Artículos y reportajes
William ShakespeareLa conspiración
como “tragedia dentro
de la tragedia” en Julio César,
de William Shakespeare

Comparte este contenido con tus amigos

La conspiración encabezada por Bruto y Casio contra Julio César, a la que se suma un grupo de cómplices, no sólo es el hecho histórico que Shakespeare toma directamente de Plutarco, sino que constituye, en la mente y pluma del inmortal dramaturgo inglés, una muestra de la ambición desmedida, un “juego de emociones”, una apelación al “otro” y, como telón de fondo, el gran cambio que ocurre a partir de este hecho de la vida real, el paso a un estado distinto, políticamente hablando, en Occidente. Una suerte de cisma que, a su vez, es un nuevo enfoque del mundo que se gesta, precisamente, a partir del asesinato de César y que considera, en Roma, el tránsito de la República al Imperio.

Que César esté a punto, gracias a sus victorias, de ser “algo más” en esta jerarquía de poder, obviamente causa rechazos, celos, envidias. A Shakespeare le preocupan, quizá, un poco más que las intensas motivaciones de lo que ahora sería considerado un magnicidio —el asesinato de un gobernante— la misma psicología de los autores del crimen, el porqué de este desbalance en un orden establecido. Bruto, en este contexto, resulta, finalmente, una figura excepcional, con una carga significativa de referentes e ideas, de un modo de “pensar” y “sentir” que encuentra su propia expiación o sanción.

Al mismo tiempo, Marco Antonio, en su famoso responso —un enorme discurso persuasivo, digno de registrarse más allá de la propia literatura— también se revela como un líder que convoca y convence a la multitud con un giro en su inteligente oratoria que sorprende, que no elude los detalles, que, una y otra vez, presiona, insiste y logra su objetivo.

La conspiración, pues, al interior de la tragedia shakespeariana, es un vehículo motor, un generador de futuros acontecimientos cruciales, asimismo trágicos —ellos también y en el sentido más contemporáneo de la palabra— y, en sí misma, constituye un hecho que, además de consecuencias luctuosas y sobre ellas, de naturaleza ideológico política, revela una cierta naturaleza, casi inmutable, de esos seres conflictivos a los que con frecuencia acude Shakespeare para dar forma y conjunto a sus obras más celebradas.

Precisamente la tragedia de Julio César está incluida en ese grupo de obras mayores, con Hamlet, Macbeth o Romeo y Julieta. René Girard, en torno a este proceso trágico, que él llama, en teoría, perfectamente mimético, reflexiona sobre dos hechos fundamentales a los que lleva la conspiración contra César.

El primero es el carácter de “chivo expiatorio” del estratega romano, por último traicionado y asesinado, culpable de encabezar un sistema que quiere ungirlo mas allá de lo permitido, según sus enemigos. Casio recuerda, no sin ira, que él es mejor que César y que no puede someterse a su poder. Casio será quien lleve al cambio de mentalidad en Bruto y lo convenza de este movimiento opositor.

El segundo hecho es el del “sacrificio inaugural”. Girard toma con pinzas los sucesos y, mezclando la ficción que propone Shakespeare con los sucesos de la Historia, propone que el de César es un sacrificio que anuncia y preludia otros más pero que, en su condición iniciática, abre vías diversas y complicadas para nuevos conflictos.

A la luz de esta mirada de Occidente sobre sí mismo, es que también podemos sugerir, no sin cierta reserva, que Shakespeare es, además de un profundo conocedor del alma humana, un cercano seguidor de la política como campo de batalla, como tablero de ajedrez, donde reyes y reinas, peones y alfiles juegan cada vez más y muy intensamente un rol determinante. ¿Cuándo ocurre, realmente, la sanción contra César? Los presagios —la leona que pare en medio de la calle, las estatuas que lloran sangre, los anuncios del adivino acerca de los idus de marzo— nos aproximan a un estado del que vamos tomando conciencia y cuya verdad va siendo revelada. Pero, en sí misma, esta penalidad definitiva creemos encontrarla en el diálogo entre el propio César y Decio. La gala persuasiva del segundo, que oculta las motivaciones del crimen mayor, está definiendo el futuro del protagonista y es una auténtica “vuelta de tuerca” en la obra:

CÉSAR:
La causa es mi voluntad; no quiero ir.
Esto bastará para contentar al Senado.
Pero para tu propio beneficio,
porque te estimo, te digo.
Calpurnia, mi esposa, me quiere en casa.
Soñó anoche que mi estatua,
como una fuente con cien bocas,
chorreaba sangre pura, y muchos romanos fornidos
sonreían, mientras bañaban sus manos en la sangre.
Ella toma este sueño por presagio
de peligros inminentes, y me ha rogado
de rodillas que hoy me quede en casa.

