Sala de ensayo
Libertad, igualdad y fraternidad, pero no para los indios

Colón recibe una india como obsequio. Ilustración: Gallo Gallina, (ca. 1820-1830)

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Emancipada nuestra América del hispano coloniaje, signados por los principios tutelares de la soberanía nacional y el liberalismo burgués, nuestros países vinieron a dar en repúblicas regidas por constituciones que, en la letra, garantizaban la soberanía popular, la división tripartita del poder, la igualdad ante la ley, la tutela de las libertades democráticas, los deberes impostergables e irrenunciables de los gobernantes en relación con los derechos de los ciudadanos por quienes y para quienes, sin distingos de raza, credo o posición económica, se levantaron los estados de derecho: soberanos, democráticos, unitarios, encargados de promover y sostener la fraternidad, las libertades, la igualdad, el bien común y la medida de la justicia distributiva que decide lo que es igual y lo que no es igual.

Que el problema de la independencia no era el cambio de forma, sino el cambio de espíritu, dijo José Martí. Pese a la proclamación republicana de la igualdad jurídica de todos los ciudadanos, en los países latinoamericanos se conjugaron varios factores para mantener el sistema de gobierno y de producción colonial que se pretendió derribar con la independencia de los países de la Nueva España; los criollos no hicieron otra cosa que sustituir a los peninsulares en el manejo de la estructura del poder; se mantuvo inmodificado el rígido sistema de castas; el modo de producción siguió sustentado bajo el régimen servil del indio que de encomendado semi-siervo pasó a ser siervo y peón en las grandes propiedades rurales. Siguió en pie, por obra y gracia del caudillismo militar y de los caciques de nuevo cuño, la esclavizante y sistemática incomunicación entre los pueblos. La jerarquía clerical continuó erguida dominando la sociedad y estorbando todo anhelo de cambio que mortificara a Dios, a sus mitrados representantes en la tierra, o que amenazara con tocar sus privilegios que, entre otras gracias, había dado lugar a la detentación de inmensas propiedades territoriales amortizadas en sus manos. “La República no aportó nada nuevo a la América Latina, desde el punto de vista de la constitución social: la aristocracia terrateniente conservó su estatus de privilegio y la condición de centro de gravedad en el nuevo sistema de poder”;1 es decir, lo que quedó pendiente tras el triunfo de las armas republicanas en América Latina fue la emancipación social.

La Corona española en varias ocasiones había legislado en favor de los indios; empezando porque las Leyes de Burgos, promulgadas en 1512, cargaron, frente a los indios, de responsabilidades a los encomenderos para que en las Indias no establecieran señoríos; se mandó que a los indios, junto con la instrucción religiosa, se les enseñara a leer y a escribir, y a los hijos de los caciques que se les enseñase también gramática latina; se prohibió el trabajo de las indias embarazadas; ordenóse el pago de un salario al indio “porel día que trabajase”; que se tratara a los nativos como a personas libres, y que si ellos daban muestras de poder gobernarse por sí mismos se los dejara hacerlo; que no se los hiciese trabajar lejos de su casa, para que después de sus jornadas laborales pudieran descansar junto a sus familias y dedicarse a su comercio; en fin, que debían ser tratados “como personas libres, como lo son, y no como siervos...”. “Que no consientan ni permitan hacer guerra a los indios, si no fuere en los casos expresados en el título de la guerra, ni otro cualquier mal, ni daño, ni que se les tome cosa ninguna de sus bienes, haciendas, ganados ni frutos, sin que primero se les pague, y dé satisfacción equivalente, procurando que las compras y rescates sea a su voluntad, y entera libertad, y castiguen a los que les hicieren mal tratamiento o daño”.2 Pero los reyes mandaban sobre las Indias sin gobernar en ellas más que los encomenderos que ejercían la encomienda, como decía Fray Domingo de Las Casas, contra el bien de la “república indiana; Ítem contra la razón y la prudencia humana; Ítem en contra del bien y el servicio del rey, nuestro señor, y contra todo derecho civil y canónico; Ítem, es contra todas las reglas de la filosofía moral y teológica; Ítem, contra Dios y contra su intención y contra su iglesia”.3 En el caso de los indios norteamericanos, también la corona los acogió bajo su regia tutela. Pasada la Colonia, la Ordenanza del Noreste, de 1787, declaraba en su artículo III: “La mejor buena fe será siempre observada para con los indios; sus tierras y propiedades no serán jamás tomadas sin su consentimiento (...); deberán ser promulgadas de tiempo en tiempo, leyes fundadas en la justicia y la humanidad, a fin de evitar que les sean cometidas injusticias y a fin de preservar la paz y la amistad con ellos”.4

