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La giganta

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Atrapamos a la giganta hace una semana. Desde entonces mi vida ha sido una desesperación total: he lacerado mi cuerpo, lastimado mi alma y la angustia me ha llevado a una muerte que nunca esperé.

El pueblo ya la tenía en la mira, sabíamos que recién había parido y que solía llegar a la costa por las tardes. Supongo que ella nunca se dio cuenta de nuestra ínfima presencia. Así que una tarde, después que amamantó a su crío y se quedaron dormidos, salimos a darles caza.

La carne del crío resultó blanda y fácil de cocinar, tenía un sabor dulce y nos proveyó de alimento por tres días. Matarlo fue sencillo y de sus huesos hicimos algunas balsas. Su cráneo, sin embargo, tuvimos que desecharlo al no hallarle utilidad alguna. Creo que la madre supo de inmediato qué le había sucedido a su hijo, pues durante varios días lloró generando arroyuelos que iban a parar al mar. De vez en cuando se convulsionaba y trataba de romper las amarras con las que estaba atada, pero los buenos oficios de nuestros cirqueros que la ataron y clavaron en nuestra plaza principal, le impidieron poner en peligro siquiera una de las vidas de nuestros habitantes.

Creo que nadie sabía con certeza qué haríamos con ella, pues aunque habíamos planeado matarla y así calmar el hambre de nuestro pueblo, jamás pensamos en los inconvenientes que nos acarrearía la magnitud de su cuerpo. Pensábamos que si salábamos su carne podríamos aprovecharla toda, sin embargo, una vez que la vimos amarrada e indefensa, y comprendimos la dimensión de su tamaño, supimos que hiciéramos lo que hiciéramos terminaríamos por desperdiciar una buena parte de su cuerpo. Además, las vísceras y lo que éstas contenían provocarían seguramente infecciones o epidemias entre nosotros. Es increíble la cantidad de podredumbre que un cuerpo tiene dentro de sí. Por eso, después de una asamblea, decidimos aprovechar la leche que contenían sus senos maternales mientras acordábamos la mejor manera de acabar con ella y con nuestra hambruna. Petra y yo fuimos los elegidos para extraer toda la leche que aquellos montículos contenían.

La labor no vislumbraba ningún riesgo, sólo teníamos que escalar hasta llegar a su pecho y posteriormente colocarle unos gigantes tiraleches que Erasto había fabricado. Tal vez ella intentaría impedirlo, pero sabíamos que cualquier intento de su parte sería inútil.

De esta forma, al segundo día después de su captura, Petra y yo subimos a aquel cuerpo para cumplir con nuestro cometido. Sin embargo, una vez arriba, nos dimos cuenta que el ropón que llevaba la giganta le ajustaba de tal manera que era necesario romperlo para que sus senos quedaran libres.

Tardamos varias horas en cortar aquella tela tan gruesa para nuestras tijeras, sin embargo, la esperanza de sacar el mayor provecho de nuestra caza hizo que nadie escatimara un solo gramo de esfuerzo. Una vez desnuda, supongo que a consecuencia de la corriente marina y de la brisa que bañaba el ambiente, los vellos de la giganta se erizaron convirtiéndose en peligrosas navajas para quienes estuvieron cerca. Leomar se quedó sin un ojo, Marbella quedó empalada a la altura del muslo de la giganta, y Efrén murió al ser atravesado a la altura del pecho. Petra y yo, sólo sufrimos algunas rasgaduras en nuestras vestimentas, pues lo que en una mujer normal serían vellos casi inexistentes en los senos, en la giganta resultaron puñales. Sus pezones, por cierto, adquirieron una textura rocosa que daba la impresión de un pequeño montículo de arena clara.

Creo que ese fue el primer instante en que mi alma sintió un ligero sismo. Yo estaba junto al pezón izquierdo y mi pecho desnudo rozó aquel montículo canela que me hizo estremecer. Sentí cómo un líquido blancuzco resbalaba por mis piernas. Sabía que Petra no se daría cuenta así que, excitado como nunca antes, froté mi cuerpo contra aquel montículo y fingí una caída incluso ridícula. Petra rió. Con trabajos jaló el tiraleche que tenía bajo su custodia y lo colocó en el seno de la giganta. Yo busqué la posición exacta para quedar oculto a la vista de Petra y entonces comencé a acariciar aquel pezón rugoso que se convertiría en mi obsesión. Froté mi cuerpo completo en él, sin embargo, cosas de la mente, en ese instante ya no sentía la excitación de momentos atrás, sería quizá porque me era imposible imaginar que aquella pequeña montaña de piel morena donde me restregaba era un seno de mujer. En un esfuerzo inútil, acaricié con las dos manos el enorme pezón, pero aquel primer orgasmo experimentado segundos antes, me fue imposible repetirlo. Así que angustiado por las sensaciones que tenía y horrorizado porque alguien desde el suelo me hubiera descubierto decidí hacer la labor para la cual me habían asignado.

