Letras
Selomó

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Caracas era menos esperanza que refugio. Con sesenta y dos años de edad, un equipaje con elementos de una historia nada despreciable y un nombre que nadie sabía pronunciar, Erwin Rothschild adoptó las únicas cosas que necesitaba para sobrevivir: un nombre fácil y de moneda, Marco, y un piso cerca de Veroes y Jesuitas. Era 1998. Catorce años antes había revelado al mundo el conocimiento de la existencia de uno de los mayores artistas del siglo XX. Ahora huía. Huía como se huye del recuerdo de una tortura física, añadiendo nuevas crueldades a las existentes, diversos tormentos a la experiencia previa, autocastigándose por medio de impulsos violentos e inmediatos, aferrados como sanguijuelas al sistema nervioso. Temblaba. No de pánico; no de emoción; no de frío. Temblaba, simplemente. Ya los diarios de Venezuela daban cuenta, en notas marginales la mayoría, de la desaparición del director de la Fundación Selomó de Praga. Un diario, incluso, publicaba una fotografía de hacía dos décadas. Camiones de obras frente a la entrada de un depósito abandonado. Profesionales que trasladaban muebles y obras de arte. Erwin Rothschild cortó la fotografía y la pegó en el único espejo del apartamento que había alquilado (el del baño) para buscar en la imagen sin color la cara de hacía veinte años (el hombre sostenía una carpeta con catálogos), para compararla con el reflejo de los aborrecidos rasgos. Un remedo. Un rostro deformado. Un feroz lunar que aparecía en la sien derecha como una marca de tiro al blanco, señalando el centro exacto para la bala del revólver que aún no se atrevía a comprar.

Rothschild, al igual que Hitler, intentó ingresar dos veces en la Academia de Bellas Artes en Viena. No lo logró. En cambio, sin dejar de lado el ejercicio de lo que a partir de ambos fracasos fue su secreta pasión, se hizo profesional de la Historia del Arte.

En 1978 fue llamado a integrar un grupo multidisciplinario que se encargaría del registro y posterior catálogo de obras artísticas escondidas bajo seiscientos ochenta y cinco metros de profundidad y durante más de tres décadas. Se trataba de una mina de potasio ubicada a ciento cincuenta metros al sur de Berlín. Con seis entradas y treinta y dos kilómetros de túneles, se convirtió en receptáculo de los traslados secretos de algunas reservas nazis. Diez vagones de tren con lingotes de oro, papel moneda de Inglaterra, Francia, Noruega, Turquía, España y Portugal, ciento noventa y tres toneladas de arte con pinturas de quince museos alemanes y libros de la colección Goethe de Weimar. Cuartos con los nombres de Renoir, Tiziano, Rembrandt, Durero, Van Dick, Manet, Van Eyck, Vermeer, Velázquez, Goya, Rubens, Cranach y puertas de acero. Ya los propios alemanes podían encargarse de tesoros como ese con la confianza (no ciega) de la comunidad extranjera. Atrás había quedado la sombra de la Bildende Kunst, conformada por casi cuatro centenas de bibliotecarios, archivólogos e historiadores del arte y con la única labor por la que el Tercer Reich la empleaba: registrar, catalogar y estibar las obras, si no la de darles también escondite.

De todos los objetos de la mina a Rothschild sólo le interesó un cuaderno, de factura común y vulgar, escrito en alemán. Con la convicción de las brújulas, sustrajo el mismo y se reportó incapacitado para el trabajo en la mina. Pasaron dos años antes de que llegara a la conclusión de que nunca descifraría la identidad de su autor. Sencillamente no había ningún rastro en esas páginas. Ni fechas, ni nombres, ni firmas. Sólo cuadros pintados (el verbo es preciso) con palabras. No géneros como el retrato, el paisaje, la naturaleza muerta. No temas históricos, mitológicos o religiosos. Sí expresiones pictóricas abstractas, sin “asunto”, vibraciones pensadas bajo la claridad y la certidumbre, con el orden de fragmentos de vidrio sucesivos y la importancia de la luz sobre el volumen. Expresiones muy parecidas a las del arte “degenerado”, prohibido en la Alemania nazi.

El cuaderno en sí no constituía un descubrimiento. La crítica estaba dominada por la idea de genio del siglo XVIII; no era otra que la defendida por Kant: el genio es el que sabe hacer luego de descubrir. Rothschild se trasladó a la Fitzrovia de los pintores jóvenes, excitados por perversiones sexuales, de los ladrones y corredores de apuestas ilegales, de los poetas menores y de las prostitutas. Alquiló un cuarto; abrió el cuaderno y comenzó a pintar. Pintó durante tres años. Al cabo de ese tiempo se sentó a redactar la biografía del artista. Gracias a una anotación en el cuaderno sobre Maimónides, lo imaginó judío.

Selomó (1895-1944) pertenecía a una familia judía de Praga muy modesta. En 1912 va a París y desde entonces se moverá en los mismos ambientes de la vanguardia internacional. De personalidad violenta y autodestructiva, rompió muchas de sus propias obras. Con una pincelada aparentemente incontrolada es, sin duda, el mejor eslabón entre el expresionismo de entreguerras y el expresionismo abstracto de las décadas del cuarenta y cincuenta.

La noticia del descubrimiento de los cuadros de Selomó llegó a los medios con fotografías del viejo ático que los había empolvado. Los entendidos explicaron que el Tercer Reich los había conservado por el mismo motivo por el que no destruían las pinturas de Picasso, Matisse, Monet, Cézanne o Dalí. Conservaban obras de vanguardia para cambiarlas en Suiza por arte sano, de carácter ario.

Las consecuencias no se dejaron esperar. Cotizaciones en millones de dólares, libras y marcos, obras en museos de capitales del arte como Nueva York y París, una fundación Selomó en Praga, artículos de investigadores avocados a desentrañar los secretos de la existencia del artista checo de origen judío, interesados todos en subrayar las analogías del artista con Kafka. Ya la fórmula de Rothschild:

si el arte es una coexistencia de planos de sentido y formas expresivas, a los que se les llama niveles o estratos, en donde expresión y contenido son sus dos grandes núcleos, obras como las de Selomó, vistas como imágenes no oficiales y que pueden ser catalogadas como periféricas, limítrofes, producto expresivo de los bordes o provincias culturales, han de revelar a través de sus formas nuevas organizaciones sensibles y significativas,

había dejado de pertenecerle.

La mañana del 2 de mayo de 1978, ya residenciado en Praga y como director de la Fundación Selomó, Rothschild leyó un artículo de la edición número ocho de la revista Muybridge. En él Constant Kirkup transcribía un documento fechado a fines de 1943.

El único borde que promueve la percepción de prolongación del paño es el superior. Se evidencia que la funcionalidad de los bordes, parcos por su color, no es otra que promover la unidad en cuanto equilibrio adecuado de elementos diversos en una totalidad que es perceptible visualmente. Más allá del paño no hay elementos distractores que impidan considerarlo como un objeto único.

Era una carta dirigida al marchante Marcel Chareau. La rúbrica provenía del despacho principal del Tercer Reich.

Rothschild fue a la biblioteca de la fundación y repasó el cuaderno que, minutos después, sería cenizas.