Como se dijo, desde un comienzo la Corona Británica reconoció en cabeza de los indios la propiedad de la tierra; pero pasada la euforia igualitaria de los revolucionarios norteamericanos, y no obstante el espíritu benefactor de la citada Ordenanza del Noreste, a los indios no se les reconoció derecho de propiedad alguno sobre sus tierras, sino el right of ocupanccy (derecho de ocupante); en consecuencia, sólo había que desalojarlos de la tierra que ocupaban para tomar posesión de ella. En los territorios descubiertos y conquistados por los ibéricos, la tierra americana se enajenó por el derecho de descubrimiento y conquista, y “se dio, concedió y asigno” “a perpetuidad” por el Papa a España y Portugal mediante la bula ínter Caetera en 1493 y por el Tratado de Tordesillas del año siguiente. Así que, por concesión papal, los reinos de España y Portugal accedieron al justo título sobre el dominio del Nuevo Mundo; concesión hecha a perpetuidad, “por siempre jamás”, para la predica de la doctrina cristiana y la conversión de los indios. Por otra parte, mientras en Norteamérica los anglosajones excluyeron al indio como fuerza de trabajo, en el Nuevo Mundo español los indios, primeramente fueron repartidos por los capitanes de la conquista entre los colonos que sin ningún reparo humanitario se beneficiaron de su trabajo servil; después, por mandato real, según la cédula de Medina del Campo de 1503, encomendados a los españoles como privilegio real, de acuerdo con los servicios prestados a la Corona, aunque se responsabilizó a los encomenderos del cuidado de los indios; es más, para evitar que la raza indígena se extinguiera en servidumbre, hacia finales del siglo XVI la Corona creó la institución de los resguardos; es que la Corona se vio precisada a equilibrar una política que con la Mita y la Encomienda favoreciera al conquistador, y con el Resguardo preservara de su aniquilamiento al indio; que al fin de cuentas, había que proteger de algún modo la fuerza de trabajo, como durante el industrialismo el capitalista ordenaba bajo la amenaza y cumplimiento de severas penas el cuidado de la máquina por parte de sus miserables operarios.

Con todo, las Leyes de Indias —firmes en su propósito de evitar que en Nuevo Mundo los españoles formaran señoríos— reconocieron a los jefes de las tribus como señores naturales y dueños de sus tierras; así vinieron los territorios indígenas a tomar el nombre del cacique que señoreaba en ellos y que tenía como vasallos suyos a los indios que vivían en su jurisdicción; así, en condición de vasallaje directo o indirecto los quería la feudal España; no como esclavos sobre los que podían disponer los conquistadores a su amaño; de ahí la pregunta de la reina Isabel al saber que Colón había repartido los indios de La Española entre sus hombres: “¿Con qué autoridad dispone el almirante de mis vasallos?”.5 La misma reina en su testamento ordenó al Rey, a su hija y al esposo de ella que “pongan mucha diligencia, e no consientan ni den lugar que los indios e moradores de dichas yndias e tierra firme, ganadas e por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes; mas manden que sean bien e justamente tratados; e si algún agravio han recibido, lo remedien y provean”.6

