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Historia de barbero

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Hasta la Virgen lleva sombrero en el camino hacia la gruta. Va de pie en las parihuelas; sobre el tablero recubierto por satén celeste. Tras ella: la tambora, un par de platillos, dos flautas, y las columnas de fieles que repiten al unísono el “ora pro nobis”.

Un hombre ha descendido del colectivo que pasa por allí diariamente alrededor de la media tarde. A lo lejos, aún distingue los colores en la vestimenta de los rezagados que se apresuran.

El pueblo está desierto y en silencio. Por momentos, el viento levanta la tierra liviana y caliente. Acarrea, entre tumbos, las ramas secas que él mismo arrancó de los arbustos. Algunas casas, originalmente blancas, rodean la plaza. Otras se distribuyen en varias cuadras a la redonda, orientadas hacia los cuatro puntos cardinales. Como esperando al recién llegado, la puerta de la peluquería permanece abierta.

—Claro que hay gente aquí; pase, don Agapito. ¡Lo veo y no lo creo! ¿Le asombra que lo reconozca? ¡Cómo olvidarlo después de todo lo que pasó! ¡Siéntese, cuántos años! Se ve usted algo cansado. Debe de ser por el recorrido en un vehículo incómodo. No... ¿para qué? No valía la pena venir en alguno de los de su propiedad por lo pésimo que es el camino. ¿Acepta un guarapo? No puedo ofrecerle nada más, ni siquiera una soda porque las pulperías están cerradas. Todos se han ido hasta la nueva gruta. En rogativas por la lluvia, como ya se sabe. Regresarán a las siete, para que no los castigue tanto el sol.

—Así ha de ser, don Agapito. Ningún punto de comparación entre este pueblo y los países que usted ha recorrido representando al gobierno. Sí, tiene razón, hay pocos cambios por estos trechos. Recién aumentaron cuatro hileras de ladrillos en la barda de la iglesia. Claro que robaron; fue el año pasado. Treparon por ahí unos pícaros que iban de paso. Se llevaron los candeleros de plata y la corona de “Nuestra Señora”.

—Alegró mi tarde con su llegada. Sí, también yo creo que iba siendo hora de su regreso definitivo.

—Los años no se ven en usted, pero con todo respeto: “está mal rasurado”. Es así: las máquinas eléctricas no sirven. Yo sé que a usted le gusta el afeitado al estilo criollo. Por nada más le voy a regalar un trabajo impecable. Pero venga, siéntese en esta butaca y póngase cómodo. Gracias por sus palabras; el mérito no es sólo mío. El oficio me lo dieron los franciscanos y la experiencia... el montón de años que pasé trabajando aquí y en el exilio.

—¿Está bien así? El ayudante no puede saludarlo. Es mi hijo Pedro, el más chico. Nació ciego y sordomudo. Fue por la enfermedad de su madre cuando estaba encinta. Estoy de acuerdo con usted: “la vida es amarga”.

—Aunque no crea, don Agapito; siempre estuve seguro de su regreso y fíjese, ¡aquí está! Sí, señor, la memoria es débil. Le creo cuando dice que se le han ido borrando muchas cosas importantes. Ojalá conmigo hubiera ocurrido lo mismo, pero no fue así.

—El otro cambio en el pueblo es el cementerio nuevo, sólo para los niños. ¡Tantos angelitos! El camposanto antiguo quedó chico por las malas rachas del vómito y la diarrea. ¿Caminos? Ya los vio. Frutas y verduras, cuando no las achicharra la sequía antes de la cosecha, se pudren en espera de los camiones para llevarlas de aquí. La época de lluvias es la peor; por el jabón que se forma con tanta agua y arcilla.

—Es muy buena su intención de poner aquí una tejería. ¿Así que vino a echar un vistazo antes de hablar con sus hijos y los proyectistas? Disculpe que lo haga sentir como atado de brazos y piernas al sillón empotrado. Es el modelo de la bata. La estoy estrenando en usted. ¿Parece un preso? ¡Ya me hizo reír!