DECIO:
Ese sueño ha sido mal interpretado.
Es una visión muy dulce y auspiciosa
la de tu estatua chorreando por cien caños una sangre
en la cual tantos romanos sonrientes se bañaban.
Significa que Roma absorberá de ti
la savia fortalecedora, y que todos los notables
se pelearán por sus tintes, sus reliquias y blasones.
Esto es lo que encierra el sueño de Calpurnia.

CÉSAR:
¡Y qué bien lo has interpretado!
(Segundo Acto, Escena Dos)

Sin ese diálogo, sin esa demostración brillante de reinterpretación de los presagios, sin ese ardid que se corresponde con motivaciones de un grupo interesado, la obra no avanzaría ni tampoco alcanzaría su clímax como espléndidamente lo consigue.

En cuanto a Bruto, una vez que se suma a la conspiración y la co-lidera, vemos en él a un personaje inicialmente dubitativo. En las partes finales de la obra, parece, como un cargo de conciencia, que el sentir del “fantasma” en César lo hiciera dudar de unas convicciones que nunca son en realidad tales. Si Casio lo convenció, su propia tortura mental, la profundidad psicológica que Shakespeare describe y descubre en él, nos dan cierta talla moral del personaje.

Bruto es manipulado y a la vez manipula. La trama de Julio César de ninguna manera quiere convencernos de que la actitud de los conspiradores es necesariamente positiva o negativa o indiscutiblemente necesaria. No, de lo que se trata aquí —y el autor es un obrero de su propia pluma— es pintar un cuadro de actitudes y sentimientos a partir del cual el espectador, el lector, toman en cuenta ciertas coordenadas que se nos brindan, primero, dosificadas, y luego, en un ritmo más apurado, tenso, que se pueden comparar, por su acumulación, a un gran estallido.

Que la conspiración ocupe más de la mitad del argumento es un indicador seguro de que las intenciones del autor, por un lado, buscan cierta sensibilización, un reconocimiento respecto a un “gran tema”. Por otra parte nos muestra, con los cómplices y partícipes de esta rebelión (Casca, Decio, Cina, Metelo, Trebonio, Cayo Ligario) que esa organización secreta —esa suerte de frente cohesionado— puede resultar tan frágil e inocente, a pesar de los resultados parcialmente exitosos.

Y es que esa parcialidad del éxito sólo se remite a un César asesinado, ejecutado, que yace ensangrentado tras varias puñaladas, pero que, aun muerto, clama inmediata venganza. De inmediato, Shakespeare traspone los escenarios y no es más el campo de los conspiradores ni su supuesta actitud “justiciera” o “legítima” sino el campo de batalla donde se decidirán los destinos y temas mayores. Roma necesita, reclama un nuevo orden. Ya hemos visto a la turba enfurecida, después de las persistentes palabras de Marco Antonio, ahora asistimos al escenario bélico, donde las cosas son, incluso, más complicadas que la conspiración inicial.

En dicho sentido, ese despliegue de órdenes y avances, de acosar y cercar a los enemigos, y los propios cuasisuicidios de Casio y Bruto que son, a la larga, suicidios personales pero también políticos, muestran ya el panorama que ha desencadenado la tragedia. Los motivos son irreconciliables. Aquí se extinguieron los presagios y la acción se expande, se diversifica entre los campamentos de un bando y otro. El triunvirato que saldrá victorioso de esta pequeña gran guerra, definitiva en sí misma, no recuperará la figura mancillada de César, sino que a su vez es manifestación de apetitos y ambiciones personales. Ya Antonio, por ejemplo, casi al principio del Cuarto Acto, en un parlamento se aventura a predecir el futuro de Lépido.

Estos apetitos que se han mantenido escondidos en apariencia pero que se distinguen tanto y con mucha claridad en el discurso de Marco Antonio ante el cuerpo de César e incluso se vislumbran en su propia actitud de “negociación” con Bruto y sus seguidores, sí, estos apetitos que creíamos propios solamente de los conspiradores, encuentran un reflejo paralelo e inequívoco en los líderes militares que se imponen al final.

