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“Bar”, Hillary YoungloveHubo Festival
Informe desde la otra fiesta

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Ya lo sé, no soy Hunter Thompson.

Empezaré este informe con una infidencia, con la confesión de un pequeño crimen, un crimen irrelevante, si se quiere: para obtener las boletas del Hay Festival falsifiqué un carné estudiantil.

Y daré también una justificación, quizás innecesaria, por esos días acababa de dejar mi empleo de tres años, un empleo en el que a decir de Nicanor Parra “había perdido la voz haciendo clase”. Con la pobre liquidación pagué tres meses adelantados de arriendo y con el resto llené la nevera con lo que más pude y bueno guardé algo de dinero para los pasajes y para comprar algún libro de uno de los escritores que asistirían al Hay Festival.

Las estrellas vivientes del evento eran Enrique Vila-Matas, Hanif Kureishi y Javier Cercas (se habló también de la presencia de García Márquez y Carlos Fuentes, pero en lo que a mí respecta estos son autores muertos). Entré a una de las librerías del centro (que por esos días exhibían orondas en las vitrinas todas las obras de los participantes al festival) y elegí Bartleby y compañía de Vila-Matas, motivado más por la misericordia y fascinación que años antes me había producido el abúlico personaje de Melville, que por los fragmentos y artículos que había leído de Vila-Matas en la red.

La publicidad televisiva arreciaba, como un viento indeciso golpeaba por todos los costados a cualquier hora del día. “Hay fiesta en Cartagena”, decía una voz entusiasta, “cuatro días de música, danzas y literatura”, y en otro comercial una palenquera (una negra vendedora de frutas) pregonaba con una porcelana puesta en la cabeza los nombres de los autores “Llevo a Vila-Matas, llevo a Carlos Fuentes, llevo a Jorge Franco, etc”. La inscripción como estudiante si bien era gratuita, pese a ser a través del correo electrónico, no era del todo sencilla; constantemente te veías en la necesidad de imprimir formatos, enviar fax y correos reconfirmando una y otra vez, y otra vez tu asistencia. Dos días antes del inicio del evento recibimos un último correo en el que se nos anunciaba literalmente que “debido al cupo limitado principalmente en el Claustro de Santo Domingo se ha asignado para ustedes el Salón Mutis, donde se proyectará a través de circuito cerrado de televisión. En el Teatro Heredia se ha asignado La Galería en el Cuarto Piso”. Claro, la ofensiva publicitaria había hecho su mella y para un evento donde se esperaban cuatrocientas personas se habían inscrito cuatro mil. Los yupis desplegaron su furor en las largas filas para conseguir boletas de última hora, los cazadores de autógrafos y fotografías pululaban como una plaga insaciable en las afueras del teatro y en las librerías. La reacción de los estudiantes no se hizo esperar, debido a que los correos enviados por la organización eran colectivos, decenas de notas de protesta empezaron a circular; una de éstas explicaba: “Un grupo de estudiantes de literatura consideramos la arbitraria decisión de los encargados de la organización (...) como un irrespeto contra aquellos que nos inscribimos dentro de los límites de tiempo establecidos. Se nos quieren imponer condiciones desconocidas en el momento de inscripción, en detrimento de nuestra calidad de asistentes al evento”, y la protesta adquiría más sentido si se tenía en cuenta que la mayoría de los verdaderos estudiantes venían de otras ciudades y habían hecho una inversión de transporte y hospedaje. Varias propuestas se esgrimieron vía e-mail, entre esas la de la realización alterna de un festival en las playas de la ciudad con un grupo de escritores disidentes (a saber: Vila-Matas y William Ospina), y la propuesta de una fiesta donde iluminados por el alcohol hallaríamos puntos coincidentes para acertar el gran golpe. Como era de esperar los organizadores no respondieron a ningún correo, ni plantearon soluciones. La mañana antes de que se iniciara el evento les escribí melodramáticamente: “Apreciados amigos. Totalmente consternado, petrificado, leo la notificación de que como estudiantes seremos relegados, por la organización de los eventos que se llevarán a cabo. Me parece una decisión injusta e irrespetuosa que contradice el supuesto espíritu de apertura del evento. Supongo que no hubo mala intención su parte, pero en su afán de desenredar este embrollo han intentado solucionarlo con un remedio que quizás les resulte peor. Espero que lo sepan resolver de la mejor manera ya que he recibido centenares de correos de gente demente y ofendida... Cuídense, muchachos”. Tampoco hubo respuesta.

