Letras
Dos relatos

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Monólogo interior

Otra vez atascado, maldita sea qué difícil es encontrar las palabras, las frases, luego cuadrarlas para que tengan sentido, borrar reescribir, borrar reescribir, y esta fatiga que no me deja concentrarme, y este dolor de cabeza y esta sensación de que todavía no estoy preparado, de que no he leído aún suficiente, tanto como hay por leer, tantos y tantos libros que no podré leer nunca, harían falta mil veces mil vidas, y además la tortura de tener que elegir, de abandonar dolorosamente unos para poder leer otros, esa desgarradora renuncia que siempre me recuerda la historia de la madre que tuvo que decidir cuál de sus dos hijos iba a ser sacrificado para que no lo fuesen los dos. Por favor, es demasiado cruel, Zweig, memorias de un europeo, Graves, yo claudio, el conde belisario Lampedusa, el gatopardo, Alain Delon, el cine, mi adorado cine, cuántas y cuántas películas vistas una y otra y otra vez, al menos el cine es finito, mensurable y la calidad es más evidente a priori, o eso creo, los libros no, son infinitos, incontables, no caben en el tiempo de una vida, y luego las relecturas, los que te han señalado para el resto de la vida, cien años de soledad, la ciudad y los perros, los idus de marzo, el quijote, Borges, siempre Borges, entrañable, inexcusable, portentoso, humilde, sabio, irónico, maestro, siempre maestro, dueño de las palabras, invocador de misterios atávicos, padre de criaturas imposibles, rioplatense de otra parte, poeta, cieguito, viajero, mi adorado Borges, gracias, gracias por todo, iré a Suiza a visitar tu tumba, algún día, ahora debo concentrarme, imaginar palabras, asirlas, aprehenderlas, usarlas como ladrillos, construir con ellas, y las ideas, las ideas también se las traen, son antes, son después, escribes y te vienen conforme vas escribiendo, hay que tenerlas previamente, es un dilema, y esta sensación de desamparo, de no saber adónde coño acudir para que me cuenten cómo coño se hace para escribir como Cercas, como Grandes, como Millás, como Marías. Hoy he leído que Walter Benjamin fue secretario personal de James Joyce, será Dublín un criadero de portentos o se trata más bien de una afortunada conjunción astral, aprendió sin duda Benjamin de Joyce pero el talento ya lo poseía de antes, no lo pudo adquirir, no se contagia, si así fuese yo habría peregrinado por el mundo visitando las casas de mis escritores preferidos, vigilándolos, acechándolos, como el felino a su presa, siguiéndolos por las calles, Auster en Nueva York, siempre viaja en metro, yo con gabardina, el cuello alzado, las manos ateridas de frío en los bolsillos, bufanda hasta la nariz, y Auster, alto y cetrino, sujetando con un brazo asido a una barra su corpachón sacudido por los vaivenes del metro. Recuerdo Manhattan en otoño, setenta y dos grados Fahrenheit, Broadway con la cuarenta y dos, siete de la tarde, anocheciendo, las aceras pobladas de grupos de jóvenes negros escuchando música que sale de unos enormes loros que llevan consigo, un negro le dice algo a Ana, yo la cojo del brazo y apresuro el paso, no quiero líos, me da pánico que puedan violentarla, agredirla, ya en el hotel nos advirtieron que no debíamos andar de noche por las calles, que tomáramos taxis, se nos hizo tarde, yo quería ver el Madison Square Garden, y al final casi nos llevamos un buen susto, otra noche las torres gemelas, qué bonito se ve Nueva York desde la última planta de una de las torres, ahora ya no están. Ahora que lo pienso también es casualidad, porque en aquel viaje visitamos las torres gemelas y mira lo que pasó, pero es que en Los Angeles fuimos a ver los Universal Studios y años después ardieron, adiós al escenario de corrupción en Miami, y además el mismo día que teníamos previsto salir en coche para conocer San Francisco fue cuando el famoso terremoto que derribó el Golden Gate, que tuvimos que llamar de prisa a nuestros padres para tranquilizarlos, qué jóvenes y felices que éramos, ahora ella también lo será, feliz, ya no tan joven, con su hijita, yo ya ves, hace seis meses que rompí con mi última novia, está claro que la convivencia no es lo mío, tardé en comprender que cuando entre dos personas se establece un monólogo uno de los dos sobra, tal vez por eso escribo, porque me gusta monologar, pero también quiero conversar, pero no siempre, no siempre, me gusta sobre todo la soledad, soy un tipo solitario porque así lo he elegido, pero no me siento más solo que tantos y tantos que no consiguen escapar de la soledad rodeados de gente por todas partes y se inventan preocupaciones para sentirse vivos y útiles, socialmente útiles, y en realidad no viven, hacen como que viven, pero no deciden, no eligen, les da miedo la libertad esencial del ser