Letras
Dos cuentos cortos

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Dogmas

El violador cayó de bruces sobre el empedrado. El alcalde y sus asistentes lo rodearon. Tras fuertes forcejeos, lo amarraron del árbol más cercano con el fin de ejecutarlo. El párroco arribó jadeando, crucifijo en mano, y empezó a reñir con el alcalde, “¿Quién eres tú para ultimarlo? Dios es el único que puede juzgar a esta oveja descarriada de su rebaño”. El alcalde, a su vez, preparó el fusil y repuso, “En eso estamos de acuerdo, Padre. Pero como se trata de mi hija, es mi deber hacer que Dios juzgue a su sobrino cuanto antes”.

 

Malentendido

Él aguarda en uno de los bancos que bordean el parque. Mira su reloj de pulsera y advierte que son las cinco de la tarde. De repente, un pequeño se le acerca, y, sin más ni más, lo ciñe con brazos de manos inquietas. Él trata de apartarlo, no sin cierta aspereza, pero se turba al escuchar una voz femenina:

—Pedrito, ¿qué haces?

Para su asombro, la mujer se sienta a su lado e inquiere:

—¿Le ha molestado el niño?

Él se encoge de hombros tratando de decir algo, pero no sabe qué. No entiende nada. Y para evitar contratiempos, resiste las ganas que tiene de por lo menos agraviarlos.

Un carro descapotado se estaciona frente a él. Tras incorporarse del banco, el niño musita palabras ininteligibles, mientras la mujer se retira despacio y le dice entre tímida y pícara:

—Disculpe, fue un malentendido.

Él hace —todavía sin comprender— un gesto de aquiescencia con la cabeza. Avanza hacia el carro, abre la puerta, se sienta en el sillón delantero y saluda con cierta frialdad a los cuatro pasajeros. Mira sobre su hombro y ve a la mujer y al niño tomarse de mano y alejarse con premura. No puede evitar una inexplicable sensación de ternura. Levanta la vista, vacilante, y les lanza una mirada que, como ellos, se pierde entre un tropel de gente.

 

Ya en la autopista, entre risas y elogios, el chofer dice:

—Vamos, saca aquello; no aguanto las ganas...

Se busca en la chaqueta; los bolsillos delanteros; los traseros.

—¡Mierda!

El carro frena bruscamente. Los cuatro hombres lo sacan a empellones y lo arrojan al suelo. El chofer toma un revólver, se ajusta las gafas, lo mira con desdén y sentencia:

—Me aseguraré de que no vuelvas a engañarnos..., perro.