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“Que me busquen en el río”, de Adelaida Fernández OchoaCuando el río fluye

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El río fluye sin parar. Recorre montes y valles, hondonadas y explanadas. Lleva los sedimentos que harán feraz el valle. Los troncos de la última creciente y las vacas que se extraviaron en su orilla. Y también lleva el mensaje de la muerte. Pero más que el mensaje de la sin carnes, que para los muertos ya no importa, lleva a cuestas la incertidumbre, la angustia por la respuesta no recibida frente a la pregunta de siempre: ¿qué va a pasar? Pregunta que formulan los vivos, los sobrevivientes, que habitan sus orillas o tienen que cruzarlo para seguir organizados con la vida.

Es como una muerte lenta o, como decía mi abuela, una muerte en vida. Es un clima opresivo, cruel, lleno de rumores, en el que, sin remedio, debe vivir una región acosada por las necesidades, un pueblo que no puede decidir su destino, unas calles donde un toyota blanco es la imagen del terror, unos desaparecidos y unos cuerpos mutilados que bajan por la corriente sin pausa ni respiro.

Es la misma metáfora que instauró la violencia de los años 50 del pasado siglo XX, y sirviera como disculpa para nombrar al río Magdalena como el “río de las tumbas”. Un rumor que llevaba la corriente, una chismografía en las calles, tiendas y cantinas de los pueblos, en la que viajaban los desaparecidos y se lloraban las ausencias. La historia se repite en el país como si nada cambiara. No hemos aprendido a derrotar el dolor porque la experiencia no existe. Sólo permanece el rencor que multiplica la barbarie. Siguen los cadáveres bajando por el río. Ahora por el río Cauca. Nuestra historia es así, una insufrible manipulación histórica.

Y hay quienes se niegan a acepar que la literatura también pueda navegar por el río, con la historia, claro está, mas no con la incertidumbre o la desolación sino con la esperanza. Tal vez no sepan que la literatura nos salva de la locura cuando ella nos asalta por no poder decir lo que somos porque debemos olvidarlo. No sólo por decreto sino ya casi por costumbre, que trae como consecuencia la indiferencia.

Adelaida Fernández Ochoa le ha dado protagonismo al río. Por eso el título de la novela. Es el polo a tierra de esta historia que, en la vida real, se escenificó en el municipio de Trujillo, en el Valle, con la masacre de 167 personas, casi una década de horror: 1986-1994. Y a pesar de que el gobierno aceptó su culpabilidad en los hechos, las víctimas siguen sin recibir alguna solución que repare sus pérdidas y rehaga sus posibilidades de vida.

Pero la literatura no da soluciones, eso es bien sabido, sólo narra y reinventa, ficciona la realidad y crece y fluye como el río. Impide que el olvido decretado por los asesinos se extienda como un mal, antes bien mantiene perenne la esperanza de un testimonio que dignifique a las víctimas y aleje de la locura o del suicidio a los sobrevivientes. Que remplace la injusticia con el testimonio. Y si está escrita con pasión y entrega, conocimiento, distancia y calidad literaria, como esta novela de Adelaida, la sociedad está salvada. O, por lo menos, ya no será posible el olvido, ese que piden los gobernantes, como si no fueran humanos, o decretan arrogantes, como si fueran dioses.

Las vidas se rehacen en la literatura y se reincorporan a la historia. Se reincorporan en una metáfora sugerente y atrevida siguiendo el rumor del río y la vida de unos seres que buscan un mejor escenario para concretar sus ilusiones.

Adelaida ha querido que la historia la cuente en primera persona una maestra. No había leído en la historia de la literatura colombiana una manera tan novedosa de abordar una historia, no sólo por su escritura sino por la calidad de sus personajes. No son paradigmas, son los mismos que padecen el rumor y la opresión, la incertidumbre de ser marcados para el adiós por los enviados invisibles de la muerte. Son los comunes y corrientes, los menos parecidos a un héroe, pero héroes anónimos en lo cotidiano y en la lucha por la existencia. Y entre clases y recreos, celebraciones patrias y parroquiales, clases y calificaciones, va fluyendo el río, va fluyendo la vida, va fluyendo el rumor, va fluyendo la muerte.