Como vasallos del rey fueron tenidos los indios del Nuevo Mundo, no como esclavos —a menos que fueran levantiscos o caníbales—; pero, a pesar de los cuidados de la Corona, sometidos al régimen de la Encomienda, los indios cayeron de hecho en servidumbre —España quedaba lejos, y aquí las órdenes reales se acataban pero no se cumplían. Los españoles se lanzaron a la aventura americana para señorear, para hacer fortuna y regresar después a España a reclamar mayorazgos o condados; así es que contra la voluntad real, en las Indias hubo trasplante de señoríos, y a pesar de la cautela con que se procedió a adjudicar tierras, los encomenderos terminaron por convertirse en terratenientes y señores, pues la tierra que se les asignó, de acuerdo con las disposiciones reales, la agrandaron con el despojo de las tierras de los resguardos indígenas; con las de los pequeños propietarios que las perdían por no poder hacerlas producir, debido al escaso número de indios que se les había repartido para tal efecto; con la apropiación de las llamadas “tierras realengas” y las ejidales. Se desalojó a los indios de los resguardos, porque teniendo éstos allí sus tierras de labranza no se mostraban interesados en dejarse explotar en tierras del encomendero; de ahí que con este pretexto se las quitaron y se les dejó conservar las menos aptas para el cultivo; así se tuvo al indio en disposición de ir a trabajar como siervo o como peón en las tierras de los laicos o en los latifundios de la Iglesia que se ensanchaban también porque los clérigos, como prestatarios agiotistas, se apoderaban de las tierras de los propietarios insolventes, y porque en las disposiciones testamentarias conseguían que, a cambio del santo viático para el viaje al cielo, se les legasen tierras, con lo que la Iglesia pasó a ser propietaria de tales latifundios que fincó en ellos su ilimitado dominio en América. En México, por ejemplo, llegó a ser dueña de más de la mitad del territorio; en Córdoba del Río de La Plata, más de la mitad de los esclavos, al tiempo de la expulsión de la Compañía, eran de propiedad de los jesuitas; en la Nueva Granada el monopolio de la tierra corría por cuenta de la Iglesia, y con tal perjuicio para el Nuevo Reino, que en su Relación de Mando de 1727 el Presidente Antonio Manso Maldonado decía que una de las causas de la postración económica del Nuevo Reino era el excesivo afán de lucro de los ministros de la Iglesia que “poco a poco se han hecho eclesiásticos todos los bienes raíces de calidad, que apenas se encontrará casa o hacienda que no sea tributaria de eclesiástico” . En Ecuador, la mayor parte de las mejores tierras del país era de los jesuitas. “Ciegos de codicia”, dice el obispo González Suárez, “muchos sacerdotes alcanzaron a enriquecerse, buscando para sí los bienes miserables de los indios (...). Los abrumaban con trabajos penosos, sin darles jornal alguno, y en las fiestas religiosas ponían mayor empeño en exigir sus emolumentos temporales antes que en instruir a sus feligreses”.7

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Trescientos años después del descubrimiento, los encomenderos o los descendientes de ellos se libraron de las formaletas reales y se quedaron con las tierras del indio y con el indio sin que mediasen intromisiones regias. La mayor parte de los indios vino a la República de mala gana, oponiéndose a la independencia de España; así pasó en Guatemala, Cuba, Panamá, Perú, Uruguay, en las provincias de Santa Marta y Pasto y en las regiones indígenas de Oaxaca y Chiapas, de México, y no fue raro encontrar indios llorando porque “Ya no había mas rey”. ¿Cómo explicarlo? ¿Y por qué los indios iban a alegrarse de que con la independencia quedaran los criollos como dueños absolutos del poder? ¿Acaso no eran los mismos que durante siglos habían usufructuado su fuerza de trabajo? ¿Sus enemigos jurados? ¿Los que contrariando las órdenes reales los habían convertido en esclavos y hecho víctimas de sus desprecios? No hay que olvidar, de paso, la decisiva influencia ideológica de la Iglesia sobre el realismo de los indios, cuyo aislamiento, hábitos adquiridos, falta de ilustración, no les permitió entender el momento histórico en que vivían. “Temed a Dios y honrad al Rey” era la consigna religiosa; con todo, los indios de Pasto y Santa Marta, por ejemplo, preferían a los realistas que defendían a un rey que, aunque lejano, era su protector, y que no era malo con ellos: los malos eran sus subalternos, sus delegados, el gobierno que se ejercía en su nombre; por eso gritaban los diez mil indios, junto con los demás comuneros de la revuelta de 1781: ¡Viva el rey; muera el mal gobierno!; igual grito resonó antes entre los indios que en 1765 se rebelaron en Quito y que tras su triunfo contre los alcabaleros, de rodillas ante el retrato del Carlos III expuesto en la plaza mayor, pie derecho en tierra, le rindieron pleitesía y vasallaje. El mismo inca Tupac-Amarú, después de coronarse rey, en un edicto que envió a la ciudad de Cuzco, el 20 de noviembre de 1780, decía que su único ánimo era “cortar el mal gobierno de tanto ladrón zángano que nos roba nuestros panales”.8 Y América dejó de tener reyes y se quedó con el “mal gobierno”, jamás regido, como lo querían las utopías liberales, por la razón y la naturaleza.

