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El Quijote de AvellanedaEn defensa de Avellaneda

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A Noé Morales, príncipe ochentero

Lo que no he podido dejar de sentir
es que me mote de viejo y manco
Cervantes

Para beneficio del chisme, el sano cotilleo y la maledicencia, la historia de la literatura suele estar llena de todo tipo de embustes, triquiñuelas, golpes bajos y consumadas patanerías. El caso del Quijote demuestra, en todo su esplendor, estas prístinas y sabrosas costumbres de los trabajos y los días de los seres humanos.

La intención de este texto es sugerir y avalar la importancia de aquel caballero bizarro —no el de la triste figura sino el conocido como el “caballero desamorado”— surgido del ingenio de un nebuloso y advenedizo licenciado llamado Alonso Fernández de Avellaneda oriundo de Tordesillas; figura sin la cual, muy probablemente, muchas de las técnicas novelísticas modernas no habrían visto la luz sino hasta tiempo después.

Por otra parte, me interesa debatir la posible aunque imprudente exoneración de Avellaneda puesto que él mismo, en el prólogo a su Quijote, es bastante claro al señalar que si bien su obra tiene el mismo nombre que la de Cervantes, su historia y su personaje son distintos pues distintos son los autores. En cualquier caso, Avellaneda no hizo sino lo usual en la composición de las novelas de su tiempo: perpetuar ad nauseam las sagas caballerescas (basta pensar en la infinidad de Amadises de la época); razón por la que Cervantes, el crítico por excelencia del género, quedaría parodiado. Paradójicamente, el burlador sería burlado.

 

Sobre la identidad de Avellaneda

Unos culparon a Lope, otros hablaron de un tal Mateo Luján de Saavedra, algunos más citaron a un dominico que respondía al nombre de Fray Baltasar Navarrete e incluso hubo quien aseveró que se trataba del ingenio de don Francisco de Quevedo o del de un zapatero llamado Ginés Pérez de Hita. Mucho se ha especulado pero endeble es la certeza. En mi opinión, la hipótesis de Martín de Riquer en su libro Cervantes, Pasamonte y Avellaneda resulta viable y, sobre todo, atiende al sentido común. Ahondo.

Después de un agudo análisis biobibliográfico, Riquer sostiene que el incógnito fulano que se oculta bajo el seudónimo de Avellaneda no es otro sino un aragonés llamado Jerónimo de Pasamonte, personaje interesantísimo que más bien pareciera sacado de la imaginación de Alonso Quijano. El tal Jerónimo de Pasamonte, literario en extremo, pertenecía a una familia de la nobleza de Aragón, aunque pronto vendrá a menos puesto que, siendo todavía mozalbete, quedará huérfano, situación que lo obligará a ponerse a disposición del obispo de Soria. Más tarde, con un cura hermano de su progenitora, estudiará gramática y latín para después formar parte de la cofradía de la Madre de Dios del Rosario Bendito, cuya influencia será decisiva durante toda su vida. A causa de su profunda religiosidad decidirá, después de problemas con su familia por motivo de sus piadosos deseos, partir hacia Roma con la finalidad de dedicar su vida a la fe sólo para que la fortuna, en una broma cruel, se lo impida por razón de su miopía y falta de dinero, situación que lo llevará a servir a otros dioses para subsistir. Jerónimo de Pasamonte, devoto empedernido y miope jurado, habrá de enrolarse como soldado en las tropas de Juan de Austria, condición que tiempo después cruzará su destino con el de Cervantes, a quien conocerá en territorio italiano y con el que compartirá regimiento bajo las órdenes de Manuel Moncada en la batalla de Lepanto en octubre de 1571. Más adelante, aunque en distintos regimientos, librarían las batallas de Amabrino y Túnez. Finalmente, en 1574, los turcos tomarán la Goleta —donde se encontraba apostado Pasamonte— y éste será hecho prisionero veintidós largos y pesados años. Durante este tiempo Pasamonte dedicará sus fuerzas a la construcción de fortalezas y a sufrir las penurias de ser remero de galeote para juntar el dinero de su propio rescate. A Pasamonte, durante su trágica y cómica existencia, le llovería sobre mojado.

Por fin, cuando el infausto religioso consigue saldar su deuda, lo primero que hará, cual émulo de Job, es ir a dar gracias a la providencia en Roma. En 1593, ya de regreso en España, comenzará la redacción de su autobiografía con miras a recibir algún apoyo de las autoridades por haber servido al rey. Sobra decir que Pasamonte no tiene quién le escriba, razón por la que, muy a su pesar, regresará a sus actividades militares en Italia para 1595.

