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El siguiente, por favor

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Creo que estuve a punto de matar a un hombre por culpa de una mujer. Yo acababa de cumplir entonces once años y era un completo idiota. Ella tenía trece y lo sabía perfectamente. Su nombre era Jeni. Jeni vivía justo frente a mi casa. Yo me peinaba hacia medio lado y usaba sueltos los cordones de los zapatos. Secretamente guardaba en mi cartera un preservativo y un cigarrillo que alguna vez había tratado de fumar, pero que el miedo había apagado. Jeni era mi novia, pero nunca nos habíamos besado. Ella me decía que tuviera paciencia, que si me portaba como a ella le diera la gana pronto dejaría que le agarrara la mano. A mí esto no me preocupaba. En realidad, no le había pedido a Jeni personalmente que fuera mi novia, lo había hecho a través de una amiga en común y me sorprendió cuando ésta trajo como respuesta un sí. A decir verdad, yo ni siquiera le había pedido el favor; fue ella la que vino con el tema y se ofreció para ir a hablar con Jeni. Por eso, cuando regresó con la noticia de que yo ya tenía novia, se me aguó la boca y no pude evitar sentir la lengüita de Jeni rozarse con la mía.

Para esa época empecé a soñar despierto: que yo era un tipo de quince años que me paseaba con unos compinches en bicicleta a altas velocidades por las calles del barrio, que tenía el pelo largo y una gorra de los Bravos de Atlanta colocada hacia atrás, que incluso podía fumar sin esconderme, y los demás chicos no sólo me admiraban y temían, sino que además envidiaban que Jeni fuera mi novia. Mientras la besaba en la calle, todos se morían de ira queriendo ser ellos los que pudieran agarrarle las tetas que eran bien grandes para tener trece años.

Pero todo eso se iba al diablo cuando Jeni me prohibía que la besara y que les dijera a los demás, aunque andábamos juntos para arriba y para abajo y ya todos se estaban dando cuenta. Incluso en las fiestas nos sentábamos juntos, pero como yo no sabía bailar, ni me interesaba aprender, empezaba a meterle conversación, y ella aburrida miraba para otro lado como diciendo “cállate”. Bostezaba un poco y movía los pies bailando sola, pero sentada. En ese momento llegaba un tipo grande y la sacaba a bailar, sin siquiera mirarme. Yo hacía como si no me importara y pasaba un disco, luego dos y yo como si nada; tarareaba tontamente las canciones, y tres y luego cuatro y así hasta que hallaba el valor para pararme y largarme de ahí.

Pero esa noche entré a la sala. Había muchas parejas bailando una balada de amor, todos abrazados, pero nadie se movía. La sala estaba bastante oscura, había una luz azul tenue que permitía divisar un poco las formas; busqué a Jeni, pero no logré reconocerla y opté por buscar al tipo de turno, que tenía una camisa roja a cuadros. Lo vi en un rincón besando a una chica. Me acerqué para preguntarle por Jeni, pero cuando la reconocí y vi su lengüita en la boca de ese imbécil, juro que sentí odio, no podría explicarlo, pero en ese momento, justo en ese momento y aún después de empujarlo, me sentí como un tipo de quince años que usa el pelo largo y una gorra hacia atrás y puede fumar y aunque sabía que no era cierto estaba dispuesto a dar la pelea, pues era lo suficientemente idiota como para iniciar una pelea perdida. Era demasiado orgulloso para llorar, pero muy débil, muy niño para contener las lágrimas. Salí con los ojos humedecidos, desesperado, a conseguir una botella. Mientras todos me miraban la rompí y estaba dispuesto a sacarle la sangre. Pero me agarraron y la verdad no fue difícil, ya me había arrepentido, aunque seguí allí fingiendo una ira que ya se había escapado. Para ese momento habían apagado la música y se había organizado una ronda a mi alrededor. El tipo grande estaba parado frente a mí. A plena luz se veía aun más grande, con un bigotillo ridículo, mirándome fijamente, tratando de parecer maduro, de demostrar que dominaba la situación. Yo no sentía miedo, sabía que si lograba conservar una expresión demente en la mirada lo mantendría a raya. “Cálmate, cálmate”, me decían. Cuando Jeni salió y me vio, me gritó de todo. “Idiota, ridículo, inmaduro, acomplejado, culicagao”. Yo sabía que era cierto que tenía razón. “Vete para tu casa”, decían los demás. También tenían razón.

Salí de allí. La calle solitaria y oscura estaba dispuesta para mí como una mano tendida. No me había alejado mucho cuando la música volvió a sonar. Busqué en mi cartera el viejo cigarrillo, lo encendí de una aspirada, estornudando y con dificultad, expulsé una hermosa nube de humo. A través de ella pude divisar en el cielo una luna enorme, de un rostro amable casi sonriente... Había pensado romper los vidrios de la casa de Jeni o mearme en su puerta, pero no lo hice. Antes de entrar a mi casa cogí unas hojas de limón y me las froté en las manos. La puerta estaba entre abierta con una silla recostada desde adentro, empujé con cuidado. Allí estaba la abuela, dormida en una mecedora, con la televisión prendida. Era una buena película, en la que un tipo alto sujetaba por la cintura a una mujer y ella hacía como que no, pero luego que sí y sin querer terminaban en la cama. Y yo miraba la TV, mientras pensaba que algún día llegaría mi turno.