Letras
El justiciero

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No sé si contar la historia de los hermanos von Boolen. Los pocos que la conocen me aconsejan que no la recuerde en voz alta ni la ponga por escrito ya que podría conjurarla de nuevo. Yo pienso que mal podría amedrentarme un conjuro si primero no he entendido la historia del todo, y creo que sólo contándola la entenderé. Además ya me siento con fuerzas, así que la voy a contar.

Ursula von Boolen nació en la segunda mitad del siglo pasado, un año antes que su hermano Uwe. Sus padres, Friedrich y Klara von Boolen, alemanes de procedencia innegablemente aria, se casaron por poderes, ya que los negocios de él en Méjico —prósperas empresas fundadas por su abuelo y heredadas por su padre primero y luego por él— le impidieron viajar hasta Alemania para celebrar la ceremonia. Fijaron su residencia definitiva en Cuernavaca, hasta donde viajó Klara cuando la casa estuvo habitable y allí nacieron Ursula y su hermano Uwe, ambos de evidentes rasgos arios también, lo que les ocasionó no pocos problemas en su infancia con otros críos, que aun siendo también de familias adineradas, poseían sangres mestizas o algo mezcladas, hecho que les avergonzaba y por tanto no toleraban sin humillación la presencia de los hermanos. Eran todos descendientes de los primeros empresarios alemanes que viajaron a Méjico en busca de fortuna y que, con la ayuda de sus conocimientos industriales y de su inagotable capacidad para el trabajo, pronto la obtuvieron y constituyeron una nueva clase privilegiada en aquel país de gente pobre. Aunque los solteros y los allí nacidos preferían matrimonios con alemanas que conocían en sus frecuentes viajes a Alemania o a través de referencias de familiares y amigos, cada vez se daban más matrimonios con mujeres de otras nacionalidades, sobre todo estadounidenses y mejicanas de familias nobles. Éstas últimas aceptadas con reticencias, la palabra mestizaje todavía avergonzaba cuando no estigmatizaba, como en el caso de que alguna joven de esta nueva clase se enamorase de un mejicano, siendo entonces censurada su conducta para que las intenciones no pasasen a ser hechos, en cuyo caso ella era repudiada, excluida de la comunidad.

El espíritu marcial y la estricta formación calvinista impuesta por Herr Friedrich convirtió la educación de Ursula y Uwe en una instrucción militar. Sometidos a una disciplina de cuerpo y de alma que impedía cualquier conato de rebeldía o ejercicio de libre albedrío, los hermanos se acostumbraron pronto a la obediencia ciega a sus mayores y preceptores y al acatamiento de los preceptos de la iglesia luterana. A pesar de que iban a un colegio alemán de Cuernavaca, exclusivo y riguroso, en el que estudiaban en distintas aulas durante jornadas agotadoras, eran obligados a tomar clases adicionales en casa de protocolo social, música y religión, con profesores particulares venidos desde Alemania. En sus días quedaba pues poco tiempo libre para los juegos o la diversión, así que tramaron un sistema de señales invisibles para comunicarse entre ellos y así poder jugar mientras cumplían sus menesteres. Movimientos imperceptibles de músculos faciales, posturas y gestos difíciles de observar para los demás, sonidos apenas audibles con el tacón contra el suelo o con los dedos sobre la mesa, formaban su repertorio comunicativo y les permitía sostener su propia conversación al margen de los profesores o padres, que nada notaban. Con el tiempo fueron perfeccionando su lenguaje silencioso, lo fueron enriqueciendo y ampliaron los recursos que lo componían, lo que les permitió disponer de otro idioma, no menos válido que los que ya dominaban —alemán y español, algo menos inglés y francés— para hablar entre ellos. Mantenían interminables conversaciones durante las clases o en las comidas, mientras fingían una atención cortés a cuanto se les decía. De hecho, podían seguir dos conversaciones a la vez, una con los profesores, por ejemplo, y otra entre ellos, sin cometer ningún error ni perder nunca el hilo, contestando con propiedad a cuanto se les preguntaba sin interrumpir la charla que estuviesen manteniendo. Llegó un día en que pudieron comunicarse sin estar en la misma habitación. Por la noche, nada más acostarse, cada uno en su dormitorio, charlaban alegremente sobre los sucesos del día, y se dedicaban a criticar a sus compañeros y a mofarse de los profesores, también hablaban de su padre, a quien temían y de su madre, a la que compadecían. Se divertían gastando bromas a todo el mundo, en especial a sus compañeros de colegio, a los que acabaron despreciando por su mediocridad. Crearon, en definitiva, una infancia paralela a la impuesta por su padre, en la que eran felices como los demás críos, pero de una manera diferente.

