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El quinto clavadista

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Había doscientos espectadores aglutinados en el estadio municipal. Cuatro centenares de pupilas pendientes de cada paso del quinto clavadista rumbo al trampolín de siete metros que gozaba del privilegio de ser la más alta elevación del complejo deportivo. Al comenzar la contienda, la alberca era de un azul océano que magnificaba sus escasos doce pies de profundidad. Con su inusual configuración de triángulo equilátero hacía más nítido el momento en que los competidores entraban a ella, pues el foco de atención se reducía a un hombre, girando en el aire, teatral y osadamente, hasta precipitarse dentro de aquel microuniverso que lo acogería, previo a un consecuente y eufórico aluvión de aplausos.

“Complejo deportivo” era una licencia poética utilizada para definir aquel espacio de estructura circular, pobremente techado y lleno hasta el límite de su capacidad. Tendría un diámetro de veinte metros y de sus cuatro puntos cardinales colgaban reflectores de media intensidad que lucían anacrónicos atados a las pencas de guano que conformaban la primitiva cúpula del estadio. La electricidad dependía de una extensión que, una semana antes del evento, se empataba varias veces desde la casa más cercana, hasta colarse entre las infinitas hendiduras del techo, convirtiéndose en la instalación eléctrica más impresionante del cuarto y más obsoleto de los mundos. Al igual que para el resto de las casas del poblado, “impermeabilidad” era un nombre de muchacha desconocida y eso justificaba que el evento tuviera una fecha fija: el decimotercer día de agosto, acompañando a un terrible periodo de sequía y a una jornada de festejos callejeros. La ventilación era natural, por lo que los pobladores se jactaban de haber situado el estadio en el descampado más limpio de la zona para aprovechar la brisa que atravesaba las paredes, sin otras cortinas rompevientos. De la misma forma entraban el vapor vespertino, las moscas y el resto de los insectos aéreos, pero en el evento social más importante de Las Palmas y ante la excitación de los competidores y del público, eran obstáculos menores que podían obviarse sin graves problemas.

La rutina había sido dictada por el Presidente y se cumplía con metódica religiosidad: en la mañana celebraban una feria juvenil en el parque del pueblo y las competencias de clavado se realizaban durante esa misma tarde. El resto del año el complejo deportivo permanecía cerrado.

El motivo de que la piscina tuviera tres lados respondía a una innovación en la etapa ejecutoria, que tenía el propósito de ahorrar el material constructivo enviado por el gobierno de turno con una carta de autorización dirigida a los miembros del caserío Las Palmas, en la que oficialmente se aprobaba la construcción de un local de esparcimiento si los vecinos se hacían responsables del diseño y de la futura puesta en práctica del mismo. El vecindario estaba poblado por unas setenta casas con igual número de familias repartidas hasta, a veces, habitar cuatro generaciones bajo un mismo techo, de las cuales, al menos las dos intermedias habían participado activamente en la ejecución de aquel sitial que era el único en la comunidad en donde cabían todos los palmeros apiñados en ocho filas de bancos dispuestos en espiral.

A pesar de que la información que los pobladores tenían del clavado era básica: “deporte olímpico que consiste en un clavadista que salta desde un trampolín u otro sitio de altura hacia una piscina e incluye toda suerte de giros gráciles y artificiosos en su caída”, la premisa les interesó al punto de que había pasado una década desde que se aventuraron en la tarea de ejecutar su propio estadio. Luego gastaron años en entrenar a los atletas nativos y, desde entonces, con la inauguración del evento anual, que andaba ya por su tercera edición, los espectáculos se habían caracterizado por varias constantes, donde la más notable era el público, que estaba presidido por los fundadores de la región, acompañados de sus orgullosos descendientes, que conformaban entre todos una audiencia campechana y jovial en la que nadie tenía permiso para entrar ni bebidas alcohólicas ni armas blancas. En el cinturón del Presidente de la comunidad se oxidaba un revólver que había adquirido un carácter simbólico y ornamental.