A partir de entonces, al tener un puesto alejado de la milicia activa debido a sus dolencias físicas, Pasamonte llevará una vida ligeramente más sosegada que le permitirá seguir con la composición de su texto, aunque no por mucho tiempo pues, en una más de sus anécdotas, el probable autor del falso Quijote experimentará un singularísimo delirio de persecución consistente en la creencia de que los demonios, en forma de fantasmas o de gatos, lo acosan con la finalidad de envenenarlo.

Poco después don Jerónimo contraerá matrimonio con una mujer a la que reclutará de un convento, relación que se tornará insoportable pues verá en sus suegros y cuñada figuras demoníacas que pretenden envenenarlo para prostituir a su antojo a su mujer. Debo decir que —incluso si Pasamonte no fuera el autor del Quijote apócrifo— vale la pena conocer sus andanzas por lo carnavalesca, adversa e hilarante que resulta su vida.

Los datos hasta ahora ofrecidos pudieran parecer a primera vista información jocosa e inútil: no lo son en la medida en que nos permiten acercarnos al carácter y la circunstancia vital de un personaje neurálgico en la historia de la cultura de occidente. Como sabemos, el “falso” Quijote tiene mucho de piadoso, de mojigatería y de religiosidad extrema, características muy caras al sentir pasamontino quien, dicho sea de paso, en la última parte de su autobiografía incluye un extenso listado de oraciones orientadas al culto hierático y virginal, figuras, como ya se ha dicho, a las que era muy afecto.

No me detendré ahora en las bastantes y nutridas afinidades que Riquer encuentra entre la biografía de Pasamonte y el Quijote de Avellaneda; baste mencionar los giros lingüísticos, las descripciones de la vida de Pasamonte trasladadas a la redacción de su Quijote, el firme convencimiento de Cervantes de que Avellaneda era su antiguo compañero de batallas, el escarnio y las referencias poco sutiles que éste realiza a costa de la biografía de su ex compañero, etcétera. Don Jerónimo se verá reflejado, en la obra de Cervantes, en el pícaro y galeote convicto Ginés de Pasamonte, también conocido como Ginesillo de Paradilla o Maese Pedro. Y no será gratuito el que Cervantes se ensañe con este bellaco. Los especialistas sostienen que la disputa comienza cuando Cervantes, leyendo la autobiografía de su compañero, descubre en ella datos y señales que no se corresponden con la realidad; por ejemplo, el hecho de que Jerónimo se cuelgue un falso honor en la batalla de Lepanto, haciendo propia la heroica y verídica actuación de don Miguel. Como vemos, ya desde entonces “Ginesillo” gustaba de colgarse milagritos ajenos.

De cualquier manera, siendo o no Pasamonte el autor de la obra publicada en 1614 en Tarragona bajo la edición de Felipe Roberto, la importancia que guarda el mal llamado falso Quijote en torno a la composición de la obra cervantina —e incluso en torno a sí misma— no disminuye en lo absoluto; por el contrario, el desconocimiento de su autor nos permite esbozar dos puntos claros: a) posiblemente la existencia de esta obra haya sido un catalizador indispensable para la creación de uno de los textos más representativos de la literatura occidental, de la modernidad en la novela y de una manera distinta y vigorizada de ver el mundo. Su “orfandad” contribuiría a amplificar el mito; b) en teoría y en potencia, la existencia del Quijote de Avellaneda nos recuerda el deseo y la lección de Pierre Menard: en esta tierra todos somos autores del Quijote.1

 

Cervantes: fundador de discursividad

“Forse altri canterá con miglior plettro”; “quizá otro cantará con mejor plectro”, señala Cervantes al final de la primera parte de su Quijote. El verso está tomado del canto XXX del Orlando furioso de Ariosto y nos invita, por mano del manco, a continuar las sagas de su personaje, de ser posible, con mayor fortuna. Al respecto el ilustre, neurótico y jocoso don Diego de Clemencín —para mí tan autor del Quijote como el mismo Cervantes o Avellaneda— en su excelente edición anotada señala lo siguiente: “De esta y otras expresiones que preceden se deduce que Cervantes no daba por acabado el Quijote. (...) Realmente quedaba en pie el argumento; perplejo de ofrecerse Cervantes a continuarlo, dio a entender que lo abandonaba a quien quisiese proseguirlo”. Siendo el Quijote La Novela de caballerías, su anverso y consumación, el homenaje escrito por Avellaneda no podía ser más oportuno. Independientemente de las profundas razones personales que motivaran la decisión de Pasamonte, su continuidad es una parodia excelente que nos recuerda lo que siempre hemos sabido: la vida, en su férrea voluntad, consigue rebasar a la ficción.