Más malos que los que venían no fueron para los indios sus reyes; que al menos ellos les permitieron el usufructo de los resguardos, porque los republicanos lo primero que hicieron fue reparar en que la tierra en manos de los indios era un bien de manos muertas, en una época en que, signados nuestros pueblos por el mercantilismo inglés, el capital comercial de los dueños de los medios de producción se volcó sobre la agricultura como base fundamental del mercado interno y de exportación. Por mandato del Congreso de Cúcuta, en 1821, quedaron abolidos los resguardos (aunque la disposición no se cumplió sino en 1832). Es que los resguardos, decía José María Samper

...estancando, inmovilizando la propiedad del indio y haciéndola indivisible, condenaron a los indios a dos cosas deplorables:

1º la incapacidad de ser jamás artesanos, obreros o cualquier otra cosa distinta del oficio de agricultor —lo cual equivalía a mantener al indio enteramente extraño al contagio de la civilización y al movimiento de la vida social—; 2º a ser pésimos agricultores, puesto que careciendo de propiedad fija personal, determinada y transmisible, no podían tener interés ninguno en mejorar cierto terreno, ciertos caminos, puentes, regadíos, etc., exactamente, como los bienes de manos muertas y los de particulares proindivisos...9

Las leyes no decían que lo que se buscaba para las nuevas formas de producción republicana eran las fuerzas de trabajo libres de ataduras patrimoniales que pudieran inmovilizarlas, y libres de esclavitud o servidumbres: los resguardos sustraían la mano de obra que necesitaban los latifundistas e impedían que la tierra fuera objeto de la especulación mercantil; y así la tierra, convertida en mercancía, vino a concentrarse en pocas manos, y de los extinguidos resguardos salieron contingentes de obreros que con los esclavos manumitidos pasaron a engrosar la fuerza de trabajo miserable que abarrotaba las haciendas de los republicanos que, desligados de obligaciones con sus esclavos y los indios, los cargaron de deudas para que durante toda la vida trabajaran para ellos y heredasen a sus hijos el servilismo irredimible al servicio de la trilogía llamada “infame”: el hacendado, el militar y el cura.

Con la independencia, ahora todos somos peruanos, dijo en el Perú San Martín. Ya no hay indios, sino peruanos; pero con prohibir las palabras “indio”, “indígenas” o “naturales” no cambió la real situación de “los hijos y ciudadanos del Perú”, que el 4 de julio de 1825 quedaron sin resguardos, por disposición del Libertador Simón Bolívar, quien decretó desde el Cuzco la repartición de las tierras de comunidad, incluyendo las de los caciques y recaudadores que las habían obtenido prevalidos de sus oficios. El mismo día extinguió el título y autoridad de los caciques en el Perú; esto porque “la Constitución de la República no conoce desigualdad entre los ciudadanos”; aunque también, para acabar con el trabajo servil del indio por parte de los jefes civiles, curas, caciques y hacendados, decretó que no habría en adelante trabajo del indio que no esté sustentado en un contrato libre que fije el precio de su trabajo que deberá ser en dinero contante y no en especie; entre otros considerandos, para este decreto se tuvo en cuenta el gravoso pago “de los derechos excesivos y arbitrarios que comúnmente suele cobrárseles por la administración de los sacramentos”.

A mediados del siglo XIX, en casi todos los países latinoamericanos se agudizaron los conflictos de tierras con los indios amparados en los resguardos y que no podían exhibir los justos títulos según los requerimientos del Código Civil. Por las tierras de manos muertas se enfrentan también los gobiernos republicanos con la Iglesia, sobre todo en México (1850) y Colombia (1861). Y con todo, la situación del indio continuaba empeorando y seguía la tierra concentrada en pocas manos; y lo que del México de 1857 decía el constituyente Ponciano Arriaga, en palabras de Jesús Silva Herzog, se podía decir, palabras más, palabras menos, de los demás países latinoamericanos:

...en su aspecto material la sociedad mexicana no había adelantado, puesto que la tierra continuaba en pocas manos, los capitales acumulados y la circulación estancada. Decía también que en su concepto los miserables sirvientes del campo, especialmente los indios, se hallaban enajenados de por vida, porque el amo les regulaba el salario, les daba el alimento y el vestido que quería y al precio que deseaba, so pena de encarcelarlos, atormentarlos e infamarlos si no se sometían a su voluntad...10

Es que se discutía en la Constituyente de ese año los principios básicos de la Carta Fundamental de la República de México; en las mismas sesiones, decía Vallarta que la Constitución democrática que se estaba discutiendo sería una mentira y un sarcasmo si no se garantizaban los derechos de los pobres y si no se les aseguraba la protección contra los señores feudales improvisados y anacrónicos.11