Cuando fueron adolescentes su padre los envió a Alemania para que estudiasen en la Universidad de Colonia, y aunque a Uwe le faltaba un año para acabar los estudios secundarios, la preparación adicional que había tenido esos años le permitió aprobar el examen de ingreso. Ambos se matricularon en la Facultad de Dirección de Empresas, ya que su padre había decidido que entrasen a trabajar con él y llevasen las riendas del negocio cuando él faltase, y aunque era Uwe el heredero de las responsabilidades por ser varón, no renunció Herr Friedrich a la baza de Ursula, al haber notado lo bien avenidos y compenetrados que estaban sus hijos, lo que pensaba con acierto que sería productivo para el negocio. Aquí puede comprobarse cómo una personalidad tiránica no está reñida en absoluto con una mente práctica. En esa ciudad nos conocimos de veras, ya que aunque yo había asistido al mismo colegio que ellos en Cuernavaca, nunca fuimos amigos, al ser ellos soslayados por casi todos —yo incluido— por su pureza de sangre al principio y por su falta de interés en unirse a ningún grupo o pandilla más tarde. Yo estudiaba en la misma facultad y pronto hice amistad con los hermanos, únicos paisanos que había por allí, y que para mi sorpresa resultaron ser locuaces y divertidos y poseían una alegría vital fuera de lo común. Uwe, que era mi compañero de clase —Ursula cursaba otra especialidad—, me contó un día que la carencia de una infancia normal, con juegos y amigos y el cariño de sus padres —el del padre había faltado por un rigor mal entendido; el de la madre por miedo—, la compensaban de algún modo no tomándose la vida demasiado en serio, como suelen hacer los niños. Era como si estuviesen viviendo de mayores una infancia postergada, no vivida a su debido tiempo. Aunque su padre les había enviado a casa de una hermana suya con el encargo expreso de que fuesen sometidos a la misma disciplina que habían soportado en Méjico, la tía resultó ser bastante más tolerante que su hermano y les permitía unos horarios flexibles, además de no interrogarles sobre su vida privada, lo que agradecieron sinceramente tanto Ursula como Uwe, que a cambio jamás plantearon la posibilidad de pasar una noche en casa de algún amigo, ya que habrían puesto en un brete a su tía.

Solíamos almorzar juntos, los hermanos y yo, en el comedor de la facultad, y charlábamos después sentados sobre el césped del campus; allí me pusieron al corriente de su lenguaje. Al principio creí que era una broma, pues siempre estaban gastándolas a todo el mundo, pero pronto pude comprobar que era cierto, aunque al principio pensé que tal vez se trataba de un fenómeno telequinésico, que sus cerebros habían desarrollado una habilidad especial para ponerse en contacto y transmitirse información, y entonces no se trataba tanto de un lenguaje nuevo como de una manera diferente de comunicarse. Pero argumentaron que alguien que lee la mente de otra persona puede leer la de cualquiera —o casi—, pero ellos sólo podían entenderse entre sí. Jamás habían establecido contacto con otra persona por la simple razón de que nadie más conocía su idioma privado.