La arquitectura de “Julio César”, su textura poética, son elementos precisos para representar en este arte doble de politizar y guerrear. La pugna por el poder no admite remilgos ni reservas. No importa quién ni cuántos mueran. El carácter de esta tragedia universal de Shakespeare refleja, precisamente, su contemporaneidad en esos enfrentamientos continuos, esas intenciones persuasivas, esa retórica del ponerse a salvo y buscar una posición más elevada, menos riesgosa. Son síntomas y características —la traición, el castigo, la lucha— que inequívocamente se comprueban día a día en el mundo de hoy. Shakespeare no sólo acudió a un pasado relativamente lejano, “clásico”, sino que proyectó su mirada hacia un futuro que también se le ofrecía negro, a un mundo de sevicia, crueldad y dolor, lleno de constantes conspiraciones.

Por ello, Julio César, tragedia entre tragedias de las shakesperianas, simboliza ese acierto visionario además de la fina percepción del autor ya no sólo por la individualidad del ser sino por el comportamiento de un colectivo, de un grupo que planea y ejecuta y que luego se refugia, o cree refugiarse, en su propia orfandad, desarmado y vencido.

Este “juego de emociones” es, sin dejar nunca de lado el aspecto político, una visión de conjunto que expresa desacuerdos y pactos bajo la mesa. La urgencia de negociar hasta la vida.

¿Qué es Julio César sino la puesta al día permanente del ocaso de un régimen y el nacimiento inmediato o más aun la imposición de otro modelo? Es lo que sucedió en el siglo XX, con asesinatos de gobernantes, con cambios de ideologías, con nuevas aperturas y abandono de modelos, con invasiones y guerras, con violaciones de derechos humanos. El mundo como una tragedia es un concepto que va más allá, que se impone al aparente acto un tanto más simple del grupo de conspiradores. No hay verdad a medias, todo queda explícito, todos, al mismo tiempo, pertenecen a un movimiento y están al margen de un orden. Como si se exiliaran de él sin quererlo o, en todo caso, resultan en esa condición como producto de sus acciones personales.

Así, Bruto se debate entre esa pertenencia y su repentino liderazgo pero también está enfrentado a su soledad e inseguridad. Casio, aparentemente más seguro, no convoca más que a su propia conciencia, pero tampoco revela una lucidez digna de un gran líder. Y el resto de conspiradores es consciente de sus argumentos y son partícipes de su propia aventura —vamos a llamarla así— mas cuando se embarcan en ella están firmando su propia sentencia de muerte. En el aludido “juego de emociones”, el asesinato de César conduce a la propia sanción, casi inmediata, de los responsables. Esta dinámica de la obra es la que, precisamente, nos permite hablar de ella como tragedia y de su específico “sentido trágico”. Incluso en el sentido de la tradición griega porque aquí también el destino parece escrito de antemano y si todos, ya no sólo César, tienen que ser sacrificados, ello es consistente muestra de esa visión, un tanto “maldita” y “enrarecida”, del propio complot y cómo se ofrece en la obra.

Shakespeare impone, entre la variedad del discurso teatral, un juicio decisivo. El público, el lector asisten cada vez más sorprendidos, apresurados, hacia el final de esta obra mayor, como si el hecho central —el que pareciera serlo, el asesinato de César— sólo fuera un eslabón, doblemente importante, por cierto, en una cadena que conduce, sin redención, a lo salvaje, lo antinatural, lo primitivo, feroz y tanático.

Lo prehumano no puede ser de ningún modo una virtud, y Shakespeare por ello lo muestra de tal forma que rechazamos esos comportamientos pero a la vez nos sentimos como enlazados, integrados, hasta cómplices de las simpatías que nos generan unos personajes más que otros. Esta dualidad del mundo “normal” y el más real de los conflictos domina la obra desde varias perspectivas; una de ellas es la expresión constante de Casio, Bruto, Marco Antonio, seres que parecen, en algunos casos, elevarse y sobredimensionarse a causa de sus propias ambiciones y necesidad de poder, y que, en la misma medida, caen, envilecidos, autotraicionados, por último sin capacidad de reaccionar, más que ante la espada que se incrusta en su propio cuerpo, como en el caso de Bruto y Casio. Ello denota, en este caso también, el castigo por esa conspiración, aparentemente tan bien intencionada, según sus promotores, para acabar con un tirano. Todos pierden en esta obra, de algún modo. Y sólo se respira, en última instancia, polución y maldad humanas, un “despertar trágico” tras un sueño instantáneo de poder y gloria.

 

Bibliografía

  • Bloom, Harold. El canon occidental. Barcelona: Anagrama, 2002.
  • Girard, René. Shakespeare. Los fuegos de la envidia. Barcelona: Anagrama, 1995.
  • Shakespeare, William. Julio César. Traducción de Alejandra Rojas. Buenos Aires: Norma, 1999.
  • Traversi, Derek. Shakespeare: The Roman Plays. Londres: Hollis & Carter, 1963.