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No la rueda sola

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A Olga, por su sonrisa y sus vasos verdes

Ayer le conté a tía Carlota que en clase me preguntaron cuál era el invento más importante para la humanidad. Yo me puse muy nervioso, le dije, como cada vez que me mira con esos ojos de manzana la señorita Nieves, y sólo atiné a responder lo que alguien, desde algún pupitre trasero, me sopló. El fuego, profesora, balbuceé, tartamudo y pálido, del mismo color blanco y seco de la tiza. Ella sonrió complacida, como si la evocación de las llamas, de las chispas, del sonido burbujeante de una fogata prehistórica le provocara pensamientos indebidos. Acomodó finamente, manteniendo el meñique recto y levantado, la montura de carey de sus delgadísimos anteojos y retomó el curso de la clase sin esmero. Regresó pesadamente a la silla acolchonada detrás del escritorio, y desde allí, con lo que de forma unánime habíamos bautizado como una antena de tevé, señaló durante el resto del período los colores pasteles de un mapa político que ya no correspondía al último orden mundial. Sin embargo el mapa y la inseparable antena servían a otro propósito, mucho más cruel que la fácil distinción entre los países rojos y los países de colores más agraciados. Con su brazo de mujer extendido era posible descubrir qué días la Nieves había dejado de rasurar sus axilas. Nosotros redactábamos notas en trozos de papeles rasgados y las pasábamos de mano en mano, bajo un sigilo de apretadas carcajadas. Ese día lo había hecho, para decepción nuestra. Y en consecuencia el ambiente del salón era de una cálida seriedad que apuntaba, sin disimulo, a la franca apatía. Tía Carlota escuchaba con reverencia.

Pronto me di cuenta de que la pregunta de la profesora, tal vez gracias a mi improvisada respuesta, aún me rondaba el pensamiento como leona encerrada, sin una sensación de tregua por el resto de la clase. Me desveló al fin el timbre de la tarde, pero no pude evitar ser uno de los últimos en salir del salón y tener que correr con furia para que el autobús no partiera sin mí. Yo hablaba y respiraba con poca coordinación, teniendo que pausar a veces el relato para tragar saliva y volver a cargar mis pulmones. La tía Carlota me miraba entonces con su cara blanda y reaccionaba estirando una de sus manos para repasarme con suavidad los rasgos de la cara. Su palma por mis cachetes, sus dedos finísimos sobre mis cejas, el dorso perfumado de sus muñecas por mi cuello, hasta terminar la caricia en mi quijada. Cuando dio por terminada mi anécdota escolar, me dijo unas palabras cariñosas y se fue despacio hasta el piano, cruzando en silencio el ámbito de la sala en su silla de ruedas. Sólo la música de aquel piano, afilada pero tierna, era capaz de hacer callar a los pericos, que permanecían quietos en su jaula, en equilibrio sobre sus columpios rosados, como si las notas les revelaran algún mensaje que sólo ellos eran capaces de entender.

Mamá trabaja mucho, por eso paso ahora tanto tiempo en casa de tía Carlota. Después de más de un año de estar en casa, consiguió hace un mes un nuevo empleo como secretaria en una compañía cuyo nombre no quiero pronunciar. Por supuesto, es una empresa extranjera, y puede ser que también gracias a eso la deteste, por miedo a que un día mi mamá reúna las fuerzas para cumplir su promesa de “irnos de esta mierda”, si algún día le ofrecen una posición fuera del país. Mamá no dice con frecuencia esas palabrotas, le advierto a la tía Carlota, que me guiña un ojo y descubre la totalidad de su dentadura. Me gusta su sonrisa, pienso, aunque sea al sonreír cuando la noto más anciana, tan llena de arrugas y adentrada en la telaraña de los años. Para mí el extranjero es demasiado lejos, le digo, ocultando mi ansiedad y esperando que mi opinión infantil le agrade. Así, entre los dos, quién sabe, podríamos espantarle a mi madre esas ideas migratorias. Tía Carlota no me da la razón, o al menos así lo entiendo, porque de nuevo hace ese gesto que parece más bien una mueca protectora, con un marcado eco maternal. Pero si la tía Carlota nunca ha sido madre, cómo es posible que pueda tener gestos maternales, me pregunto. Confío entonces en que esa inclinación es propia de todas las mujeres, aunque nunca se les haya hinchado la barriga. Es como los pechos, le cuento días más tarde a mi primo Juancho. Todas los tienen, aunque no todas los usen. Claro, contesta él, más confundido que al principio de la acalorada conversación, yo nunca he visto una mujer sin tetas.