Ahora es cuando debo hablar de Penélope y de los acontecimientos que su aparición desencadenó. Estudiaba en otra facultad pero almorzaba en los comedores de la nuestra porque la comida decía que era mejor. Se sentaba sola y leía sin parar, incluso mientras comía. Nadie pudo dejar de fijarse en ella, por su rara belleza y su mirada lánguida. Un día que el comedor estaba repleto se acercó a nuestra mesa y nos preguntó si nos importaba que se sentase. La aceptamos encantados. Además de guapa era muy inteligente y culta, y poseía una personalidad seductora y misteriosa, algo retraída, que contrastaba con la infantil espontaneidad de los hermanos. Nos acostumbramos a sentarnos con ella desde aquel día. La buscábamos en el almuerzo y nos sentábamos en su mesa, ella al principio un poco reacia, tal vez porque estimaba y buscaba la soledad, pero pronto nos admitió por completo y compartía gustosa nuestras bromas y nuestro optimismo contagioso. Debo confesar que sus encantos me cautivaron desde el principio, pero me convencí de mi incapacidad para abordar su amor y me resigné a quererla en silencio. Pronto se vio que Uwe estaba también enamorándose de ella: se ponía nervioso y su conversación resultaba artificial en presencia de Penélope, comenzó a excusarse para no almorzar con nosotros, se volvió huraño y se enfadaba con facilidad. Comenzó además a discutir con Ursula, siempre en voz alta, para eso no usaban el lenguaje secreto. Las desavenencias entre ellos crecían a la par que la amistad entre Ursula y Penélope, cada vez más unidas por lazos que no acertaba a explicarme, siendo las dos tan diferentes, casi antagónicas. Pronto conocí la razón. Una tarde lluviosa, sentado en clase junto a la ventana, vi en el sendero que llevaba al bosque dos figuras que caminaban despacio, agarradas de las manos. Las reconocí con más pesadumbre que sorpresa y me extrañó menos verlas allí —eran horas de clase— que la lentitud de su caminar y el hecho de que no apartasen la mirada una de la otra. Al cabo de un momento se detuvieron y se besaron largamente bajo la lluvia. Pensé que esa era la explicación a la desavenencia entre los hermanos: ahora eran rivales.

A partir de ese día los acontecimientos se precipitaron. Uwe se marchó a Méjico sin acabar el curso; iba a trabajar con su padre, me dijo. De Ursula nada supe las semanas siguientes. Su hermano, con quien hablaba por teléfono de vez en cuando, me aseguraba que se había quedado en Alemania con “esa fulana” y en casa de la tía siempre contestaban que “la señorita no se encontraba en ese momento”. Supuse que se habría ido a vivir con Penélope, así que un día decidí hacerle una visita, para comprobarlo. En realidad estaba más preocupado por Penélope, a quien tampoco veía desde que comenzó su relación con Ursula. Llegué a la casa al atardecer, casi de noche; no había conseguido encontrar el número de teléfono para avisar, así que no sabía si habría alguien en la casa, pero necesitaba saber de Penélope y no quería esperar más. Las luces de la casa no estaban encendidas, excepto por un tenue resplandor en la ventana de la buhardilla. Llamé al timbre y nadie acudió a la puerta, así que di la vuelta y comprobé que la de la cocina estaba sólo entornada. Entré y llamé a Penélope, pero no hubo respuesta. En ese momento percibí una música que parecía proceder del piso de arriba. Subí las escaleras con cautela, me encontraba incómodo por estar en una casa a la que no había sido invitado y, aunque era amigo de la propietaria, esta nada sabía de mi llegada, menos de mi intrusión. Localicé la procedencia de la música en la buhardilla, bajo cuya puerta cerrada se filtraba algo de luz, débil como la que había visto por la ventana. No sabía bien qué hacer, llamar me resultaba violento y además estaba algo asustado. La situación era sospechosa, nada normal. Intuía un peligro tras aquella puerta. Me di la vuelta, acobardado de repente, para marcharme; entonces la puerta se abrió de golpe y oí la voz de Ursula antes de terminar de girarme hacia ella.

“Hola, Matías, ya pensaba que nunca ibas a venir a verme. Te he echado de menos”. Su voz sonaba cálida pero su rostro inexpresivo y enajenado —estático y extático a la vez— negaba aquella calidez y me confundía. “Yo a ti también”, contesté de forma mecánica, escrutando su rostro impasible, sus ojos inertes, como los de los ciegos. “Supuse que estarías aquí, Uwe me dijo que no lo habías acompañado a Méjico”, yo intentaba ganar tiempo sin saber bien para qué; me fui acercando a ella, tratando de ver por encima de su hombro la habitación a sus espaldas, de donde salía la música. “¿Y no te dijo que mejor no me buscaras?”, dijo, con menos calidez ahora. Llegué hasta donde ella estaba, en el vano de la puerta; en su liviano vestido había manchas encarnadas, también en sus manos. Alarmado de repente, intuyendo lo terrible, la aparté de un empujón y entonces vi aquella escena que no logro olvidar y que me persigue en los sueños todavía, cinco años después. Sobre una manta de color crema yacía en el suelo el cuerpo desnudo de Penélope. Tenía la garganta desgarrada por un enorme tajo y la sangre formaba un charco bermejo alrededor de su cabeza. Había signos en la piel de su vientre y de sus pechos, dibujados con su propia sangre. Su cara tenía una expresión de asombro y había en ella un rictus de terror, acentuado por tener los ojos abiertos por completo —que daban al cadáver un aire de irrealidad, como el que desprenden las imágenes de los museos de cera. Oí de nuevo la voz de Ursula. “Era necesario que muriese, Matías, intenta comprenderlo, yo la amaba, la deseaba, pero mi padre jamás hubiese consentido nuestra relación, sabes de él lo suficiente como para imaginártelo. Y yo no podía consentir perderla sin que antes hubiese sido mía, sin haber poseído parte de su esencia, aunque las condiciones no fuesen las mejores para ello. Sabía que tenía que matarla, era el único final posible para nosotros, Matías, y estaremos pagando por ello lo que nos quede de vida”.