¿Y en la República ya no es libre el indio? Si se lo ha subido a la categoría de ciudadano, debe serlo. Tal vez por eso los liberales se preocuparon primero por hacerlo propietario; así se hizo en Perú, en Colombia, en México, en Ecuador...; la propiedad comunal no iba con la república liberal que entre nosotros sirvió para erigir al individualismo como suprema enseña del ciudadano; a pesar de sus duras y victoriosas batallas contra el despotismo, contra los privilegios de la Iglesia y la tuición de cultos, contra el colonialismo, contra la esclavitud... Ahora el liberalismo quiere ciudadanos iguales, libres y unidos por la fraternidad. El ciudadano americano es libre ya para darse su propia forma de gobierno a través de elecciones democráticas; pero para ser elector se necesita ser propietario, tener un sueldo y saber leer y escribir; entonces, mas allá de la utopía liberal de la igualdad jurídica, el indio estaba lejos de llegar a ser ciudadano; no cabía el indio dentro de los postulados filosóficos del liberalismo económico y político.

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Al capitalismo vinimos a dar los latinoamericanos en calidad de proveedores de materia prima, y nuestro accionar económico fluctuó entre el librecambio y el proteccionismo. Por el librecambio caímos en los barcos mercantes de los ingleses proteccionistas en su economía interna y librecambistas a cañonazos frente a los puertos de países con veleidades proteccionistas, como el de Buenos Aires durante la dictadura de Rosas. En la Nueva Granada, Florentino González y Murillo Toro propugnaban por el librecambio “para corresponder cumplidamente”, como decía Murillo Toro, “a esa invocación de fraternidad industrial que nos llega desde Europa...”; y respecto al librecambismo que defiende Florentino González en 1848, para que dentro de la división internacional del trabajo haya países industrializados y proveedores de materias primas. Luis Eduardo Nieto Arteta, en su libro Economía y cultura en la historia de Colombia, se llena de coraje contra González: “Es Florentino González el primer desgraciado defensor de tan equivocada posición ante el desarrollo de la economía neogranadina”.12

El librecambio, durante la década de los años cincuenta del siglo XIX, trajo consigo en Latinoamérica la acumulación primaria del capital que precisó de la consolidación de los latifundios para satisfacer la demanda externa de los productos agrícolas. Comerciantes y terratenientes conformaron una nueva aristocracia señorial sustentada en el mercado de trabajo y en la acumulación de tierras en las cuales el indio pasó a ser asalariado. Las haciendas algodoneras, cafetaleras, tabacaleras o ganaderas lo convirtieron en jornalero del campo; así los encontramos en México durante el porfiriato; allí, de 340 terratenientes con haciendas hasta de 1.000.000 de hectáreas (como la de Canutillo), según John Reed en su México insurgente, dependían 12.000.000 de jornaleros campesinos, el 80%, del total de una población mexicana de 15.000.000 de almas. En las mismas haciendas se levantaban los cepos para el indio y las tiendas de raya en donde, vendiéndole al indio a precios más altos que en el mercado, lo endeudaban de por vida con la compra de productos alimenticios, vestidos, herramientas, aguardiente y pulque con lo que lo enviciaban y lo sometían como a los brutos. En cuanto a su miserable jornal, “apenas le alcanzaba para que él y su familia comiera lo indispensable para no perecer. Sus hijos, desnutridos, víctimas de la injuria, de la ignorancia y de enfermedades infecciosas, morían con frecuencia antes de cumplir dos años. En cuanto a aquellos que a pesar de todo triunfaban en un medio tan hostil, su destino era ser para siempre peones de la finca como sus padres, sus abuelos y sus antepasados”.13

