Letras
Dos cuentos

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Carita de ángel

Bailaba en los sótanos de un club nocturno que hasta hace muy poco funcionó sobre Avenida de Mayo al setecientos. El dueño del local, un baladrón furibundo de origen indecoroso, la había empleado a principios de diciembre para sanear una tríada de faenas elementales: ayudar a la patrona a limpiar el salón de jueves a domingos, prestarse a sus fervores de aguardiente entre los trastos inmundos del depósito de botellas y anudarse a un poste en medio de la pasarela vestida únicamente con un grueso pasamontañas. De los tres, este requisito le anegaba las entrañas con una tristeza insolente, recordándole a diario que ella, Anabela Cándida Morales, era fea.

Pese a todos sus esfuerzos frente al espejo, no conseguía enmendar ese garbo de maniquí envejecido que tanto horrorizaba a sus compañeras de trabajo. Algo en sus ojos —una mueca de espanto, la pródiga vergüenza de su desamparo—, confinados a los márgenes de un rostro excesivamente ovalado, la expresión ambigua de las cejas, la nariz —tallada entre los puñetazos de la infancia— o los labios hendidos en arcos pendulares, húmedos, ligeramente separados en un continuo gesto de asombro, contorneaban los rasgos de un semblante embrutecido, desconcertante, arduo de mirar. Había aprendido a hablar cubriéndose la boca con la palma de la mano, fumaba unos cigarros adulterados que el Gringo le conseguía a precio mayorista, y caminaba inclinando la frente hacia delante, clavando los ojos mansos en las punteras de sus zapatos.

Aquella madrugada se dejó explorar de pie, la espalda reclinada sobre el cobertor plástico de las cajas de cerveza, aspirando el olor rancio de una axila mal enjuagada. Abrió las piernas (despacio patrón, no me vengas con mariconadas de puta) doblegada por dedos ávidos que le teñían el cuerpo de espesas magulladuras. Las manos apretándole el vientre, devorándola entre furibundos remezones de vidrio que le aguijoneaban las costillas (puta, puta fea carajo) bajo el vestido de algodón floreado. Esperó —dócil, tumefacta— secándose la frente con el dorso de la mano, ofreciendo sus pezones con opulencia de madre, hasta que el sueño lo sorprendió —sueltos aún los pantalones— resollando a bocanadas sobre su regazo.

Se abotonó los ojales en silencio. La había llamado fea, puta fea entre jadeos, puerca, atroz. Si hubiera tenido un palo le hubiera molido la boca a golpes, porque era fea, es cierto, pero la buscaba a ella cuando la doña andaba echando espumarajos, a ella que le conocía los remilgos de hombre, que lo escuchó llorar como un infeliz la vez que casi perdió el bar en las carreras. Desgraciado. Lo habría asustado de lo lindo apaleándole esas nalgas trémulas, haciéndole exudar todo el alcohol que se tragaba —pobrecito—, para aguantar la noche entre malandrines. Porque en el barrio sabían de las deudas —carita de ángel—, de los aprietes del gordo Vega para cobrarse su ronda de barajas. Y la llamaba fea, con ese acento montuno que le recordaba a su padre el día que se vino para la capital, vacilante, hundiéndose el casquete de fieltro hasta las orejas, disimulando las lágrimas que se le escarchaban antes de tocarle los bigotes. Entre tantos nombres, el zángano le ablandaba los senos llamándola fea, pero cómo se cuidaba frente a la patrona, ahí todo era señorita y por favor, pavoneándose entre las mesas con aire de buen samaritano. Claro que si no fuese tan fea le acariciaría la cabeza sin asco, como le hacía a la Susi en la piecita del fondo, con los dedos lacios sobre la nuca, despacito. Pero ella era fea, y pronto lo vería anudarse el cinturón mascullando alguna grosería, escupiendo, hurgándose la barba con las mimas uñas roñosas que le había metido en la boca. Si ni siquiera se tomaba la delicadeza de sentir pena el miserable, aunque le arrancara el único viso que podía comprarse ahorrando las propinas de todo el mes. Porque ella jamás le pedía un centavo, para qué, mejor que juntara para pagarle al gordo antes de que lo mandara acuchillar como a Norberto, el pobre diablo de la tintorería que nunca le quiso cobrar el ribeteado de la capucha, de esa lamentable capucha que allí mismo le estaba calcinando la mollera.

Descorchó una botella de caña quebrándole el dintel contra la empalizada, tragó un buche (a su salud, mi amigo) y echando la cabeza hacia atrás —fea sí, puerca, atroz— de un solo tajo se cortó las venas.