Resulta sustancial recordar que la figura y las novelas del Amadís fueron una indiscutible inspiración y un motivo de parodia para Cervantes. Un contrasentido delicioso y sorprendente es el hecho de que la antinovela de caballerías, la crítica trágica-humorística que pretende acabar con la configuración cerrada en la manera de hacer novelas, que junta perfectamente lo erudito con lo popular y que, en pocas palabras, vuelve un poco más habitable este mundo inmundo, se vea burlada y a la vez consagrada hasta un nivel casi hierático por una obra, escrita por quien sabe qué y cuántos motivos viscerales, arribistas e incluso —pese a los más aferrados cervantistas— literarios, que no hace sino insertar a El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha en la usanza y la tradición de la época. La novela, deconstructora de todas las realidades, desacralizadora de todos los mitos, se revelaría, pese a su probada genialidad y gracias a la viveza de Avellaneda, como una novela de caballerías.

Ramón Menéndez Pidal, en su texto “Un aspecto de la elaboración del Quijote”, sostiene: “Avellaneda no parece que escribió otro Quijote sino para darnos una medida palpable del valor del propio Cervantes. (...) Este mentecato, que, rebosando vanidad y fanfarronería, usurpa su ser a héroes y a reyes, nos aficiona más a la vigorosa personalidad del don Quijote cervantino”. Coincido parcialmente, ya que si bien no considero al segundo Quijote como la obra de un mentecato (acaso sí la de un vanidoso fanfarrón) creo que este personaje paralelo torna aun más seductora, potente y onerosa la obra de Cervantes.

Alonso Fernández de Avellaneda, además de entrar al diálogo formulado por y desde Cervantes, aún con ínfimo plectro, consigue la continuación del viaje y la fatiga de la prosa del mundo por otros medios. Escribe el natural de la villa de Tordesillas en el prólogo a su Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras: “Sólo digo que nadie se espante de que salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo el proseguir una historia diferentes sujetos. (...) Las Arcadias, diferentes las han escrito; la Diana no es toda de una mano. (...) En algo diferencia esta parte de la primera suya, porque tengo opuesto humor también al suyo; y en materia de opiniones en cosas de historia, y tan auténtica como ésta, cada cual puede echar por donde le pareciere”.

Avellaneda no sólo reconoce la obra de Cervantes (claro que no podría hacer lo contrario) sino que también comparte el mismo anhelo cervantino: desterrar la perniciosa lición de los vanos libros de caballerías.

Justo es subrayar que Avellaneda se dedica a insultar descarada y sostenidamente a su colega, acción, en efecto, de un palmario mal gusto, pero que si nos atenemos a las ideas de Riquer, no sería otra cosa que la persistencia de los dimes y diretes entre Pasamonte y Cervantes.

Repito entonces: la novela del Quijote, considerada por muchos la obra maestra de la literatura universal, estaría motivada, en buena medida, por un pleito jurado entre dos soldados amañados y resentidos.

El arte, naturalmente, como reflejo de las más intensas pasiones humanas.

 

Pertinencia del falso Quijote y la “muerte del autor”

El autor ha sido siempre un pretexto. Pre-textar es suponer un humus, una raíz del texto que anticipa y prefigura la esencia de lo leído. Entonces, un autor puede ser desechado o, para decirlo con elegancia, puesto a funcionar dentro de una determinada familia discursiva, emparentando su discurso con el de otros para reactualizarlo y volverlo a escuchar en un contexto distinto, acaso contemporáneo.

Sostiene Michel Foucault en su lúcido ensayo “¿Qué es un autor?”, que existen autores “bastante singulares que no deberían confundirse ni con los ‘grandes’ autores literarios, ni con los autores de textos religiosos canónicos, ni con los fundadores de las ciencias”. Él les llama fundadores de discursividad. En mi opinión, la propuesta del francés no puede ser más acertada. Los individuos fundadores, hablantes de una lengua que no les pertenece, tejedores de discursos que manan de una misma fuente común, son aquellos que consiguen poner en escena no sólo su impronta, el rostro de su estilo, sino aquellos que con su trabajo reactualizan un diálogo, permitiendo a distintos seres, en diferentes tiempos, espacios y contextos, intervenir en la construcción, destrucción, reproducción y emisión de los discursos. Cervantes, duda no cabe, es un fundador múltiple, heteróclito y aglutinante de la discursividad.2