“Te equivocas, Uwe, tú lo pagarás ahora mismo”, dije mientras sacaba la pistola de mi cazadora y disparaba contra el cuerpo de Ursula, que cayó al suelo y quedó inerte y con una expresión en los ojos entre el asombro y el miedo, como los de Penélope. Los ojos de Ursula que eran —o fueron mientras ella estuvo con Penélope— en realidad los de Uwe. Este era el último y genial recurso que los hermanos habían incorporado a su sofisticado mecanismo de comunicación y que yo sólo había sospechado cuando traté de comprender la razón por la que Uwe se había marchado estando enamorado de Penélope: habían conseguido sustituirse, habitar cada uno el cuerpo del otro. Por eso fingieron la desavenencia que justificase la partida de Uwe, que en realidad se quedaba, siendo Ursula la que partió con el cuerpo del hermano. Fue éste quien enamoró a Penélope con el cuerpo de Ursula, fingiendo una personalidad apropiada a los gustos de aquella. Una doble impostura de cuerpo y de espíritu. Yo sospeché desde que los conocí mejor en Alemania que sus mentes no podían estar sanas, que en algún momento de su infancia se habían desquiciado para siempre. Sus continuas bromas, sus dotes para la mentira y el disimulo, su exacerbado optimismo, su complicidad excesiva, eran signos que anunciaban para quien supiese interpretarlos un trastorno grave de personalidad, propia de mentes perturbadas e infantiles. Supuse que ya de críos habían decidido unir sus esfuerzos para protegerse de un mundo hostil que no toleraban, de ahí su invención de un lenguaje sin sonidos que usaban para confabular sin ser descubiertos delante mismo de sus víctimas, que lo serían de faltas y culpas menores al principio. Pero al perfeccionar su técnica también aumentó la envergadura de sus delitos, que culminaron, tras la incorporación del último truco que les permitía intercambiar sus cuerpos sin que nadie lo notase, como consumados ilusionistas, en el asesinato de Penélope, que se condenó a sí misma al descubrir el secreto de los hermanos von Boolen, cosa que había de ocurrir antes o después y ellos sabían que entonces habría que matarla. Y lo hicieron a su manera cruel e infantil, como un juego macabro. Fue el miedo por la suerte de Penélope tras convencerme de que estaba en grave peligro lo que me impulsó a coger la pistola que mi padre me había regalado cuando me gradué en el colegio de Cuernavaca. Era, como todos allí, un experto en el manejo de armas y sabía que no dudaría en usarla si mis sospechas se confirmaban, como así fue.

Renuncié a contar la verdad a la policía: nadie me habría creído; así que confesé que había matado a Ursula y a Penélope por celos. La locura pasional era convincente para explicar la falta de coherencia entre los crímenes y, en cierto modo, me exculpaba ante mi familia y amigos de Méjico, que siempre habrían condenado el amor entre dos mujeres. Yo sería para ellos una suerte de justiciero que había actuado al servicio de la moral y las buenas costumbres. Ahora vivo en esta prisión alemana, donde pasaré algunos años más. Mi padre me escribió hace mucho que Uwe (Ursula) se había disparado un tiro en la cabeza poco después del entierro de Ursula (Uwe) en Cuernavaca, una vez repatriado el cadáver. Supongo que se sintió incapaz de vivir sin su otra mitad y sin su propio cuerpo. Sospecho que antes de suicidarse trató de establecer contacto con su hermano muerto y no lo había conseguido, abocada así a la —para ella— terrible condena de vivir en cuerpo ajeno una vida sin diversión y sin complicidad. Su mente de niña trastornada no toleró la evidencia de que todos los juegos tienen un final y usó la pistola para ir al encuentro de su hermano.