humano, les da pánico asumir la responsabilidad que conlleva elegir, decía Víktor Frankl que debían erigir una estatua de la responsabilidad en la costa oeste de Estados Unidos, para compensar y equilibrar la de la libertad en la costa este, porque ser libre, infinitamente libre implica ser responsable, infinitamente responsable y eso es lo que infunde temor, no estamos preparados para la responsabilidad, no nos han enseñado en la escuela, ni en casa de pequeños, ni en la universidad y ahora no queremos renunciar a la desidia que se ha instalado en nuestras vidas, es cómodo esconder la cabeza bajo el ala, no queremos renunciar a la recompensa inmediata, aquí te pillo aquí te mato, el ordenador, el emepetrés, el móvil que hace fotos, el mando que acorta distancias y no produce agujetas, el coche con airbag en el espejo retrovisor, el chalé adosado a otros dos, tres dormitorios, dos cuartos de baño, garaje, piscina comunitaria, y al banco que le den, con sus puñeteras letras, que no llega el sueldo a fin de mes, que o bien lo suben o acortan los meses, pero esa tele panorámica, ese cine en casa, ese deuvedé, y yo que no consumo, que no me atraen los anuncios, que gasto la misma ropa desde hace ni me acuerdo, que ya casi doy pena y el otro día dije basta, me compro todo nuevo y me fui al corteinglés y me fundí la visa venga a comprarme ropa, que el mariquita que me atendió no daba crédito, yo en plan Bogart, verás, chico, a mí esas mariconadas de probarme y mirarme al espejo y que si sobra por aquí y falta por allá y qué tal me queda de cintura y esas cosas me revienta, así que confío en tu ojo clínico, si me va gustando lo que me traes y no tengo que entrar mucho al probador, el saldo de mi tarjeta es tuyo, chaval, y vaya que fue así, que tras vaciar media sección de caballeros y pagar y tomar un café no podía quitarme de la cabeza aquella gabardina de color oscuro que no me había querido probar porque a ver qué hago yo en Málaga con una gabardina, y me terminé el café y me fui de nuevo en busca del mariquita y le dije a ver esa gabardina, que me da mala leche no ponérmela luego pero es que a veces voy a Madrid o a Barcelona y la echo en falta y él me dice claro que sí, no faltaba más, que siempre va bien como fondo de armario, no sé si me estaría vacilando, pero saqué de nuevo la tarjeta y me dice que le sale que pase por atención al cliente, que no hay saldo, así que saco la de repuesto y pago, pero ya me he fundido la visa, y menos mal que yo no soy consumista, sino más bien un tipo solitario con inquietudes intelectuales y ahora me ha dado por escribir y lo llevo fatal porque en el taller todos escriben con soltura, no sé, con arte o como sea y a mí me cuesta un huevo llenar de palabras las hojas y que tenga sentido lo que escribo, y casi siempre estoy bloqueado pero voy notando algo, no sé bien qué, pero a veces, por las buenas, me pongo a escribir y no paro, no puedo parar, como ahora mismo, que estoy en la cama porque el día ha sido una mierda por la puta alergia y no me concentraba ni para mear y ya en la cama, con el mac inalámbrico sobre la almohada que ocupaba Conchi leo un poco al voleo páginas de las obras completas volumen IV de Borges, luego de el hombre sentimental de Marías y por último de caperucita en Manhattan de Martín Gaite y de pronto cojo el mac y escribo el puñetero día en el diario y luego otro día jodido en otro diario que llevo de un alter ego mío que es un náufrago del siglo diecisiete que vive en una isla desierta y es tan desgraciado que ni siquiera tiene loro como Robinson, ni Viernes ni nada de nada, por eso lo voy a dejar que se pudra en la isla a ver si revienta, que se joda como yo en la mía que no es geográfica sino mental, rodeada de estupidez por todas partes, como la suya de agua, y es como decía el otro que sólo existían dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, pero que lo del universo no lo tenía muy claro y abro el Word y me pongo a escribir y todavía no he parado, no he podido parar y no releo ni reescribo, si acaso las faltas de ortografía que son por teclear rápido y ahora me doy cuenta de que son palabras lo que llenan estos folios digitales y palabras que salen de mí y forman frases inconexas pero que para mí tienen sentido y tengo ideas y tengo necesidad de trasmitir esas ideas, inquietudes, dudas, dilemas, agobios, fobias obsesiones y pajas mentales de todo tipo que siempre han estado ahí o bien se han ido incorporando a lo largo de mi vida y yo no he sido consciente, no me he dado cuenta hasta que me he puesto a escribir y de pronto van saliendo, las voy identificando y al sacarlas las exorcizo y me siento mejor y más optimista y todo me parece más fácil y sueño y deliro y a lo mejor hasta publico algún día y me vuelvo un divo como Gala y me compro un perro.

