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El redentor

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El viejo permanecía inmóvil sentado en una vieja silla eléctrica. Sus dedos reposaban sobre la empuñadura de oro de un bastón de caoba. El día estaba flojo. En la acera de enfrente, tras el cristal mugroso alguien lo observaba.

Era una mujer. Llevaba en las manos una caja parecida a aquellos juguetes antiguos de los que brincaba sorpresivamente un payaso maquillado como prostituta. En sus ojos asomaba apenas el brillo de una lágrima. Su mano temblorosa se detuvo cuando se encontraba a punto de dar vuelta al picaporte. Sus pasos retrocedieron un poco sobre la acera gris.

En el mostrador descolorido que daba a la calle, colgando de un gancho, se encontraba una cuerda que había servido para estrangular a un joven que se había atrevido a decir las palabras que germinaban en el fondo de su corazón. Desde entonces la cuerda había adquirido una dureza que impedía que fuera desviada siquiera un grado de la línea vertical.

Uno podía encontrar las cosas más extrañas en aquel tendejón ruinoso y polvoriento, cosas por las que el anciano sentía una comprensión conmovedora que le arrancaba lágrimas de sangre de la vacuidad que habitaba las cuencas de sus ojos. Mucha gente acudía a la tienda con la única morbosa intención de ser testigos de tan extraño fenómeno. Incluso hubo quien pretendió proponer la canonización de aquel personaje.

Era un hombre oscuro y arrugado como una pasa seca abandonada en una vieja alacena. Sus cabellos blancos caían en desorden sobre los huesos dislocados de sus hombros. Los agujeros de sus ojos —que habían sido arrancados de sus órbitas por él mismo para no ver las atrocidades de sus hermanos— parecían cuestionar a los visitantes desde lo profundo de su enigmática negrura, buscando una respuesta que no existía.

La salvación era su verdadero trabajo, pero no de hombres, a ésos los consideraba insalvables. Era salvador de cosas. Esas que parecen no tener voluntad propia por inamovibles. Las que los hombres crearon para facilitarse la vida y luego sirvieron para facilitarles la muerte.

Objetos que habían sido llevados al redentor por sus propios dueños en un intento desesperado por deshacerse de sus culpas. Otros aparecieron sin explicación, un día, en el interior de la tienda, sin poder dar noticia de su abandono. La mayoría eran rescatados por el propio tendero a cambio de unas cuantas monedas.

Cabe mencionar que el redentor, luego de perder el sentido de la vista, había adquirido una percepción táctil bastante notable que le permitía conocer el estado emocional de sus objetos.

Había un cinturón de cuero negro, hecho con la piel de un toro castrado, que todavía conservaba jirones secos de la piel de un niño que nunca supo la razón de los golpes que habían convertido su espalda en un tatuaje de líneas cruzadas.

Al fondo del lugar se encontraba, refundido en un rincón oscuro, el ropero en que habían encerrado al dueño del cinturón cuando tenía tres años. Era un objeto especial que daba prestigio al tendero porque, cuando sus puertas se abrían, salían en desbandada, como una parvada de golondrinas, los gritos que se habían quedado encerrados y ahogados por la madera de roble durante tantos años. El mueble constituía una de las mayores atracciones de aquella colección de rarezas.

Dentro del ropero el redentor había colocado, en un gancho de madera, una sobrepelliz rasgada que había sido tirada en un lote baldío, cercano a una iglesia, luego que la prenda se negó tres veces a abandonar el cuerpo que lo portaba porque, de hacerlo, se habría convertido en cómplice de la violación de un acólito. Esta prenda tenía un costo, no negociable, de treinta monedas.

La oferta de la semana era una botella de agua mineral que aún conservaba la mitad del transparente líquido en su interior. El tendero le había colocado un tapón, que no era el original, en un intento por cambiar el destino del objeto en una especie de superstición plenamente asumida. La característica especial de la botella era que el líquido, siempre cristalino, se tornaba turbio cuando la mano que la tomaba no pretendía satisfacer alguna sed.

A un lado de ella se encontraba una vieja servilleta para las tortillas que había sido testigo del jaloneo que una abuela malvada —que no se llamaba Eréndira pero era igual o más desalmada que ésta— había ejecutado contra su nieta de cuatro años luego de negarle para siempre la petición de quedarse a dormir con ella cuando se encontraban a solas, lejos de la familia. La servilleta aseguraba que el jaleo no había dejado marcas en el brazo de la niña tanto como las que quedaron grabadas para siempre en su corazón.

Cuando el redentor había colocado, hacía algunos años, los primeros objetos en su mostrador, su única intención había sido ayudar a la salvación de aquellas cosas que habían sido utilizadas para fines malévolos transgrediendo las leyes que determinaban el objetivo primario de su creación: servir al progreso de la humanidad.

De ahí que el único requisito para adquirir cualquiera de esos objetos era obedecer a este fin. La gente que acudía a la tienda no lo sabía, por lo cual toda persona que se adentraba en los territorios del redentor era detenidamente analizada.

Para ello el anciano se auxiliaba de las profecías de una antigua bola de cristal que había sido llevada a resguardo por la propia pitonisa ya que debía purgar una larga condena.

La historia de aquel objeto era peculiar. Su último trabajo había consistido en adivinar el futuro a ciertos funcionarios públicos que deseaban conocer la ubicación de los restos óseos de un hombre que había sido asesinado. De manera extraña, los huesos habían desaparecido del lugar en que los enterraron. Los funcionarios deseaban saber si el hombre asesinado pretendía perjudicarlos urdiendo una malévola venganza desde otra dimensión.

Los ayudé porque yo no sabía que eran asesinos, además, parecían hombres de buenas intenciones, había dicho la pitonisa, quien luego había cambiado de parecer.

La bola, desde entonces, se encontraba trabajando con afán en su propia salvación. De hecho, no estaba a la venta. Era la mano derecha del redentor para quien cobrar era un requisito indispensable. De no hacerlo, los clientes podrían pensar que se trataba de un negocio poco serio, lo cual no era conveniente para sus fines.

En sus planes inmediatos se encontraba el de reunir dinero suficiente para adquirir una colección de instrumentos de tortura que eran exhibidos en un museo de la ciudad, lo cual le daba posibilidades de expansión a su negocio. Ahora, como una novedad, incluiría la adquisición de objetos fabricados expresamente para la destrucción de la humanidad. Los compradores debían ser gente con el suficiente ingenio para modificar su utilidad ya que estos objetos le habían expresado su deseo de cambiar su Santo Oficio aprobando, incluso, su refabricación.

El inconveniente era que estos instrumentos se encontraban aún en posesión de representantes eclesiásticos que solicitaban un precio muy alto por ellos. El argumento era que necesitaban recuperar las ganancias perdidas por exhibiciones posteriores a su venta. Además, habían añadido, con lágrimas en los ojos, que dichos objetos tenían para ellos un valor sentimental incalculable.

El viejo meditaba en la manera de acortar el tiempo para traer consigo aquellos sufridos objetos cuando la puerta anunció la presencia de alguien con un rechinido largo y agudo como el quejido de un ratón que ha caído en la trampa.

Apoyado en su reluciente bastón el viejo se apresuró una vez más, tanto como se lo permitían sus pies cansados de bregar los benditos caminos del Señor, al encuentro con la salvación.