Con razón, se lanzaron en medio del turbión revolucionario de 1910 tras la justicia prometida, la libertad y la reforma agraria. Enternecen las palabras que John Reed escuchó de un viejo indio gastado, escuálido y hambriento, que en el México revolucionario de 1910 le ponía a sus órdenes lo poco que tenía, y miraba con esperanzas el resultado de la revolución: “...me dicen que hay muchas tierras, al norte, al sur y al oriente. Pero esta es mi tierra y la quiero. En los años de vida que tengo, durante los que vivieron mi padre y mi abuelo, los ricos se han quedado con el maíz y lo han retenido con los puños cerrados ante nuestras bocas. Y solamente la sangre les hará abrir las manos para sus semejantes”.14 Por cierto, que sometidos por su voluntad nunca fueron los indios mexicanos; pues, desde 1869 hasta 1926, los indios se levantaron en armas cerca de 40 veces, y lucharon para formar para ellos y por su cuenta una república de indios, para exterminar a los blancos, recuperar la tierra que “es de todos” y abolir los gravosos tributos. Los yakis pelearon por la libertad y la tierra desde 1875 hasta 1926, cuando Obregón, empleando contra ellos todo el poder del Estado mexicano, los venció definitivamente. Después de una feroz carnicería, les expropió las tierras y los entregó a los colonizadores. Más duros con los indios que con los norteamericanos fueron los gobernantes de México. ¿Y acaso el indio no era mexicano?; lo es —responde Antonio Caso—, “porque paga impuestos sobre las ventas... es mexicano cuando se contrata para trabajar en las plantaciones de café o de piña donde recibe como anticipo sobre su salario una buena dosis de alcohol; es mexicano cuando cae en manos de los agentes municipales que lo encarcelan para hacerle pagar multas...”.15 Historia común de América. En Ecuador, García Moreno concibió la idea de repoblar esa república de indios por alemanes, en este sentido se dirigió al Congreso en 1875 solicitándole la autorización debida: “No está lejos”, decía, “el día en que tengamos que perseguirla (a la raza jíbara) en masa, a mano armada para ahuyentarla de nuestro suelo y diseminarla en nuestras costas, dejando libre a la colonización aquellas fértiles e incultas comarcas. Para estas y otras partes despobladas de nuestro territorio, obtendremos en breve una inmigración de alemanes católicos, si dais al gobierno la autorización y los fondos suficientes”.16

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La implantación del modernismo en América Latina, desde principios de siglo, por la fuerza expansionista, neocolonial y voraz de los Estados Unidos, trajo consigo la sobreexplotación de las fuerzas de trabajo de las neocolonias al sur del Río Bravo. Las vacas gordas de la burguesía latinoamericana abrieron las puertas del paraíso salvaje de los recursos naturales de sus países a las compañías transnacionales que cayeron sobre el azúcar, el banano, el caucho, el petróleo, la madera, el cacao, el estaño, el níquel, el oro y el cobre, y la mano de obra servil y esclava de los trabajadores latinoamericanos. Y no hubo país nuestro que fuese altivo, nacionalista y fuerte frente al garrote vil del interés estadounidense, bajo cuyos dictados se confeccionaron leyes petroleras y contratos bananeros (a la manera de Juan Vicente Gómez en Venezuela, y Ubico en Guatemala), y se nombraron presidentes que, como dijo Jorge Eliécer Gaitán, tenían el fusil presto contra sus conciudadanos y la rodilla temblorosa ante el oro yanqui...

Una transnacional inglesa, en sociedad con los hermanos Arana del Perú, extendió sus tentáculos sangrientos desde Salisbury House hasta Manaos; se asentó como una esfinge devoradora, sanguinaria e inmensa, en las oscuras selvas de la cuenca del Amazonas, y entre 1900 y 1910 asesinó a 30.000 americanos; se cebó especialmente en los indios huitotos, andoques, mirañas, nonuños, boras, cuyotes, menias, socaimas y sandoques, que habitaban esas regiones. Era que la Perubian Amazon Company había venido por nuestro caucho, por medio de una concesión del gobierno peruano. Y como ha sido nuestra historia, ahora el banquete de los explotadores ingleses se cocinó con la tragedia de los indios que eran cazados por cuadrillas de capataces, lista en mano, para forzarlos a cumplir con obligaciones que ellos no pactaron: debían entregar de 50 a 60 kilos de caucho cada doce días, so pena de ser mutilados, azotados o fusilados.

El libro Las crueldades de los peruanos en el Putumayo y en el Caquetá de Vicente Olarte Camacho es un testimonio vivo de la tragedia que para las tribus indígenas de la cuenca del Amazonas representó la explotación neocolonial del otro oro negro que para Perú, Inglaterra y los Estados Unidos salía chorreando sangre. Decía José Eustasio Rivera que cuando él denunció la tragedia de la explotación del caucho en su novela, los magnates decían que “eran cosas de La vorágine”; cuando las mismas crueldades fueron denunciadas ante las autoridades peruanas en 1900, las negaron, y así salían “en defensa del buen nombre del Perú”; decían que sólo se trataba de “problemas fronterizos”. En cuanto al Brasil, dejaban hacer y dejaban pasar porque, al fin de cuentas, el caucho les representaba en 1910 el 25% de sus exportaciones. Y fue en el extranjero, en Londres —no en Colombia, Perú, Brasil, Bolivia, Venezuela...—, en donde se clamara por la tutela de los indígenas; allá funcionaba la Sociedad Antiesclavista y Protectora de aborígenes, para que los gobiernos de Inglaterra y de los Estados Unidos pusieran fin a esa gran vergüenza del siglo XX en que se había convertido la explotación del caucho en América del Sur. Pero en vano; Charles Goodyear necesitaba el caucho para proveer de neumáticos a los dos millones de coches anuales que producía su amigo Henry Ford, en 1921, en sus factorías levantadas en los cinco continentes. No es gratuito que en el Manifiesto del Partido Comunista se diga que: por donde quiera que se lo exprima, el capitalismo chorrea sangre.

