Letras
Tres relatos

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Preludio

Voy tratando de buscar ríos, algo de agua en donde pueda mirarme...

Ha pasado tanto tiempo

Que casi no me reconozco

 

Dejando el olvido

No hay nada más oscuro que un instante debajo de mi cama a media muerte. Sin mecerla ni arrullarla, me decido a darle cara. He dejado todos los libros bien acomodados, listos para el préstamo. He limpiado la casa, secado los platos, he devuelto todas las llamadas, nadie tendría por qué marcar a estas horas.

Hay un sol tremendo que me espera allá afuera, pero aquí  el clima es tibio, todo es tibio, el perfume de la crema que me he puesto ayer también lo es; no hay nada de qué quejarse ahora. Estoy lista.

Si alguien pensase que tengo miedo, yo diría que está equivocado. Morirse no es cosa que le pertenezca a uno solo, a alguien en particular, así que no me siento culpable de estar robando o quitando algo a alguien; las horas me corresponden  en este momento.

Me he puesto la pijama, la más larga y la más vaporosa que conozco y que he tenido; no tendría por qué sufrir de incomodidades en el recorrido; de repente todo se vuelve  tan simple.

Ya he dejado listos los cuatro vasos de agua; tres a medio llenar y uno hasta la boquilla, como pene antes de venirse, a punto de desbordarse. Cuatro vasos deben de ser suficientes para cuarenta y ocho.

He leído tantas veces eso, eso del libro naranja: todo deviene, nada es nuevo. ¿A quién habría de causar un mal? He tomado todo esto como algo más de mi vida cotidiana, no hay motivo para hacer daño.

He estado con Víctor toda la tarde, sí, quizá para explicar todo esto, para que realmente fuera cierto que estoy lista, tengo que comenzar por ahí. Ahora lo único que puedo decir, es esa frase que me soba la espalda, que se me metió entre las piernas y no quiso salir de mi cabeza a última hora: estoy lista, me repito una vez más, para dejar mi lengua fría, para jugar entre animales prehistóricos o hablar de mí, de esta casa sola que día con día se ríe una y otra vez de quien la habita. Estoy lista.

 

Sin título, sin nombre y sin espejo

Hay veces en que uno quiere caer, yacer en el suelo con el cabello desatado, sin furia, con dolor de huesos y sentir que uno desgarra poco a poco el vientre, la espalda, los ojos como dos gelatinas a orillas de una ventana en pleno sol.

Hay veces —como ahora— que la garganta duele, y la cabeza pesa demasiado, como para descansar el cuello en las piernas de alguien, y dan ganas de sonreír a todos, de abrir las piernas, los codos y serenarse un rato, empaparse hasta las dos de la mañana y dejar la cama destendida.

Hay veces en que los saludos y bondades de otras gentes me desgarran el alma, me hacen añicos la dulzura, me conmueven, no lo puedo evitar: ¡mira, pobre!

Y es cuando me quedo callada, miro el sol por el cristal, las plantas empolvadas, los platos a medio lavar y el pasto ya crecido, y quisiera ser del grupo de los inconformes de nada, los amables por todo, pero a cambio de eso ¿qué tendría?

Mejor permanezco aquí, callada, en silencio... y un poco llorosa:

¡Que nadie me turbe!

Cuando todos abandonan sus jornadas

Llega mi racha

Y me olvido de mis huesos, de mis plantas y hasta de esa dulzura que hace rato me mataba.