Carlos Fuentes, en su estimulante ensayo Cervantes o la crítica de la lectura, dice algo parecido: “Cervantes deja abierto un libro donde el lector se sabe leído y el autor se sabe escrito, (...) estoy convencido de que se trata del mismo autor, del mismo escritor de todos los libros, un polígrafo errabundo y multilingüe llamado, según los caprichos del tiempo, Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Cide Hamete Benengeli, Shakespeare, Sterne, Goethe, Poe, Balzac, Carroll, Proust, Kafka, Borges, Pierre Menard, Joyce”. En ese sentido, aquél que instaura las posibilidades de manejo y libre apropiación del discurso, aquella voz que es todas y a la vez la única, es también un reflejo de la nada.

Lapida Barthes en El placer del texto: “Como institución el autor está muerto: su persona civil, pasional, biográfica, ha desaparecido; desposeída, ya no ejerce sobre su obra la formidable paternidad cuyo relato se encargaban de establecer y renovar tanto la historia literaria como la enseñaza y la opinión”. Cervantes, entonces, como parte de una voz ancestral que precede a todos los seres,3 como accesorio de ese Ser que se canta en la poesía. En ese caso don Quijote, como en el fuelle de una fragua, se pliega y repliega sobre la lectura, sale de su libro, de su autor y de la literatura para cabalgar, cual espectro, este mundo que somos: un territorio sólo justificable porque es y será leído, región cuyo pasado y memoria es pura escritura. No por nada Cervantes funda la Modernidad al referirse a ese extraño desocupado, el lector, ese hipócrita, ese hermano: la contraparte del mito que denominamos literatura y que, en su intrigante otredad, es una figura de nosotros mismos.

Don Quijote, que de la lectura viene, a la lectura va. Su experiencia en la posada camino a Zaragoza (cap. LIX), al escuchar a unos sujetos mentando su nombre en un cuarto contiguo, se torna fundamental pues toma conciencia de que, a la vez que vive, es un personaje leído, parte de un libro, de una historia (y no sólo de la referida por Cide Hamete sino también de la contada por Avellaneda). La narración cervantina, con este artilugio, confirma su genialidad: es una literatura inter, supra, meta, hiper e infratextual.4 Sancho y don Quijote se saben personajes pero no de Avellaneda; su realidad, su vida misma, es la insuflada por Benengeli; y para darle una lección al impostor deciden partir hacia Barcelona (donde se verán impresos). Más tarde, en un mesón (cap. LXXII), merced de don Álvaro Tarfe —personaje cardinal de Avellaneda—, ellos serán ratificados como los protagonistas originales. Don Quijote y don Álvaro, más que por señas, se conocerán por impresiones, esto es, porque se han leído con anterioridad y porque saben, como años después comprendería Mallarmé, que toda vida parte y desemboca en libro. Don Quijote existe porque es leído, porque su persona es el reflejo de su personaje o, para decirlo con Heidegger, el don Quijote escrito por Cervantes es un ente, se desenvuelve en el mundo óntico; sin embargo, al saberse escrito, al saberse vivo por ser leído, por establecer esa disociación de la realidad y por ser una escritura de la escritura5 (archiescritura diría Derrida), el Quijote deja de ser un ente para asumirse como un ser: para habitar, de una vez y para siempre, el mundo ontológico, aquel que se vislumbra al final de la Caverna.

Para finalizar dos acotaciones. Una sobre la pertinencia del Quijote de Avellaneda: obvio resulta, como ya se ha dicho, que el Quijote cervantino mucho le debe a la aparición del de Pasamonte. Muchos de los juegos desplegados por Cervantes, entre ellos el magistral entramado entre literatura y realidad, hubieran sido imposibles sin la ayuda del advenedizo que, vale la pena mencionarse, consigue arrancar sonoras carcajadas.6 Al respecto escribe Ilan Stavans en su ensayo “Sentido del falso Quijote”: “A pesar de la infamia, el falso Quijote es tanto o más relevante que el texto genuino y acreditado de Cervantes. Lo es por su aterrorizante carácter de copia. Anverso y reverso, luz y sombra... el verdadero y el mentiroso son dos caras de una misma moneda”. Idea certera a la que podría agregarse la opinión de Menéndez Pidal en su texto antes citado: “La superioridad de la segunda parte del Quijote, para mí incuestionable, como para la mayoría, se puede achacar mucho a Avellaneda. Hay fuentes inspiradoras por repulsión, que tienen tanta importancia, o más, que las que operan por atracción”.