Cuando en septiembre de 1907 el vapor llamado “El Liberal”, de la Casa Arana, llegó a Iquitos, el periódico local La Sanción lo recibió con cajas destempladas:

El Liberal, vaporcito de la Casa Arana, ha traído del Putumayo 93.000 kilos de goma elástica.

¡¡¡Cuántos latigazos, mutilaciones, torturas, lágrimas, sangre, asesinatos y desolaciones representará tal goma!!!

¡¡¡Y los miserables que disfrutan de ese dinero maldito, así como sus asquerosos defensores, aquellos que roen el hueso descarnado que les arroja la casa criminal, cuán tranquilos están y de cuánta impunidad gozan..!!!17

“La ola de explotación destructiva”, dice Tulio Enrique Donghi en su libro Historia contemporánea de América Latina, “avanza así sobre la Amazonía peruana destruyendo las plantaciones naturales y también todo el modo de vida de poblaciones neolíticas, arrojadas a participar en la economía del siglo XX mediante el doble estímulo del alcohol y el terror”.18 En nombre del catolicismo, primero; en nombre de la civilización, después; en nombre del modernismo, al fin, el indígena durante más de quinientos años no ha hecho sino representar en América la pasión del inca Tupac-Amarú: descuartizado por los cuatro caballos de la muerte a la española que tiraron de él y arrastraron sus brazos y sus piernas por las cuatro esquinas de su América.

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Los gobiernos latinoamericanos, para desembarazarse de sus obligaciones educativas frente a los indígenas habitantes de las selvas, optaron por entregar la educación de ellos a los misioneros católicos y a los del Instituto Lingüístico de Verano. A finales de siglo (1897) el misionero franciscano fray Gabriel Sala, citado por Emilio Serrano Calderón de Ayala en su libro Los olvidados (Premio Casa de las Américas 1992), propone que a los indios campa de la selva central peruana, para que aprendan a comportarse, “hay que hacer lo que se hace en todo el mundo, echarles bala” y “aplicarles el terror y el castigo moderado” para que se vean “obligados a recurrir a la piedad del padre misionero”, y así pueda éste ejercer, como Dios manda, su “divino ministerio”; pero no sólo a los selvícolas, a los serranos también hay que “inclinarles la voluntad aunque sea a garrotazos a fin de que tarde o temprano se les ilustre y abra el entendimiento”.19

Prevalidos del régimen concordatario de la Ley 89 de 1890 que entregó el co-gobierno de los territorios nacionales a las misiones católicas, del Convenio de Misiones de 1902, y nutridos con los $16.000.000.000 que anualmente les entrega el gobierno colombiano del presupuesto de la nación (no toda católica), los misioneros católicos se han convertido en verdaderos amos de indios en los territorios nacionales, en donde, como dicen los indígenas bolivianos, señorean como resultado de la “colonización cerebral cristiana”. El espíritu señorial de los misioneros no les permite comprender que el catolicismo no es el único telescopio para mirar al cielo. La civilización exige el respeto por las diferencias, por el “otro” que no cree, no piensa, no sueña, no construye sus mundos exteriores e interiores con la misma visión de los demás; pero esto no lo admite el afán proselitista e ideológico de la Iglesia. No lo admite el catolicismo que a rajatabla quiere entrar a posesionarse del universo indígena, de su cosmovisión y de su alma, combatiendo sus creencias y sus prácticas rituales y mágicas en donde no ven sino manifestaciones de sus “explícitos pactos con el diablo”.

Pasando como enviados de Dios, los ministros católicos y protestantes no hacen sino representar en este siglo el papel de nuevos encomenderos: se les ha entregado, por concordatos con la Santa Sede y por los convenios con las misiones católicas y protestantes, las tres cuartas partes y hasta la mitad de los países latinoamericanos para que cristianicen a “sus” indígenas, los “eduquen” y los “reduzcan” a la civilización. Pero educar, civilizar y reducir a los indígenas, sin respetarles su cultura, sus derechos humanos, su cosmovisión, su derecho a la tierra, su acceso libre a la técnica y a los modos de vida contemporáneos, es ejercer otra violencia contra ellos y condenar al fracaso la supervivencia de una parte de la humanidad que, como ninguna otra, no desea sino vivir en perfecta alianza con la Tierra y con el Cielo que no es otra cosa que el sueño de todos los hombres de ser felices en algotra parte.