Adelaida Fernández Ochoa nació en Cali, es licenciada en lenguas modernas de la Universidad del Valle, especialista en la enseñanza de la literatura de la Universidad del Quindío, y ha sido profesora en colegios oficiales y privados por más de quince años. Esta es su primera novela publicada, con la cual resultara seleccionada en el 2005 para el Premio Nacional de Novela que convoca el Ministerio de Cultura cada dos años.

Encuentro dos baluartes en los que Adelaida se apoya para lograr una obra como esta: por un lado, su experiencia docente, la cual le permite desenvolverse en el ambiente escolar con gran suficiencia y, al mismo tiempo, con la distancia necesaria para ser justa; y, por otro, su conocimiento de la literatura, dada su formación académica, que le da una visión de la realidad muy distinta a como otros la sienten y la viven.

De su primer baluarte, por ejemplo, surgen descripciones como esta, donde se percibe la esperanza: “Mauricio empezó a jugar. Algún día será bello, ahora es mocoso, será alto, ahora es patilargo porque los pantalones le quedan cortos, es desgreñado, un día tendrá unos bucles de seda, baboso es ahora, un día su boca será sensual” (p. 23-24).

De su segundo baluarte se desprende su conocimiento de la realidad y la manera de contar los hechos, mediante la voz de una protagonista casi elemental: “Benito se toma un tinto, le gusta sentarse al fondo, en una mesa esquinera porque domina el panorama, pero de otra mesa lo saludan, lo invitan a sentarse, ya conocen al profesor que enseña en Robledo, le abren campo, él acepta, agradece, él saluda, se sienta, la charla ha comenzado, pero ya le cogerá el hilo, uno no tiene necesidad de llegar a tiempo, cuando el suceso es de impacto se comenta una y otra vez, tal como sucede en la radio que le da vueltas y vueltas al mismo asunto, y en la televisión a la misma imagen, entre más conmueve más se repite” (p. 33).

Adelaida ha sabido compenetrarse con esa atmósfera de opresión y de terror, pero no para hacer el recuento de los muertos ni solazarse en la descripción de las masacres, sino para dejar discurrir la historia global y las muchas historias personales que se trenzan en ella como un rompecabezas. Cada una de esas individualidades se entrecruza con las otras en una narración fluida, como una conversación natural en la que se van delineando los personajes. Personajes memorables, por lo sencillos y corrientes, con los cuales cualquiera de nosotros ha hablado en algún momento de nuestra vida, como el profesor Quintero, Marcial el barquero, la profesora Catalina, Mauricio el alumno, los docentes compañeros, el Mago, los alumnos, el cura, las vacas, los potreros, las plantaciones de caña y, por supuesto, el río.

De una manera casi elemental, y esta es una de las virtudes de la novela, la problemática del país se descubre en un solo escenario. Se concentran en él la corrupción, los paramilitares, los guerrilleros, los narcotraficantes, la mafia, la represión oficial, las desapariciones, los secuestros, los muertos, el terror, la angustia de estar vivos.

El lenguaje utilizado por Adelaida es un lenguaje sencillo y sin alardes, como corresponde a una maestra rural y a un pueblo donde no existen posibilidades de progreso: “La mamá le dice que cambie de afición porque aquí los pescadores no tienen futuro, ella preferiría que el muchacho se le volviera ayudante del camionero, otro oficio no se le ocurre porque el corregimiento ofrece pocas alternativas, jornalear es una, los cortadores de caña son los que más ganan pero no salen del pueblo, nunca progresan, los que trabajan arriba, cogiendo café, menos. ¡Jornalero no! En cambio, si él empieza trabajando como ayudante de chofer puede volverse chofer. También mecánico o comerciante” (p. 22).

Al ser narrada en primera persona, la novela tiene características de monólogo. Sin embargo, son múltiples los diálogos que se mezclan en el párrafo, no hay guiones identificatorios, sólo continuidad de palabras, contrapunteo de ideas, evocaciones, pensamientos, acciones pedagógicas de sencillez ejemplificante. De esta manera, como el río que fluye, se va edificando la novela, con múltiples voces que bullen en la memoria de la maestra narradora y van soltándose en una simultaneidad propia de la novela moderna.

A diferencia de las novelas del sicariato, que son episódicas y superficiales, Que me busquen en el río encarna la compleja realidad del país, narrada con sencillez, cercanía y conocimiento profundo de los hechos. Esto es lo que pienso como lector. Por eso es una novela que recomiendo leer. Estoy seguro que no se arrepentirán de encontrarse con esta historia cruel, pero bellamente escrita.