La tarde caía hermosa, encendiendo de dorado los rincones más austeros del apartamento. Tía Carlota se había retirado al balcón y su piel almendra parecía absorber la luz, que bajaba desde el oeste en un tono agonizante. Poco a poco las calles se vaciaban y por momentos se presentía un silencio inmenso, que pronto sería derrocado por el zumbido de las legiones de mosquitos que llegaban con las primeras brisas del sereno. Rodeada de aquel aura celestial, imaginé que se produciría un milagro, que tía Carlota se levantaría y caminaría, como le sucedió a Lázaro, aunque él estaba muerto y ella sólo paralítica. Pero nada. No encontré otras señales aparte de la luz, que recordé sucedía todos los días, más o menos abarcando las mismas horas, en la rutina más antigua del universo. Me desilusioné al verla aún así, confinada a aquella silla helada. Maldije en silencio, chocando los dientes. Tía Carlota pareció adivinarme el pensamiento. De repente me miró y su cara había adoptado una seriedad mortal. Contuve con esfuerzo unas desesperadas ganas de abrazarla, rodearla en su silla de metal, pedirle que me perdonara, que olvidara mi ataque de lástima.

Ahí viene tu madre por la avenida —dijo, en tono áspero, mientras sostenía sus manos enlazadas encima de la baranda blanca del balcón.

Me asomé con cuidado de no darme cuenta de la altura. Mi madre caminaba rápido, aferrada a su cartera, y desde el piso siete se le veía aún lejos y pequeña, aunque estaba a menos de dos cuadras de la entrada de piedras grises del edificio. Tres minutos luego de perderse bajo un techo de acacias sonaba su voz en el pasillo.

No había visto a Mamá desde la mañana del día anterior. Ahora su mirada cansada, su olor a encierro de aire acondicionado, la sonrisa que sostuvo sólo por pocos segundos, me dieron la sensación de que no la veía desde hacía muchos años. Era verdad, entonces, que se puede viajar en el tiempo, como en la tele, y que ella venía desde el futuro, desde los años en que ya rozaba su temida muerte. Fue la segunda vez que sentía lástima ese día. En ese instante tuve la oportunidad de arrepentirme por haber pasado la noche en casa de tía Carlota, pero preferí no hacerlo. Recuerdo mis palabras al pedirle a mamá que me diera permiso, que me gustaba estar allá, que me encantaban la leche tibia servida en los vasos de grueso vidrio verde, las galletas italianas de vainilla y chocolate, bajar al patio a jugar fútbol con Pedro y Marcelo, los del piso cinco. Le dije todo eso mirándole a los ojos, pateando con desgano el suelo, usando todas las artimañas que los hijos desfilan ante sus padres cuando se trata de conseguir y convencer.

Aunque aquello no era mentira, tampoco era la verdad verdadera. La verdad era mucho más simple. Me había quedado aquella noche con el solo propósito de mirar a la tía Carlota dormir. No entendía cómo ella podía bajarse sin ayuda de su silla de ruedas, vestirse con algo liviano, y acostarse y cubrirse, sin poder mover las piernas. Mi imaginación, que cada vez más se ayuda de muletas, soñaba con que tía Carlota, para vestirse, debía hacer esfuerzos tan grandes como los que hacen los atletas chinos en el ejercicio del potro en las olimpiadas. Pensar que usaba sólo sus brazos y que balanceaba sus piernas inertes alrededor de la silla de ruedas, sudando y con el ceño fruncido, me hacía querer develar el misterio. “No siento nada de la cintura para abajo”, me confesó una vez. Yo quise descubrir en su voz algún tono quebrado, recuerdo, pero en cambio fue siempre firme, como si esa frase la hubiese construido hacía mucho y sólo la estuviera repitiendo una vez más, con convicción pero sin significado.

Mamá merecía una explicación. Así me lo hizo saber ella misma, sentados los dos en filas diferentes en el bus de regreso a casa. Sabía que había algo más que no le había dicho. Le confesé lo de querer ver a la tía Carlota durmiendo. En vez de regañarme, Mamá me educó con una oración de las que sólo ella es capaz de armar.

