Letras
Horno de reverbero (extractos)

Comparte este contenido con tus amigos

Agnosia

Tras cargar dolorosamente sus huesos hasta el fin, después de rendirse ante la insistente atrofia de no pocos órganos, cayó muerto frente a la gran piedra que señalaba el término oeste de la ciudad. Cientos de transeúntes lo vieron, durante días, descomponerse hasta ser caldo de cultivo para existencias repugnantes. Entre la inmundicia y la fetidez de los restos, empezó a asomar la osamenta y la leyenda acerca de sus bondades para aliviar ciertas penas del alma. Horas después de que se recogiera la última fracción de reliquia, un sismo movió la inmensa mole de granito hacia el lugar en el que se hubo de derrumbar el despreciado errante. Conforme los despojos empezaron a curar insomnios, delirios, epilepsias, tercianas, lepras blancas y posesiones diabólicas, fue creciendo el número de peregrinos que dejaba ofrendas y hacía abluciones, entre sahumerios, ensalmos, rezos y promesas. Un artista, por encargo de un poderoso comerciante, rescató la forma que contenía el gran bloque: un macizo y sereno rostro que parecía nacer de las fuerzas del subsuelo. Los otrora niños que presenciaran el malogramiento del errante, entonces ya viejos carcamales, dieron fe de la semejanza entre el recuerdo que apenas asomaba y la pétrea faz —ante el reclamo de las autoridades, que encontraban un sacrílego parecido con los rasgos del ostentoso mercader. Tras la muerte del último testigo, un rapsoda y sus epígonos recogieron las enseñanzas del maestro que, de acuerdo con los habitantes del monasterio aledaño, se hallaba bajo el bloque esculpido. Tras las guerras intestinas por el gobierno de esta santísima casa consagrada al legendario profeta, un iconoclasta partió la lápida y corroboró la verdad de la hasta entonces cuestionada Escritura: el cuerpo glorioso no estaba, pues había ascendido para regocijar a los herederos de la indolencia.

 

Contubernio

Es imposible relatar esta historia. Como escritor, sé demasiados aspectos inverosímiles del personaje, y como protagonista, estoy atento a la constante traición del narrador. A pesar de ello, puedo referir que la perniciosa convivencia de éstos se resume en la ligera idea de transgredir los ámbitos de la ficción y la realidad. Hay indicios para afirmar que el escritor esconde el espíritu del personaje —el antiguo y exótico recurso del genio en la lámpara que justifica un maravilloso entramado—, pero existen también sospechas para postular que éste aliena a aquél en el instante de duda entre una y otra palabra. Después de todo, tras el título, el argumento o el punto final, siempre prevalece el interés del lector, lo único que justifica la existencia de esta alianza vituperable.

 

Ataraxia

No hay luz ni papel ni tiempo, pero el mensaje está. Se trata de un maleficio persistente, elaborado con alevosía por un ser imperturbable —hace muchos años olvidó su nombre en algún documento falso, en media docena de espejos rotos, en una manifestación pública. Entre el individuo y su máscara hay una infranqueable línea de sombra que puede verse claramente en el fondo de un vaso, sobre una mesa viciada, cerca de la salida de un laberinto. Debajo de la advertencia de rigor (“Nos reservamos el derecho de expulsión”), se logra leer: Saber que sabes es realmente entender que descubres. Pero el encuentro con la misma imagen parece impostergable, pues la ciudad empieza a despertar con sus ruidos habituales (el ulular de la red intestinal de semáforos suele ser el primer síntoma), mientras los astros se repliegan. Como siempre, las calles llevan a nada (¿es acaso la ceremonia del fast court un fin?), por lo que da lo mismo seguir las indicaciones de las señales que algún burgomaestre ordenara sembrar: ir más lento, no doblar a la izquierda, guardar silencio, donar un órgano. Pero en este orden es plausible la grata sorpresa y aun el asombro en el estado más inocente. Su epifanía más seductora es el muro en blanco, urbano farallón dispuesto para el mensaje. Ante tal oportunidad, para el ser sereno es irrefrenable gritar textualmente con pinturas extravagantes sus delirios ultramundanos.