 

Recuerdos de un difunto

El día de mi funeral amaneció lloviendo. Siempre llueve en Filadelfia cuando menos falta hace, pero eso, como ahora sé, pasa en todas partes. Los que habían acudido al cementerio para darme el último adiós se estaban empapando mientras esperaban con impaciencia a que mi ataúd fuese acomodado dentro de la tumba. Era una maniobra delicada, habida cuenta de que sería mi lugar de reposo eterno, y eso es mucho tiempo, sobre todo si no han colocado debidamente el féretro y además de muerto te encuentras incómodo.

Es curiosa la vida de un muerto, si me permiten la expresión; supongo que, para compensar el habernos quitado la vida, se nos otorga a cambio el don de la sabiduría, si por tal entendemos la capacidad para conocer, hasta el menor detalle, todo cuanto ha ocurrido desde nuestro nacimiento hasta la fecha de nuestra muerte, tanto si nos ha concernido directamente durante nuestra vida como si no. Así, yo he podido saber ahora cosas que en mi vida mortal desconocía, como, por ejemplo, de qué hablaron aquella chica y sus amigas, en el instituto, después de que la invitase al cine, o qué conversaciones mantenían mis padres antes de decidir un castigo por mi mal comportamiento o rendimiento escolar, o cuál de mis jefes se opuso férreamente a mi ascenso a pesar de que lo merecía, o qué decidió a mi novia a decir que sí cuando le pedí que nos casáramos. Supongo que soy lo que los vivos denominan un fantasma, y eso seré el resto de mi muerte, de mi vida no mortal, que imagino será eterna, si hablar de tiempo tuviese sentido en mi nueva condición.

Ahora podía ver a Joanna y a Evelyn colocando cada una un ramo de flores sobre mi tumba, con delicadeza, casi con ternura. Reflexiono sobre este hecho y concluyo que la vida es irónica, ya que mi muerte prematura fue causada por ellas, y no se trata de una metáfora; quiero decir que, literalmente, fui asesinado por ellas ayer mismo.

Ahora sé que ambas se conocieron en un centro comercial de Filadelfia ayer por la mañana. Joanna se encontraba en la ciudad cubriendo un simposio sobre Internet para su periódico de Sacramento y había decidido quedarse un día más, el sábado, para ir de tiendas y comprarse algún conjunto de ropa. También compraría alguna cosa para sus padres y algo especial para Laura, su pequeña. En la sección de lencería se fijó en un camisón de encaje y al extender el brazo para cogerlo otra mano se le adelantó. Giró la cabeza y vio a una mujer, más o menos de su edad, que también la miraba; siguieron así, mirándose fijamente, algunos segundos más de lo que hubiese sido necesario, pero por algún motivo no podían apartar la mirada, que en ambas era escrutadora e inquisitiva, como necesitando saber más una de la otra. Disculpe, dijo Joanna con una sonrisa, coja usted el camisón, yo no lo necesito en realidad. Dudó un instante antes de preguntar. Perdone pero, ¿nos conocemos de algo? Puede ser, dijo la otra mujer, también con una sonrisa, me llamo Evelyn y vivo en la zona este, cerca de la carretera hacia New Jersey, y miraba a Joanna con intensidad, como asombrada. Tal vez le parezca un disparate —dijo enseguida— pero, ¿le importaría que la invitase a un café? En absoluto —contestó Joanna. Y las dos se dirigieron hacia la cafetería.