—La voluntad se hace costumbre. Por eso ella se acostumbró a su fuerza de voluntad —sus ojos no se apartaron de los míos, rastreando hasta en lo más mínimo cualquier reacción a su frase de calendario.

—Entonces, tía Carlota no fue siempre paralítica —pregunté boquiabierto.

—No, Mario. Ella sufrió, hace muchos años, mucho antes de que tú nacieras, un terrible accidente de tránsito. Estaba en el carro de su novio y...

—Tía Carlota tenía novio —interrumpí excitado.

—Sí, pero luego del accidente... Luego del accidente se acabó. A él no le pasó absolutamente nada y a ella... bueno, ella quedó así —dijo Mamá amargando la voz, arrugándola.

No me quiso decir su nombre porque conoce lo impertinente que puedo llegar a ser, muchas veces sin querer serlo, y temía que algún día se me saliera el nombre delante de tía Carlota. Los martes y los jueves, sobre todo, los pasaba con ella, jugando fútbol con los del cinco, tomando la merienda mientras tía Carlota tocaba verdaderos conciertos de piano. Cuando la noche se instalaba y Mamá aún no aparecía, nos sentábamos tía Carlota y yo a mirar la televisión. Pero a esa hora sólo pasaban noticias y telenovelas, que ella devoraba apretando con ambas manos su vestido de flores siempre que se besaban los protagonistas y ponían esa canción que también suena a toda a hora en cada emisora de la radio.

—Por qué no lees algo, Mario —me invitó de pronto tía Carlota, una tarde en que ya me había mordisqueado hasta la piel las uñas de las manos. Dijo que leyendo me iba a aburrir menos que sentado, viendo esas cursilerías para viejas. Agarra cualquiera de la biblioteca, insistió, señalando el mueble polvoriento que dominaba la pared este de la sala, en el espacio contiguo al cuarto de la televisión. Me levanté dispuesto a hacer cualquier cosa menos seguir allí, viendo cómo la pobre sirvienta era humillada por la vieja mientras que el príncipe azul se iba enamorando a punta de tropezones en los anchos pasillos de la casa, o en la manera en que ella, la sirvienta, le cortaba el pan en las mañanas y se lo disponía en su plato junto a la fruta y la margarina.

La biblioteca, estar frente a ella, era como trasladarse a otra época, lejos del estrés y el constante ajetreo en que se han convertido las rutinas. Pienso en mi madre y miro la biblioteca. Sonrío al pensar que en algún diccionario puedan encontrarse como antónimos. Leer es uno de los mejores vicios que ha ido perdiendo el hombre al avanzar en la tecnología, diría con nostalgia tía Carlota, cuando ya su telenovela se hubiera terminado. Sus libros estaban ordenados bajo un estricto régimen de tamaño, desde el más alto a la izquierda hasta un librito de versos de Hanni Ossott en el lado derecho. Algunos títulos me causaron una mezcla efervescente de miedo y atracción: Una temporada en el infierno, Las flores del mal, La insoportable levedad del ser y La sombra del viento, por ejemplo. Otros libros parecían más inofensivos, y se puede decir que hasta juguetones: La ciudad y los perros, El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, El jardín de al lado y Los versos del capitán, por nombrar algunos. Al final me decidí por un relato corto, un librito pequeño cuyo título me dio ganas de llorar, El coronel no tiene quien le escriba. Rápidamente me identifiqué con el viejo coronel, pues yo también pasaba las horas revisando mi correo electrónico, esperando que alguien, aparte de la avalancha de propagandas, me escribiera.

Mamá llegó después de las nueve, agotada pero, como siempre, dispuesta a aceptarle a tía Carlota la taza de café de todos los días. Guardé entre mis útiles del colegio el hambre y la espera del coronel, y nos despedimos de tía Carlota sin mucho teatro. Mientras cerraba la puerta me dijo que podía tomar cualquier libro de su biblioteca, cada vez que quisiera.