Así es que los postulados liberales de igualdad, libertad y fraternidad, prometidos por las repúblicas democráticas a todos los ciudadanos, es una triple mentira predicada al indígena, una afrenta a todos los hombres humildes sin pan, sin techo, sin salud, sin educación, sin trabajo, sin voz, sin voto. La misma manera como las llamadas democracias latinoamericanas —democracias cuyos cadáveres, decía Fidel Castro, ha visto desfilar muchas veces— han venido educando al indio, no ha sido sino la preparación para su dependencia, para su aniquilamiento como etnia, para una final aculturación que lo obligue al fin a dejar su ser “indio” y parecerse —que no igualarse— al blanco que, como es presentado, es la suma de la generosidad, de la inteligencia, de la religiosidad, de la belleza y del valor. En últimas, educar, civilizar y reducir al indio; decirle, de dientes para afuera, que es igual a todos, no es otra cosa, como dijo Jean Monod, que “meterlo en cintura”. Cierto, educar al indio desde afuera de su universo es meterlo en cintura para que entregue la tierra o no la reclame, para que no eche a andar su pensamiento libre, para que no se organice por su cuenta en la búsqueda de su propio futuro y de los medios para rescatar y revalorar los logros inmensos de su cultura espiritual, poderosa, rica, y que no riñe sino con la intolerancia, la incomprensión, el fanatismo, la perversidad, la ambición y la violencia de los intrusos llamados conquistadores, encomenderos, libertadores, misioneros institutos lingüísticos, narco-terratenientes, narco-guerrilleros, “paras”, soldados y policías; todos aunados por un objetivo común: reducir al indio, ¿en nombre de qué? Conmovido Juan Montalvo por la triste condición del indio de su país, decía que si su pluma tuviera el don de lágrimas y escribiera un libro titulado El indio, haría llorar al mundo...

 

Notas

  1. García, Antonio. “La estructura de atraso en América Latina”, citado por Torres Acosta, Hugo. Elementos críticos para una nueva interpretación de la historia colombiana, Bogotá: Tupac-Amarú, 1974, p. 109.
  2. Jaramillo Arango, Pablo. Al margen de la legislación española. Bogotá: Águila, 1937, p. 70.
  3. Hanke, Lewis. La lucha española por la justicia en la conquista de América. Madrid: Aguilar, s. f.; p. 154.
  4. Keith, Shirley. “Los indios de América del Norte: un pueblo en vías de desaparición”, p. 19-36. En: El etnocidio a través de las Américas. México: Siglo Veintiuno Editores, 1976; 365 p.
  5. Hanke, Op. cit., p. 44.
  6. Jaramillo Arango, Op. cit., pp. 61-62.
  7. Citado por Villamarín, Homero, En: Geografía e historia del Ecuador. Quito: Don Bosco, 1970; p. 216.
  8. Aspurua, Ramón y Blanco, José Félix. Documentos para la historia de la vida pública del Libertador. Caracas: Ediciones de la Presidencia de la República, 1978; p. 147.
  9. Samper, José María. Ensayo sobre las revoluciones políticas. Bogotá: Universidad Nacional, 1969; p. 62.
  10. Silva Herzog, Jesús. Breve historia de la Revolución Mexicana. México: Fondo de Cultura Económica, 1986; p. 14.
  11. Ibid. p. 14.
  12. Nieto Arteta, Luis Eduardo. Economía y cultura en la historia de Colombia. Medellín: Oveja Negra, 1975; pp. 153-154.
  13. Silva Herzog. Op. cit., p. 44-45.
  14. Reed, John. México insurgente. Madrid: Sarpe. 1985; p. 157.
  15. Meyer, Jean. “El problema indio en México”, pp. 55-83. En: El etnocidio a través de las Américas. Op. cit.
  16. Serrano Calderón de Ayala, Op. cit., p. 29.
  17. Olarte Camacho, Vicente. Las crueldades de los peruanos en el Putumayo y el Caquetá. Bogotá: Imprenta Nacional, 1932; p. 167.
  18. Donghi, Halperin. Historia contemporánea de América Latina. Bogotá: Círculo de Lectores, 1981; p. 247.
  19. Serrano Calderón de Ayala, Op. cit., p. 30.