Letras
Puerto de tránsito

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“Allá te espera la esperanza”. 
Gioconda Belli 

Llegaste al pueblo una noche de febrero, cuando las garzas dormían y las cocinas a leña revoloteaban en las casas.

Te habían dicho que bajaras al escuchar su nombre. Ese nombre, que al pronunciarlo, sonaba a canto de pájaro errante, a árbol silvestre, a agua de río, a fruta madura...

Ahora estabas allí, parado como una estaca, con tu maletín de lona al hombro y contemplando la nube de polvo que se extinguía segundo a segundo, escoltada por el quejido asmático del ómnibus.

Miraste a tu alrededor. Sentiste los latigazos de la soledad. Pensaste ser un alma insepulta añorando un ramo de azucenas frescas.

Tenías que luchar contra tu acostumbrada impaciencia. No debías dejar el lugar hasta que te recogieran.

Pasaron los minutos con andar de tortuga. El vientecillo arrastraba desde la cercanía un penetrante olor a maíz y a haba sancochada.

De pronto, desde la penumbra, viste aparecer una silueta que se dirigía hacia donde tú estabas. A sólo unos metros su rostro se diluía. ¿Sería él? ¿Qué tanto habría cambiado? ¿Te reconocería? “¡Es Pedro! ¡Es Pedro!”, te dijiste. Sus rasgos parecían congelados en la nada. Te hizo imaginar que tenías un niño grande frente a ti.

Más de dos decenios sin verlo. Por lo visto él no había perdido su tierno entusiasmo. Sonrieron bajo los velos albinos de la luna. Se dieron un fuerte apretón de manos y se abrazaron. Tratando de llenar con el abrazo ese abismo que el fragor del tiempo había cavado. Entrecruzaron algunas palabras y caminaron. Uno al lado del otro. Él te iba comentando algunas medidas necesarias de supervivencia.

Y tú lo escuchabas. Andabas. Mirabas las puntas de tus zapatos: eran dos proas abriendo las aguas en el mar de tu infancia.

Observaste calles angostas. Semioscuras. Laberintos armoniosos de adobe. Conforme avanzaban, el lugar se te fue haciendo familiar. El pueblo había quedado colgado en tu memoria, simulando ser un fruto de tamarindo añejo meneado por los embates de los años.

Confiadas lucecillas titilaban a través de unas ventanas diminutas. Por momentos olía a algarrobos y a mangos maduros.

Luego de un largo recorrido llegaron a la vivienda. Te sobreparaste y la contemplaste antes de entrar. Era la misma casa en donde correteaste con los amigos, metiéndote en sus entrañas, jugando a las escondidas; escuchando la voz de los mayores reunidos, charlando, riendo, bebiendo chicha, haciendo un festejo cualquier momento del día.

Aunque en la situación actual era, para ti, sólo un puerto de tránsito en el camino. Cuánto significado tenía en esos momentos una cama con sábanas recién lavadas, una taza de café humeante, el clocleo adormilado de alguna gallina, el castañeo armonioso de los samaritanos molles.

Y descansaste. Como un niño huérfano en los brazos amicales de algún hogar encontrado.

A la mañana siguiente te despertó la voz de Pedro. Esa voz pausada, rítmica, semejante a las lágrimas otoñales que caen de los árboles después del aguacero. Él se había levantado temprano, como siempre lo hacía. Así se vivía en el pueblo. Había que despertarse antes de que cantasen los gallos e ir a trabajar la tierra. Esa tierra fecunda. Dadivosa. Manantial complaciente de bocas hambrientas.

Lo viste trayendo consigo: camotes, mangos, mantequilla batida envuelta en panca de choclo, leche de cabra y panes calientes. Se dieron los buenos días y él se retiró hacia el fondo de la casa.

Mientras te desperezabas él freía animoso, en la cocina que ardía con palos de algarrobo, unos pescados comprados en la puerta del mercado.

Desayunaron y charlaron. Le ibas a comentar lo sucedido en la ciudad de donde venías. Pero él, con discreción, detuvo tu historia. No necesitabas hacerlo. Bastaba con que estuvieses en dificultades para tenderte una mano. El resto no le importaba. Te urgía un puerto de tránsito con calor humano, y allí estaba. A tu disposición.

—No te preocupes, Alejandro, todo se arreglará. Puedes quedarte en casa el tiempo que necesites. Los amigos estamos para ayudarnos.

—Gracias, Pedro, por tu hospitalidad —respondiste y miraste sus ojos negros, juguetones. Esos ojos que no habían perdido su candor, su palomillada. Eran los mismos ojos que conociste en tus tiempos de infante, cuando venías a pasar las vacaciones escolares en casa de tu abuelo Aurelio.