En el colegio jugaba béisbol en los recreos, comía de las empanadas grasientas de la cantina, y discutía en un coro machista contra las niñas, “pendientes sólo de sus maquillajes y de los de camisa marrón”. Todos asumíamos nuestros papeles de estudiantes de primaria, celosos de las compañeras que se fijaban sólo de los que ya cursaban el bachillerato. Ellas, tal vez de tanto escucharlo, se habían creído el cuento de que las mujeres maduran más rápido que los hombres, y por eso no debían de juntarse con gente que aún prefería “sudar a tener una conversación interesante”. Sin embargo me cansaba pronto de aquellas discusiones. El tiempo con la tía Carlota, que eran horas de soledad compartida, me había cambiado. Sentía un enfermizo afán por ponerme en los zapatos de los demás y tratar de entender cómo se sentían y por qué. Eso me llevaba a darle a todo el mundo la razón, perdiendo todas mis facultades de sentido común que por tanto tiempo gocé y que me había ganado una reputación de Rey Salomón entre mis compañeros.

Una tarde descubrí un libro en casa de tía Carlota que me llamó la atención. En la casa del pez que escupe el agua, dijo ella lentamente, agregando puntos suspensivos donde no los había.

—Creo que nunca lo leí —continuó, con la mirada diluida en algún rincón de sus recuerdos—. Ahora que lo pienso, no sé por qué sigue aún en esta casa. Debí botarlo hacía bastante tiempo —concluyó. No abrió los puños por unos segundos, y al abrirlas tenían sus palmas espacios blancos de cuando su fuerza había empujado la sangre con los dedos.

—Pero por qué, tía —pregunté alarmado.

—Porque me recuerda a la persona que me lo regaló. No tengo nada en contra de Herrera Luque. Es más, me parece que es uno de los mejores escritores que ha dado Venezuela en los últimos años, y que su muerte prematura le dejó huérfano de un reconocimiento internacional y de la crítica que la verdad no sé si llegará.

—A quién te recuerda —me atreví a preguntar—. A tu novio... —insistí, segundos después de su silencio.

Tía Carlota me miró con sus ojos verdes, brillantes por las lágrimas que se formaban.

—Sí —admitió—. El hijo de puta me dejó luego del accidente, que entre cosas fue también culpa suya.

Fue la única vez que escuché a la tía Carlota maldiciendo.

Por supuesto, me llevé el libro a casa. Esperé a que ella se fuera al baño, un poco yo con el corazón empañado, y lo metí en la carpeta azul donde guardo algunos papeles de La Salle. Ese día me fui temprano y con la sensación de llevar conmigo un tesoro histórico, un instrumento capaz de cambiar vidas.

Mamá soportó mi silencio hasta llegar a casa. Durante el camino me hizo pequeñas preguntas que yo respondía con monosílabos o parcos movimientos de cabeza. En el ascensor tuve la espeluznante sensación de que los ojos de Mamá se habían multiplicado. Su mirada usaba todos los espejos que nos rodeaban para estudiarme, convirtiendo la subida en una tortura inquietante y psicológica. A mi parecer, pasé la prueba porque Mamá al final tuvo que rendirse y, de nuevo, preguntar.

—Explícame Mario, por qué ese silencio. Qué pasó esta vez en casa de tía Carlota.

—Pensaba en la Nieves. Ahora sí que tengo la respuesta correcta a una pregunta que me hizo hace poco en clase. No es el fuego el invento más importante de la humanidad...

—Claro que no. El fuego ni siquiera es un invento, sino un descubrimiento —interrumpió Mamá, no sin una dosis de un ego nostálgico.

—No lo digo por eso, pero es verdad que no es el fuego.

—Cuál es, entonces.

—La rueda.

—La rueda —preguntó Mamá.

—Sí, la rueda. La rueda casi mata a tía Carlota y a pesar de todo es ahora cuando más depende de ella. La rueda es muy poderosa, no te parece.

—La rueda sola no es problema. La rueda con velocidad, en cambio...

Mamá no terminó frase. O tal vez la terminó y yo no acabé de escucharla. La velocidad tampoco es el problema, pensé. Lo malo es si la rueda y la velocidad se juntan con un desgraciado como... como...

Corrí a buscar el libro de Herrera Luque, pero no encontré el nombre del novio de tía Carlota en ninguna página. Ni siquiera estaba dedicado. Revisé la hora y era todavía la de las noticias y telenovelas, así que decidí comenzar a leer. “No la rueda sola”, escuché más tarde decir a Mamá desde su cuarto. “A veces todos hablamos solos”, dije. Y di vuelta a la página.