—Seguramente a los demás también les podría interesar su propuesta de inversión. Lamentablemente no lo vieron cuando usted llegó. La navaja todavía no está a punto. Voy a sacarle un buen filo con la correa, aquí a su lado; mientras conversamos.

—No, no desconfíe de mi vista ni de mis manos. Estoy viejo pero las conservo bien. Mi hijo dice que tengo un pulso como de cirujano. ¿Cuál? Rosendo. Desde la ciudad nos asiste económicamente a su hermano y a mí. Lo hice estudiar para dentista. Con privaciones, don Agapito, con privaciones. Sólo cortando barbas y cabellos, y claro... con lo que me dieron por hombrear los cajones de pescado en El Callao. Lejos de la tierra, es verdad; pero con la idea fija de volver.

—Vamos a reclinar un poco la butaca, para facilitar mi trabajo. ¿De viudo?, llevo dos años. No he querido irme a la ciudad como Rosendo me propone. No he aceptado hasta el día de hoy, por esperarlo a usted, Agapito.

—¿Para qué? ¿Todavía no se dio cuenta? Esta correa no está de buen temple como para afilar cuchillas. La vamos a tensar. ¿Olvidó acaso que unos cuantos y yo no lo apoyamos en su posición política? ¿No recuerda lo que entonces inventó para acusarnos de complotar contra el gobierno? Había epidemia de rubéola. Eso sí no lo olvida porque hasta usted enfermó.

—Falta poco, Agapito. Vamos a probar el filo cerca de las patillas. De nada sirvieron las declaraciones hechas a mi favor por Monseñor Manresa y los otros curas que me criaron. Para evitar represalias, hijos y esposas tuvieron que huir con nosotros. Mi mujer estaba embarazada y se contagió del mal, monte adentro.

—Ya me parecía que no estaba bien afilada. ¿A ver en el mentón? El ejército nos rastreó durante varios días. Sabíamos que tiraban a matar. Mientras cruzábamos los curiches sumergidos hasta el coto, escuchábamos el latido de los perros.

—¿Siempre transpira así, Agapito? Lucía, mi hija, fue la primera víctima. Entre convulsiones la consumió la fiebre. Para sepultarla cavamos a machete limpio. Y continuamos abriendo sendas; hasta salir a la frontera.

—¿Le volvió la memoria, Agapito? ¿Se acuerda de mi puerca de raza? Su lechigada, por lo general, era de diez chanchitos. Me la había regalado mister Thompson, esa vez que fui hasta su estancia para curarle un uñero. El bigote sobra, lo vamos a recortar antes de rasurarlo. Usted mandó que secaran a mi padre al cepo, mientras yo estaba de huida. No sólo ordenó que se llevaran la puerca y los lechones sino también mi material de peluquería y la máquina de coser en la que trabajaba mi mujer.

—No grite, ¿para qué? Nadie va a venir en su auxilio. Sólo hemos quedado tres personas en el centro del pueblo: usted amarrado, Pedro, que no se da cuenta de nada, y yo prestándole un servicio. Junté todas las toallas. Son regalos de mi hijo. ¡Ya, cállese carajo! Bien sabe para qué las voy a necesitar.

—Pasé años imaginando este momento. ¡Ojalá estuviera aquí mi compadre Néstor! Meses después de salir del monte se volvió sordo, dicen que a causa del paludismo.

—Allá, entre las espinas, no hay médicos, Agapito. No hay vacunas, sueros y a veces ni siquiera hiel de jochi. Tampoco en el monte hay muñecas. Mi hija las pedía en su delirio. No voy a dejar rastros, se lo aseguro.

—¿Cómo dice? No mienta ya, deje de lloriquear ahora que hemos recapitulado juntos la verdadera historia. ¡Qué olor insoportable! Bueno, sus pantalones no me importan y no pienso usar más el sillón después de limpiarlo. También puede vomitar todo lo que tenga, Agapito. Orine, berree, y si tiene con qué hacerlo, ¡arrepiéntase!

—Éste es el filo que necesito en la navaja.