Tu abuelo, ese viejo canoso de manos gruesas, ásperas y voz ronca. Un viejo bondadoso que te subía en los lomos de los burros cuando trasladaba las cosechas de alfalfa desde la chacra de don Andrés Santisteban hasta el mercado. Fue en esas idas y venidas al pueblo en donde conociste a Pedro. Tu abuelo era gran amigo de su padre, don Alberto, quien también era arriero.

En las primeras semanas no dejabas la morada. Imaginabas qué podía suceder. Una tempestad de temor e inseguridad azotaba el país. Tempestad que se erigía desde el sillón presidencial, reventaba diques, inundaba, ahogaba las esperanzas democráticas de los ciudadanos.

Poco a poco, y con el apoyo de Pedro, empezaste a salir. Principalmente por las noches. Caminaban. Fumaban. Conversaban. Recordaban anécdotas. Andaban por entre las callejuelas del pueblo y se detenían en la orilla del río. Ese río afable, cuyas aguas anchas y relativamente torrentosas servían para irrigar los sembríos. “Qué sería del pueblo sin este río. Tal vez nunca habría existido”, pensabas.

Las lechuzas y los grillos se transformaron en tus amigos con el trajín cotidiano.

Fuiste tomando confianza y creíste conveniente salir por las mañanas. Te empezaste a reencontrar con aquellos amigos, con quienes correteaste cuando niño. Ellos ya tenían sus familias, dependían de la tierra y del comercio y se alegraban de tu presencia por esos lares.

Te sentías parte del pueblo. Ya tu cara citadina era una pincelada dormida en el paisaje.

Así fue que una noche de sábado, saliste con Pedro y otras amistades hacia el único local existente y en donde la gente joven se reunía para bailar los últimos hits del momento venidos de la capital.

Pasearon siguiendo el canto del río. Llegaron a un local de puertas anchas, en donde rostros primaverales esperaban su ingreso, impacientes. Desde dentro salía un compás alegre de merengue. Ese ambiente de fiesta te sirvió para evocar las salidas de los fines de semana, poco antes de que te vieras obligado a abandonar: tu casa, tus padres, tu trabajo de oficina y todo lo que formaba parte, en mayor o en menor grado, de tu vida.

Te gustó el lugar: música, olor a tabaco, chicas de miradas curiosas y cerveza. Pedro y los otros se animaron a bailar. Tú te quedaste como una estatua calcárea, parado en un rincón. Observando los cuerpos que se contorneaban con esa delicia tropical. Tus pupilas recorrían el escenario. Tu cuerpo te pedía danza, pero lo contuviste, decidiste esperar un rato más.

Hasta que entre el gentío, viste una muchacha de piernas largas, contorneadas, quien bailaba con un hombre alto, flaco, de actitud indiferente. Ella tenía movimientos sensuales y felinos. Se te vino a la mente la imagen de una gata persa a tiempo de aparearse. Excitando. Ronroneando.

Esperaste que culminase la pieza, pisaste el pucho del cigarro con tus botines bien lustrados y te lanzaste en su búsqueda.

—¿Podemos bailar? —le dijiste.

—Claro, con mucho gusto.

Mientras disfrutabas de una copla salsera contemplaste su rostro. Ojos benevolentes y vivaces; cejas negras, delineadas, que le daban un aire de autosuficiencia y misticismo; nariz relativamente pequeña y labios gruesos.

La pegaste más a tu cuerpo. Sudaba. Su blusa blanca, húmeda, te invitó a apreciar sus pechos ardientes, erigidos. Dos picos de montaña lamidos por una nube espesa y ansiosa.

Experimentaste su calor de hembra nocturna y pueblerina. Qué agradable era sentir la presencia prodigiosa de una fémina junto a ti.

—No tienes cara de lugareño...

—Ajá, ¿te parece?

—Claro. Nunca te he visto por estos lares.

—Tal vez tengas razón. Pero me siento como si hubiese crecido aquí.

—¿Cómo te llamas?

—Alejandro... ¿Y tú?

—Lucía.

Su aroma de mujer joven te confirmó la alegría del seguir viviendo. Del seguir amando.

Mientras que una infinidad de pasos se dibujaban en la pista, recorriste su largo cuello exhalando un aire tibio, buscando provocarla, estimularla, hacerle llegar las mismas imágenes que tú ya tenías en la cabeza. Su cabellera negra se agitaba suavemente.

—Eres muy guapa, Lucía... —le susurraste.

—Eso dicen siempre los hombres cuando quieren convencernos —sonrió.

Siguieron bailando. Una canción. Dos canciones. Innumerables canciones. Ya no querías soltar a la muchacha. Y ella tampoco mostraba lo contrario.

Eran las cuatro de la madrugada cuando la fiesta culminó. Te olvidaste de los amigos. Sólo te interesaba llevarla abrazada. Transformarte en un oso perezoso enrollado en el tallo fino de un árbol.