Sin palabras. La pertinencia del Quijote de Avellaneda, al que por un mero acto de cortesía deberíamos dejar de llamar apócrifo, es indiscutible. El texto de Avellaneda, como toda la literatura digna, se defiende solo.

Escribe Fuentes en una de sus mejores páginas: “Indiscutible es que don Quijote, el hechizado, acaba por hechizar al mundo. Mientras leyó, imitó al héroe épico. Al ser leído, el mundo le imita a él. Pero el precio que debe pagar es la pérdida de su propio hechizamiento. (...) El viejo hidalgo, para siempre privado de su lectura épica del mundo, debe enfrentar su opción final: ser en la tristeza de la realidad”.

Nunca he leído nada tan infinitamente triste, tan infinitamente bello. Ver al Quijote consciente de sí mismo, ver a Alonso Quijano en un mundo estúpidamente cruel y desencantado, ver a un viejo jugando a ser un caballero que en un arranque de amor y locura decide acomodar las cosas, no puede sino ser la más sublime tragedia jamás escrita, jamás vivida.

El hidalgo se acaba junto con su ilusión porque su mundo de fantasía, su simulacro, deja de serlo para encarnarse como realidad; se superpone, como en aquel texto de Borges, al mapa sobre el territorio. No tiene sentido desfacer entuertos en un mundo real, no tiene sentido navegar si se conocen de antemano todas las ínsulas, si en lugar de gigantes combatiremos contra molinos de viento. Don Quijote existe en la medida en que habita su ilusión: es y sólo es en cuanto sueña la realidad. Para él, como para Berkeley, ser es ser percibido, el mundo es aquello que vemos, no lo que no vemos.

Don Quijote supo que para cabalgar el mundo de los hombres lo primero que debía abandonar era el juicio, de otra manera sus aventuras y la realidad hubieran sido insoportables por incoherentes, por demenciales.

Don Quijote, ser de palabra, acompaña nuestra soledad siempre demasiado ruidosa, siempre demasiado nuestra: siempre compartible con el otro en el fulgor de la mirada.

 

Notas

  1. Siquiera tangencialmente me gustaría comentar lo siguiente en torno a la Modernidad del Quijote. Si Descartes es el parteaguas que instaura la Edad Moderna para los filósofos, no podemos olvidar a Cervantes como dador de voz, como auscultador de ese “ser olvidado” de la ciencia y la filosofía. El Quijote es moderno porque se piensa a sí mismo y pensándose nos piensa, nos comprende. El Quijote, al menos occidentalmente, somos todos.
  2. Valga al vuelo la referencia pop. A tal grado Cervantes es fundador de discursividad que, como sabemos, es posible no haber leído el Quijote y empero conocer perfectamente al personaje. El Quijote es una forma de vida, el libro del mismo título es sólo una brújula que nos permitirá navegar una parte del continente Cervantes, del universo Quijano. No dudo que hayan sido muchos los que supieron de la existencia del héroe manchego por vía del excelente disco de heavy metal Molinos de vientos de Mago de Oz. Yo mismo, al escribir esta apología, pensé en Avellaneda como el Dave Mustaine del rock. Para mí, Megadeath es a Metallica lo que Avellaneda a Cervantes.
  3. Escribe Barthes en La muerte del autor: “El texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura, (...) el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras”.
  4. Como ejemplo me gustaría citar el caso rescatado por Salvador García Jiménez (El hombre que enloqueció leyendo el Quijote) referente a don Pedro Montiel Reverte (1787-1862), un lorquino que, literalmente, perdió la razón leyendo el Quijote, al grado de creerse él mismo don Quijote. Con su montura, a la que bautizó como la Caballa, se dedicaba a dar clases a domicilio de lectoescritura, construirse alas para volar por su terruño y pelear contra olivos. Este ejemplo, además de escribir en el mundo una aventura más del hidalgo manchego, es una muestra de esa poesía que, en ocasiones, nos regala la vida.
  5. Situación parecida propondrá Flann O’Brien con su magnífica novela At-swim-two-birds.
  6. Conviene mencionar que para Clemencín el humor de Avellaneda es “tabernario y arrieril”. Considera que sus “chocarrerías pertenecen al género más bajo y grosero” y por ello no da muestras de ellas en sus apuntes, para no ensuciarlos. Sin embargo, con todo lo vulgares que le parezcan al inmaculado Clemencín, éste no deja de dar una capitulación exacta y pormenorizada de los capítulos en que podemos encontrar las chocarrerías referidas.