Algunas horas después, una vez vaciados los senos de la giganta, Petra y yo descendimos de su cuerpo entre porras del pueblo.

Aquella noche fui a mi casa y recreé la sensación del pezón de la giganta al tocar mi piel, al tiempo que extraía de mí toda la excitación contenida. Nunca antes había conseguido tantas erecciones como aquella noche.

Al día siguiente peleé por ser nuevamente designado para extraer la leche de la giganta, pero no lo conseguí, así que llegada la noche decidí subir por mi cuenta y disfrutar una vez más de esa carne que por su tamaño me estaba vedada.

Busqué las escaleras que utilizábamos para escalar por la giganta, pero nunca las encontré. Supuse que de esa forma el líder evitaba que alguien fuera por su iniciativa y tratara de obtener más beneficios que el resto de los habitantes. De pronto tuve la idea de utilizar su vellos erizados como escalones, pero en cuanto puse el pie sobre uno de ellos, su filo hizo sangrar la planta de mi pie. Excitado por el peligro que representaba dicha aventura, intenté subir al cuerpo por los dedos de las manos o aferrándome a los tobillos, utilizando las grietas en la piel de la giganta para escalar aquel cuerpo, pero no lo conseguí.

Posteriormente, fui hasta el sexo de aquella enorme mujer e intenté trepar ayudado por su vello púbico, pero un olor a mar exageradamente penetrante me impidió llevar a cabo mis planes. Sin embargo, una vez ahí, aferrándome a aquellos rulos castaños solté la rienda a mis fantasías, pero cuando comencé a frotar mi pecho contra ese bosque íntimo de la giganta, vi cómo mi cuerpo sangraba debido a esos largos cuchillos de pelo que desollaban casi al contacto.

Herido, regresé a mi casa e intenté vaciarme nuevamente, pero la imagen que un día antes me había servido de afrodisíaco, hoy sólo me daba la impresión de una colina, como las que tantas ocasiones había visto.

Creo que no habrá que alargar el relato describiendo mis vanos intentos por llegar al cuerpo de la giganta y saciarme. Quizá sólo habrá que hacer un recuento de las piernas laceradas con los cabellos de la giganta cuando intenté subir a su cara, de los brazos sangrantes cuando una vez que había alcanzado subir más allá de su nuca un movimiento de la giganta me hizo caer al suelo, o explicar la sinrazón que me hizo prometerle a la giganta desatarla si me permitía alejarme de la isla junto con ella y cada noche saciarme frotando mi cuerpo en sus pezones.

Sí, yo sé qué no debí hacerlo, pero mi mente para entonces no podía hilvanar un solo pensamiento lógico. Así que la sexta noche, después de que supe que habían decidido dar muerte a la giganta, me escabullí en medio de la noche y penetré en esa cueva que era el oído de la giganta. Le dije mi nombre y le expresé todo lo que por ella sentía. Vilmente la engañé al decirle que estaba enamorado, que sabía que nuestro amor jamás se realizaría si a ella la mataban, si ella se quedaba en esa isla. Le solté incluso algunos tequieros y le hice la promesa de romper sus amarras. Por respuesta sólo obtuve un ligero suspiro que interpreté como una afirmación.

Así que corrí hasta mi casa y regresé con un hacha. Golpeé cada una de las cuerdas que mantenían preso aquel objeto de mis deseos y cansado y sudando poco a poco desaté aquellos pezones y el cuerpo que me habían convertido en un loco. Cuando la giganta pudo moverse, me tomó en sus manos y me llevó hasta su boca y cuando esperaba al fin rozar siquiera sus labios carnosos, abrió sus fauces y me aprisionó detrás de sus dientes. Una oleada de saliva putrefacta me rodeó al instante y entre movimientos bruscos escuché como la giganta resoplaba al tiempo que destrozaba mi pueblo. De vez en cuando enseñaba los dientes y yo podía ver a través de ellos cómo la gente corría entre sus pies vanamente, tratando de evitar la muerte. Una vez saciado su coraje, la giganta abrió la boca y tomándome por el estómago me mostró todos los destrozos que había ocasionado. No pude evitar sentir rencor contra mí, mas la promesa de que en un futuro sentiría otra vez aquella excitación que me había conducido a donde estaba, me hizo olvidarme de todo.

La giganta me frotó violenta contra su cuerpo, contra aquellos pezones que lucían como un volcán extinto, por su pubis que me descarnaban al contacto, por esa espesura que destilaba un olor a sirenas muertas.

Pude apreciar que la giganta lloraba, que gruñía intentando sacar un poco de su coraje, y fue en uno de esos arrebatos cuando apretó su mano y estrujó mi cuerpo hasta romperlo.

Luego me arrojó en la playa, mientras se alejaba por el oscuro mar. Entre sombras observé cómo se balanceaban sus senos. La vi perderse poco a poco en la negra marea y sentí un líquido que resbalaba por mi entrepierna. Ahora, sonriendo satisfecho, sólo espero que pronto venga a recogerme la bendita muerte.