Desde esa noche, tu rutina cambió drásticamente. Querías verla. Escucharla. Sentirla todos los días. La recogías en bicicleta de la escuela en donde ella trabajaba. Y pedaleando paseaban por entre vistosos maizales revoloteados por las alas blancas de las garzas. Campesinos incrustando sus lampas laboriosas. Bajo un ardiente sol bebían chicha de jora y comían platillos sabrosos a base de pescado. Eran o creían ser el centro de ese mundo onírico.

No deseabas abandonar tu puerto de tránsito. Pensaste en el porqué no viniste antes a ese fabuloso lugar. Tal vez no era tarde para reiniciar tu existencia en esas tierras fecundas.

De ese modo, transcurrió el tiempo. El país era un alboroto sin derrotero ciudadano.

Evitaste comentarle a ella lo sucedido. Construiste: una historia de trabajo, una pausa profesional fuera del centralismo, una búsqueda de nuevas posibilidades de desarrollo personal. Y ella se comió tu argumento. Tu pretexto.

Aunque en diferentes oportunidades te sedujo la idea de contarle la historia verdadera. “¿No es así como se hace cuando se ama a alguien con pasión?”, pensabas. Pero sin embargo te faltó valentía, cojones para hacerlo. En el fondo temías que eso pudiera hacer explotar la burbuja mágica que ambos habían construido. Finalmente decidiste dejar todo como estaba y disfrutar de lo que la vida te ofrecía en esa coyuntura.

Hasta que te llegó la hora de partir. Debías abandonar el lugar. La tempestad se avecinaba más y más. Ya casi la podías oler. Palpar. Sentir su sabor agrio. Doloroso.

Le dijiste que retornarías a la capital. Debías continuar con tus labores citadinas. Ella se entristeció. Te pidió. Te rogó...

—Quédate, Alejandro. Aquí tienes más posibilidades de trabajo. Hay menos comodidades que en la capital, pero podemos vivir juntos...

—Lo siento mucho, Lucía. Pero no puedo. No puedo. Tengo que viajar esta noche...

—Alejandro. Alejandro. Alejandro... —la escuchaste decir y le mostraste tu espalda ancha, angulosa.

Ya de noche, llevando tu maletín de lona al hombro y vestido con tus jeans desteñidos, caminaste sigilosamente, acompañado del fiel Pedro, por los bordes del río. Yerbas dormidas, lomos de piedras redondas y brillosas, minúsculos sapos escurriéndose en el barro.

Debías cruzarlo. Llegar a la frontera del país vecino y seguir tu rumbo. Encontrar cobijo. Tranquilidad. Evadir los azotes de la realidad que ahora se hacían casi inevitables.

Pedro y tú fueron dos sombras moviéndose como fantasmas. Las lechuzas y los grillos te despedían con su sinfonía campestre. Sentiste las palmas anchas de Pedro tamboreando tu espalda. Contuviste las lágrimas. No sabías si algún día volverías.

Con un nudo que ardía en tu garganta y mirando sus alegres ojos, dijiste:

—Gracias por todo, Pedro. Gran amigo. Muchas gracias...

—De nada, Alejandro. No te preocupes. Todo va a mejorar. Apúrate, sube al bote. Rema con fuerza, con mucha fuerza. Debes llegar al otro lado. Apresúrate...

Bajo el manto nocturno remaste. Remaste como nunca lo hiciste en tu vida. Las aguas estaban alborotadas. Gotas heladas saltaban y se estrellaban como escupitajos en tu cara, en tu casaca, en tu pantalón. Ya no veías a Pedro. Sólo agua. Agua. Su turbulencia. Su lamento. Su adiós.

Llegaste al otro lado. Bajaste, tal como Pedro te había indicado e ibas a escabullirte por entre los matorrales memorizados en varias sesiones noctámbulas. Se te hacía difícil divisar la otra orilla.

De súbito, escuchaste unos gritos. Dudaste. Conjeturaste por un instante que eran las lechuzas, los grillos, las aguas. Agudizaste los oídos. Y mezclado con el sonido del torrente: los gritos. Sí, eran gritos. Gritos reconocibles.

—¡Cójanlo! ¡Cójanlo! ¡Cójanlo! ¡Él es su amigo! ¡Su amigo! ¡Cójanlo, carajo! ¡¿No escuchan las órdenes de un superior?!

Pudiste captar la voz de Pedro, negando a los vientos la acusación. Forcejeando. Exasperado. Diciéndoles que todo era producto de una equivocación.

Antes de escabullirte, buscando la trocha indicada, llegó más nítida a tus tímpanos la voz femenina que dictaba órdenes.

Y tú te esfumaste, tras tu río de párvulo, repitiendo agitadamente su nombre: “¿Lucía? ¿Lucía? ¿Lucía?...”.