Por la tarde en las afueras del teatro las filas eran menos nutridas de lo esperado, atisbé entre la fila de estudiantes con la intención de hallar un gesto o comentario desobligante sobre la organización. Adentro subidos en el culo de la mula veíamos (abajo) la minúscula escena preparada para la primera conversación, en medio del escenario había un pequeño montículo con dos sillas a la manera de los talk show americanos. Me pregunté infinidad de veces cómo sería la entrada de los participantes: uno entraría por la izquierda y el otro por la derecha, ambos del mismo lado, o saldrían de arriba sostenidos por una cuerda, o en medio del público, en fin. Salieron ambos por la izquierda y como si no se hubieran visto antes se dieron un fingido y torpe abrazo. Los participantes eran Jorge Franco y un errático y nerviosísimo periodista local, la charla fue tan sosa y trivial que una chica al lado mío la resumió con una frase: “Sólo faltó que le preguntara de qué color prefería los calzoncillos”. Sin embargo hubo un momento en ese primer evento, una fracción de segundo, en el que de verdad creí que algo iba a pasar, que alguno de los que estábamos en el cuarto piso, de los excluidos de la fiesta, quizás yo, se iba a levantar e iba a gritar alguna sandez. Pero nada, nada pasó.

Para el segundo evento ya mis expectativas habían menguado, cuando se levantó el telón el talk show había sido ampliado a cinco sillas y entre los participantes que debían defender “Por qué escribían” estaba Enrique Vila-Matas. Sí, era él, premio Herralde, premio Rómulo Gallegos y otros más; vestido de saco oscuro, con pelo engominado sentado en el centro del escenario, desprendiendo un aura enorme... hasta cuando empezó a hablar con una sarta de contradicciones y antipatías que lo hacían fluctuar por momentos entre la actitud de un adolescente altivo y la de un viejo senil, este segundo acto concluyó con un absurdo grito desde el público de “Viva España” que ni el propio Vila-Matas supo interpretar. Para el tercer evento, denominado “Dejemos hablar al cuento”, reunieron a un dudoso grupo de escritores al extremo teóricos, en donde dejaron hablar a todos menos al cuento. Precisamente al abandonar este evento descubrí dos cosas: una, que en las afueras del teatro había una enorme pantalla desde donde se podía ver y escuchar mejor, y dos (lo que sería mi sustento durante esos cuatro días), la reventa de boletas.

Los optimistas suelen decir que las crisis son oportunidades, los vividores complementan la frase “Las crisis de unos son las oportunidades de otros”. En este caso, así fuera circunstancialmente, yo estaba en el bando correcto y tanto el afán esnobista como la escasez de boletas y el desinterés policivo me facilitaron las cosas. Rápidamente de entre el manojo de boletas seleccioné las que más me interesaban y el resto las dejé a merced del mejor postor. En contra de cualquier pronóstico descarté para esa misma noche la conversación entre Marianne Ponsford y Hanif Kureishi por lo burdas que suelen ser las traducciones simultáneas, en cambio conservé para mí las conversaciones entre Oscar Collazos y Enrique Vila-Matas y entre Héctor Abad y Javier Cercas, y una denominada “La gala final” en la que al parecer los escritores asistentes compartirían con el público sus libros favoritos. Había pensado guardar una titulada “Hablemos de poesía” en la que se anunciaba participaría el gran poeta venezolano (premio Octavio Paz) Eugenio Montejo. Uno de mis objetivos definidos dentro del festival era conseguir, a petición de la revista Letralia, una entrevista con el viejo poeta, de quien sin saber conocía de memoria un poema recitado por Sean Penn en la película 21 gramos: “La tierra giró para acercarnos, / giró sobre sí misma y en nosotros, / hasta juntarnos por fin en este sueño”. Pero la tierra no giró esta vez o giró en sentido equivocado y Eugenio Montejo enfermó y se quedó en Venezuela, y en cuanto me enteré de esto, con rabia, me deshice de esta última boleta también.