Permítanme que les cuente algo de sus vidas, porque es importante para esta historia. Evelyn nació y creció en Filadelfia y desde niña supo que se casaría con el hombre de sus sueños, cuando acabase los estudios universitarios. Y así fue. Le conoció en la universidad, durante una fiesta de hermandades, y sostuvieron un noviazgo platónico impuesto por ella, que se prolongó, contra el pronóstico de sus amigas, hasta el día de la boda. Tras la ceremonia volaron a Cancún en viaje de novios. Fueron días de amor y júbilo. Nadaban, paseaban, veían atardeceres crepusculares y amaneceres radiantes, se emborrachaban, hacían el amor. Nunca estiraron tanto el tiempo como en su luna de miel, era como si prolongasen cada minuto, como si midiesen el tiempo en milésimas de segundo, siendo conscientes de cada una de ellas y disfrutándolas con plenitud. Ahora Evelyn es madre de tres hijos, dos chicos y una chica, que van a la misma escuela cerca de casa, en un barrio residencial al este de la Filadelfia. Es razonablemente feliz, trabaja de nueve a cuatro como secretaria en una firma de abogados y cuando termina toma clases de tai-chi en un gimnasio que hay frente al bufete, lo que la relaja lo suficiente para llegar a casa descansada y a tiempo para preparar la cena de los niños, que llegan poco después de la escuela. Lo único que enturbia la felicidad de Evelyn, y le molesta cada vez más, son las prolongadas ausencias de su marido quien, como responsable máximo de ventas de la compañía para la que trabaja, se ve obligado a viajar constantemente por todo el país y pasa, por lo tanto, poco tiempo en casa. Demasiado poco, al parecer de Evelyn.

Joanna nació en Sacramento y estudió periodismo en Berkeley. A diferencia de Evelyn, ella nunca pensó en casarse, y su única meta era convertirse en corresponsal de un periódico con tirada y vivir la vida de manera independiente y responsable, sin más juez que ella misma. Pero un romance de pocas semanas le trastocó los planes mediante el viejo recurso del embarazo inesperado. Incapaz de resistir la insistencia de su pareja y la súplica de sus padres, acabó accediendo a casarse. Hoy día vive con desahogo en Sacramento, donde trabaja para un periódico local, no precisamente de tirada, pero tiene el cariño de su hijita quien, al cuidado de los abuelos, espera con ansia su regreso cada vez que Joanna tiene que viajar para realizar alguna entrevista o cubrir un reportaje.

A su marido apenas lo ve, ya que él también viaja con frecuencia, pero sabe que adora a la niña y eso le basta. Desea que su hija crezca con un padre, aunque no lo vea todos los días, precisamente.

Ahora las veo en la cafetería, conversando. Se muestran algo rígidas, ansiosas y a la espera, no saben bien qué, pero hay algo importante que van descubrir, están seguras de ello. En un determinado momento Joanna abre el bolso y saca una fotografía. Esta es mi familia, dice, Eric, el mayor, Sebastian y Ellen, la pequeña. El que sonríe es Alfred, mi marido. Entonces Evelyn detiene la respiración y dirige una mirada interminable a la fotografía. Joanna se da cuenta y no aparta sus ojos de los de Evelyn, quien, tras un momento que se hace eterno, los levanta y le devuelve la mirada a Joanna. Se cruzan sus miradas, se hieren mutuamente, luego, tras un par de segundos o minutos, tal vez horas (han perdido toda noción de tiempo) se iluminan y comprenden. Por fin comprenden, ahora ya no hay lagunas, ya todo queda claro para ellas. Resulta innecesario, pero Evelyn saca a su vez una fotografía de su bolso y se la muestra a Joanna. Esta la mira y casi sonríe. Se cruzan de nuevo sus miradas, esta vez serenas y decididas. Se levantan y salen de la cafetería.

En ese mismo instante, yo (mi yo mortal) estaba terminando de hacer la maleta en la casa de Filadelfia. Tenía que viajar a Los Angeles para cerrar varias ventas importantes y, con suerte, podría pasar el fin de semana siguiente en Sacramento. Había algo que olvidaba, siempre tenía esa sensación cuando me disponía a viajar, supongo que tenía que ver con la necesidad de no dejar pistas. Estaba a punto de cerrar la maleta cuando oí abrirse la puerta. Recordé que era sábado y que Evelyn había ido de compras al centro, me extrañó que volviese tan pronto. Salí del dormitorio y las vi de pie frente a mí, Evelyn con un cuchillo de la cocina en su mano derecha. Todo ocurrió en un instante (o eso creí entonces): mi sangre salpicando la blusa de Evelyn, su voz gritando a Joanna que diese la vuelta a la casa y rompiese desde fuera el cristal de la ventana del salón, para simular un robo con allanamiento. Es curioso, siempre creí que, de ser descubierto, sería Joanna la autora de la venganza, siempre la supe capaz de matar. Pero nunca lo sospeché de Evelyn. Sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, tuve la certeza de que iba a morir y me pareció justo. Ellas tenían derecho a disponer de mi vida, como yo había dispuesto de las suyas. Volví la cabeza hacia la ventana a tiempo para ver los cristales rotos cayendo dentro del salón. Vi, en el horizonte, un frente de nubes negras. Creo que mañana lloverá, fue mi último pensamiento.