El Presidente de la comunidad basaba el éxito del torneo y de toda su campaña política en una teoría que había heredado con su cargo de máximo responsable de Las Palmas y que nunca tuvo una idea exacta de quién la había originado: “Sin importar su tamaño, su nivel cultural o sus aspiraciones, lo realmente necesario para dominar a cualquier grupo social es la distribución de pan y circo. Es imprescindible darles algo de comer y un poco de entretenimiento”.

En efecto, desde que el Presidente decretó feriado aquel caluroso día del octavo mes para que los vecinos pudieran disfrutar del evento deportivo, el impacto en los grupúsculos inconformes de la población había sido palpable. Organizaban menos revueltas callejeras, pintaban menos carteles en el triste mercado del pueblo, hacían menos comentarios subversivos y, finalmente, se dejaban llevar por el jolgorio y se reunían con el resto de los pobladores a compartir cervezas mal fermentadas y de producción casera, mientras los competidores se catapultaban y con ellos las apuestas, que iban desde una hasta tres gallinas y dos sacos de arroz.

El quinto clavadista comenzó su caminata hacia el trampolín con el pleno convencimiento de que estaba cercano a alcanzar la cumbre de su carrera. La teatralidad con que se desplazaba dio margen a que la excitación de los espectadores se desbordara en decenas de gritos y chiflidos. Era el último competidor y sobre él pesaba la responsabilidad de concluir aquel campeonato municipal. Aunque su entrenamiento lo había preparado para ese instante, los nervios lo estaban traicionando públicamente. Convirtió cada peldaño de la escalera que lo conducía al trampolín en el escenario de un drama personal que los palmeros no entendían.

Evitó mirar dentro de la piscina, pues sentía un vértigo monumental que siempre había interpretado como símbolo del peligroso acercamiento al éxito. Al llegar al final de su trayecto, se le escapó una lágrima que los presentes no pudieron notar. Su cuerpo estaba rígido y los músculos sobresalían embadurnados con la crema reglamentaria, que era preparada con manteca de majá de Santa María (una culebra fácil de encontrar en los riachuelos cercanos a Las Palmas).

La trusa del quinto clavadista era un pantalón corto, carmelita y oscuro, que todavía mostraba huellas de su reciente etapa en el trabajo agrícola.

¿En qué pensaba en ese momento tan cercano a su más elemental noción de gloria?

Los palmeros habían estado en plena algarabía, dando brincos y hurras mientras los concursantes anteriores recorrieron el estadio para concluir parados en la cúspide de sus vidas, pero luego guardaban un respetuoso silencio para propiciar un ambiente tranquilo en el que los deportistas pudieran concentrarse y superar sus miedos. Cuando el quinto clavadista se preparó para ejecutar sus audaces maniobras voladoras, las expresiones de los vecinos del caserío Las Palmas lucieron petrificadas, como si solamente sus órganos vitales estuvieran al tanto de mantenerlos respirando.

De los saltos de los cuatro competidores anteriores, lo más notable fue cuando el segundo estuvo a punto de tocar el techo con sus pies (que puntearon, buscando prolongar la línea vertical en el giro que marcó la altura máxima de su parábola); el primer contendiente, al igual que el cuarto, intentó un doble salto mortal en el que se encogió durante las vueltas para entrar parado a la piscina; el tercero ejecutó el famoso “uno y medio”, que era un complicado ejercicio que exigía dar una vuelta entera y luego estirarse en posición perpendicular a la alberca, con las manos por delante. El quinto clavadista pegó los brazos a su cuerpo y después de aguantar la respiración se dejó caer.

La calma se rompió con el impacto. Al ver como se hacía pedazos, uniéndose a los cuerpos destrozados de los cuatro participantes anteriores y a los aplausos eufóricos de aquel público que escandalizaba una alegría incomprensible. Un público igualmente digno de haber perdido la voz siglos atrás en los entretenimientos salvajes del coliseo romano.

La piscina nunca tuvo agua pues nadie del gobierno de turno le explicó al Presidente que el clavado era un deporte acuático.