiento turbulento propicia la coalescencia heterogénea entre las palabras y da lugar a versos organizados en un espectro de significados con forma de tricornio, donde cada pico se corresponde a una de los significantes de la trinidad amor-angustia-escritura. Con la réplica a diferentes escalas de la oscilación vertical, los versos ganan gravedad y se precipitan, arrastrando con ellos contradicciones más leves. De esta manera, en la primera fase de percepción, la caída se vuelve el sentido dominante. Casualidad o causalidad, este sentido parece señalarse en el libro con la geometría de muchos de sus poemas.

Los versos finales del poema “Abro los brazos ávida” nos provocan a no considerar la caída únicamente como el sentido inverso de la creación, sino como una rama imprescindible en el ciclo de la re-creación. Llegado ese momento en la lectura, mi especulación se ovilló en el aforismo que asegura que todo lo que sube tiene que bajar... A pesar de que el radio de acción de esa regla es mucho mayor que la sombra del manzano de Cambridge (y aun que el perihelio de Mercurio), no es difícil encontrarle contraejemplos (e.g. el valor del dólar expresado en términos de cualquier moneda tercermundista). Por lo mismo, uno puede desafiar el sentido común y proponer un complemento no menos universal e incierto: ...y todo lo que baja tiene que subir. La fría gota de lluvia regresa a las alturas como vapor de agua, como savia y como sangre de pájaro; el fruto ahíto de madurez sobre la tierra es reascendido como tronco de árbol, como norte del rastreador y como fórmula matemática; el imperio caído es levantado nuevamente por la nostalgia, por la pretensión de los nombres y por la dialéctica histórica. Así, todo lo que cae tiende a recuperar o superar la altura máxima a que alguna vez estuvo, para luego encontrar irresistible la atracción de tener peso y volver a caer. Cada culminación del ciclo genera un cambio de calidad: esa es la esencia de la re-creación.

En este ambiente trinitario de re-creación, la escritora danza con el amor a las ontofonías reveladas mediante la fragmentación de la visión (“Bienestar de especies / que resuelven / un día cualquiera de oficina: / viernes social... / sordera de afuera; / pátina, barniz”), con la angustia que conduce al desmantelamiento del lenguaje (como afable ejemplo véase la incorporeidad sugerida mediante la desintegración de la palabra en el verso l e v i t a n d o, del poema que comienza con He accedido a una parte de su cuerpo) y con la escritura automática (Prescrita agua de arterias / en desbandada de Sol / que ni siquiera entinta / los claveles del recinto Fortuna). Condimentos propios, por ejemplo, del cubismo, la poesía concreta y el surrealismo adquieren nuevos relieves por la necesidad genuina de la voz de re-crear su discurso. ¿Qué poeta (antes y después del surrealismo, antes y después del cubismo, antes y después de la poesía concreta) no ha caído alguna vez bajo la seducción de esa particular manifestación de la trinidad amor-angustia-escritura y luego ha sido ascendido por la satisfacción suprema de haber dicho algo cualitativamente nuevo, al menos en el ámbito de la expresión personal? Esos son los ingredientes que generan la atmósfera para un devaneo del tipo que obsesionara a Gaston Bachelard. En este poemario, junto a una concisión sin reducciones fundamentalistas, ellos proveen un lenguaje para el delirio de oráculos contemporáneos.

Los defectos que encuentro en el libro están distribuidos sobre el eje horizontal. En toda ars poética hay rechazo a formas y contenidos, por tanto, un libro que gira sobre ese tema enfrenta el riesgo de la repetición excesiva de la negación a través de sus páginas: no diadema en tinta china, || No describas las bóvedas, / no salves del peso, / de la estaca. / No apoyes la huida. || Ya no jaculatorias || Nunca más espacios níveos. || No más playas cerebrales...

Las redundancias suelen frenar el flujo de la lectura. Con la insistencia en la negación, la fricción adquiere una resistencia adicional al insinuarse como dogma. Esta insinuación resultaría aquí particularmente molesta, porque se opone a la apacible embriaguez inducida al rumiar, en las páginas de este libro, la viabilidad de la salvación mediante la re-creación bajo el influjo del amor-angustia-escritura. No obstante, el tono dominante de la duda menoscaba la fricción y preserva la atmósfera propicia para la danza de las neuronas.

Si concordamos con Voltaire en que la poesía está hecha sólo de hermosos detalles, entonces Escarcha o centella bebe conmigo es pura poesía.