 

Canción de cuna para nuestro desamparo

Corrieron calle abajo desesperadamente hundiéndose hasta los tobillos en el fango del solar baldío. La escuchó jadear saltando la medianera, “está cansada, hace tiempo que no la veo bien”, maldecir, trastabillar entre bidones y latas de kerosén desperdigadas. A pocos metros los vagos empuñaban las linternas bajo el torrente de agua, ojeando las siluetas esquivas de sus sacos contra el pabellón, alguien gritó “al piso, carajo”, pero el sonido se esfumó bajo el crujido de las alcantarillas saturadas de inmundicias. “No puedo más”, dijo Natalia apretándose el pecho con la palma aún teñida por la tinta de los bocetos, “seguí vos”. Sebastián se volvió a mirarla y la encontró pálida, suplicante, “¿cuándo dejamos que nos violaran la paz?”, aspirando a bocanadas los jirones de su miedo visceral. “Vamos a casa, nena”, dijo despejándole la frente, “un poco más, no me hagas esto ahora”. La incorporó del antebrazo obligándola a cruzar la bocacalle, “enderezate un poco, sólo faltan dos cuadras”, ella escupió una espuma ácida que barrió con el dorso de la manga, “se nos pudre la república y la madre que los parió”. Atravesaron la plaza tomados de la mano, los dedos trenzados en una madeja palpitante, febriles y ateridos, sin atreverse a escudriñar la esquina. La requisa del martes en el bar de Pablo los había enardecido como avispas, “se llevaron a Pirota”, les contó el Turco, “lo arrastraron de los pelos hasta la camioneta mientras cantaba la marcha de San Lorenzo. Al pobre no se le ocurrió nada más irreverente que aullar ‘honor al gran Cabral’ con los pulmones henchidos de patriotismo”, “¿y María?”, “lo está buscando como loca, por suerte se había demorado atendiendo una fractura al final de su turno, si no”. Pese a la inminencia del cierre de la fábrica habría querido contarle, besarlo en los párpados como la primera noche en las barrancas y decirle bajito que desde hacía dos meses era cuenco, “amor, cuando salgamos vamos a llevarlo al mar, como un bautismo, y esta pesadilla sólo nos dejará las marcas en el cuerpo”, pero los vagos embistieron las persianas poco después de haberlo visto llegar, “rápido, salgamos por el fondo”, sólo al sentir la fiereza del pavimento se dio cuenta de que estaba descalza, “tan desnuda, amor, con este frío y esos pies blanquísimos anegados de barro”, pero no le dijo nada para que no perdiera tiempo buscando los zapatos. A sus espaldas tronó una sirena y Natalia sintió que se le revolvían las entrañas, “creo que voy a vomitar”, “es el miedo, ya casi llegamos”, abrió la boca, dejó que la lluvia le limpiara la lengua, “bendito es el fruto de tu vientre”. Le pidió fuego sabiendo que no tenía cigarrillos, cerca de la barra alguien destrozaba “por una cabeza” entre los remezones de un whisky sin etiqueta, “¿querés bailar”, “y bueno, si vos me enseñás”, acercó su cadera a la cadera de ella, opulenta, húmeda, apremiante, y las piernas se le volvieron lánguidas, “no llores, nena, ya veo la ventana de la cocina”. Desde el patio de los Leguizamón el pibe más chico les hizo señas con una linterna, “apurate Sebastián que te vienen pisando los talones”, “tomaron la cortada”, pensó limpiándose los ojos, “si nos salvamos te juro que”. Saldría temprano a comprar leche para prepararle el desayuno, con pan tostado y manteca como le gustaba, “¿ya estás despierta?”, hundió la nariz en la nuca buscándole el sexo con manos ávidas, “me clava los huesos en la carne, tan flaquito, amor, cuánta pena”, “dame tus llaves”, dijo vaciándole los bolsillos, “pronto, nena, que ya están en la esquina”, el estallido los dejó sin aire, “están tirando los muy hijos de puta”, calzó la cerradura, la arrojó de bruces en la galería y corrió el pasador, “que pasen de largo, por favor, que pasen de largo”, permaneció con la espalda apoyada contra la puerta mirando la penumbra, la sangre estallándole en los oídos, ensordeciéndolo, “por una cabeza todas las locuras”. Ella sofocó una arcada reclinando la frente en el filo de sus rodillas, le buscó los ojos, implorantes, atónitos, fijos en el resplandor de la ventana, “voy a lavarte con agua tibiecita, amor”, quiso gritar, gritarle, pero apenas movió los labios en una mueca de espanto, la vio abrazar su vientre echándose de lado, “ruega por nosotros ahora y en la hora”, cuando el temblor en la puerta le desgarró las costillas, “Natalia”, balbuceó entumecido, lacerado, deforme, “no conozco ninguna Natalia”.