Recaudé antes de lo previsto una buena cantidad de dinero y pensaba con éste comer alguna cosa y dotarme de algunos libros, pero algunas veces, sobre todo a ciertas horas de la noche, sobre todo ciertos días, la sed de cerveza se hace más fuerte que la sed de lecturas y el hambre, y, entre las puertas de las fiestas privadas a las que no fuimos invitados y los bares tropicales, mi pequeña fortuna, una cerveza tras otra, se fue desgajando. La ciudad amurallada estaba de fiesta y por las calles merodeaban algunos escritores menores y un torrente de periodistas y asistentes del Hay Festival, casi en cualquier esquina o en la barra de cualquier bar, como a la salida del teatro o en uno de los pasadizos del claustro, la gente se te acercaba a preguntar: “¿Has visto a Gabo?” o “¿Viste a Gabo?” o “Ese era Gabo, ¿cierto?” y yo por supuesto no había visto ni quería ver al tal Gabo.

Al día siguiente la segunda presentación de Vila-Matas, al menos para mis expectativas, fue un desastre. Esta vez se mostró como un ser extraño, tímido y hermético, por momentos balbuceante; anunció que quería cambiar la imagen que había dejado el día anterior y leyó de un tajo un poema completo de Fernando Pessoa y luego se enfrascó junto con Collazos en una absurda discusión en la que uno (Collazos) acusaba al otro de ser un ser blindado y el otro, algo blindado, se defendía diciendo que era tan normal como cualquier otro. Como se presentaron las cosas, así suene a rima boba, lo mejor del festival fue tener de cerca la presencia y la obra de Javier Cercas. En una charla amena con un Héctor Abad bajito, alejado de cualquier intención de protagonismo, Cercas el autor de ese fenómeno editorial llamado Soldados de Salamina, expuso con coherencia y sencillez algunos de los pilares de su vida y obra y luego se fue directo al aeropuerto tan callado como había venido.

Para la gala final las estrellas del evento se habían marchado y el telón del Teatro Heredia se abrió dejando al descubierto un disminuido panel de escritores en donde resaltaban Fernando Savater, Roberto Fontanarosa, Laura Restrepo y Oscar Collazos, al final mediante quién sabe qué secreto artilugio Roberto Fontanarosa fue elegido como el escritor del festival y premiado con una primera edición en inglés de dos tomos de la obra de Charles Dickens. La jornada concluyó con un desenfrenado y colorido desfile del carnaval de Barranquilla, que se fue alejando del teatro entre la algarabía y una alharaca de flautas y tambores.

Horas después, cuando todavía la ciudad bailaba, mientras deglutía sentado en la banca de una plaza un mendrugo de pan y una gaseosa comprados con mis últimas reservas, un grupo de sujetos entusiastas se acercó a mí para invitarme: “Hay una fiesta donde va a estar Gabo y están dejando entrar a los estudiantes”, me dijeron. “¿No vienes?”. “No, yo voy a otra fiesta”, les contesté cansado, pensando seriamente en el largo camino que aún me separaba de casa, en la frialdad de mi cuarto vacío y en aquel oportuno poema de Roberto Juarroz que hacía seis meses había colgado en mi puerta y en mis sesos:

A veces parece
que estamos en el centro de la fiesta.
Sin embargo
en el centro de la fiesta no hay nadie.
En el centro de la fiesta está el vacío
Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.

PD. Dos días después (mientras leía las últimas páginas de Bartleby y compañía) en la televisión nacional se presentó un programa en donde le hacían una entrevista a Enrique Vila-Matas. Esta vez era un tipo normal, agradable, casi dulce. En la entrevista decía que era el socio número 4.000 del Barcelona Fútbol Club, que deseaba fervientemente que el Real Madrid perdiera dieciocho partidos seguidos, que de sus libros los que más despreciaba eran los que habían tenido éxito (Bartleby y compañía, para ser exactos), comentó sus años de servicio militar en el norte de África y cuando en París fue inquilino de Margarita Duras, finalmente dijo que lo bueno de este festival era que le daba la oportunidad a la gente común de acercarse a la literatura y a los escritores que también son tipos comunes, y dijo que estos eventos ayudaban a difundir la cultura pero que ser culto no hacía mejor ni más humano a nadie, que ahí estaba de ejemplo la plana mayor de los nazis que escuchaban a Bach y a Mozart, pero que aun así lo que más odiaba en la vida era la incultura.