Letras
Dos horas muy padres

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Odio el Autocad, hasta estoy de mal humor, pero no tengo ganas de limpiar mi restirador para ponerme —realmente— a dibujar. Escucho los pasos de papá que viene a mi estudio. Rechina la puerta. Ya está en mi espacio. Siempre entra sin tocar. Es el único de esta familia que se atreve a hacer eso. ¿Poca educación o es su forma sutil de recordarme que esta es su casa? Quizá por ahí viene la cosa, se trata de autoridad.

Grabo lo que he hecho. Viene a interrumpirme y seguro me entretendrá por un rato. Mande, le digo en automático con un tono áspero. ¿Me llevas a comprar la despensa mañana? Lo dice como sólo él sabe: parece que te pide un favor, pero en realidad te da una orden. ¿Mañana, a qué horas?, le pregunto sabiendo de antemano su respuesta. En la mañana. No puedo por la mañana, papá, vamos ahorita. Ahorita yo no puedo, hijita, dije mañana. Padre, padre padre. Pelón y con piojos. Viene a pedirme favores y encima establece sus horarios. No soy un taxi, papá. No soy chofer. No me diga hijita.

Continúo con mi dibujo dando por terminada la plática. Él sigue en mi estudio haciendo un inventario de los papeles sobre la mesa. Algo pasa en su cabeza y acepta mi propuesta. Vámonos, pues. Apago el monitor de la computadora y enciendo mi chip de hija menor.

El asunto divertido se instala apenas le abro la puerta del coche para que se suba. Mi humor cambia de inmediato. No sé cómo contarlo. Pero estas dos horas que siguen son mi tarea, pues se nos ha pedido relatar dos horas de nuestra vida. Quizá me ayudará poner en cursiva, todo lo que pienso pero no le digo. Quizá debiera empezar a practicar los diálogos.

Este coche no es como el de tu hermano. Mi padre insiste en comparar el Astra super equipado de Moisés contra mi Pointer austero. No tiene para agarrarse, no me quiero poner el cinturón. No le estoy preguntando. Qué bien suena el stereo, Sony, pura calidad. No, papá, sólo era el más barato. ¿Qué estamos escuchando? Miguel Bosé. Ni te atrevas, Polo, ni te atrevas a criticarlo. Hasta olvido el usted con el que mi madre nos ha enseñado a hablarle.

Camino al centro comercial vemos una ambulancia. ¿Te acuerdas? Sí, papá. Cómo olvidarlo. Nueve hijos, una esposa, ocho hermanos y allá voy sólo yo a cuidarlo. Me dormí en el piso helado de la Sala de Espera. A las seis de la mañana preguntaron por un familiar. Papá moribundo quería hablar conmigo, es decir, con alguien. Allá voy por la bendición y la herencia, corriendo apresurada. El señor sólo quería que le trajeran su radio. Cómo amaneciste, dormiste bien, no se le ocurrió ni siquiera preguntarlo.

Tengo un comentario listo para herirlo si se le ocurre sacarme plática. No lo uso pues quedamos en silencio. No tengo ganas de discutir con él. Además pienso en que no he escrito mi cuento. Fantástica para criticar pero débil para crear. Bien lo dice mi madre: Entre más larga la lengua más corta debes tener la cola.

Llegamos a la tienda. Mal me estaciono, él olvida pagar el taxi y dar las gracias. Sólo se baja dando un portazo. Camina rapidísimo, hecho madre dirían los maleducados. Lo veo alejarse. Se ve súper simpático. Parece que va a recoger un premio. Corre, Polo, corre, que no te vea Almohadóvar porque te hace película.

Termino de acomodar el coche. Subo el vidrio del copiloto, bajo el seguro, pongo la alarma, procurando no perderlo de vista. Luego me tranquilizo. Ya sé para dónde va. Lo encuentro en las latas. Me pregunta que qué tanto escribo. Cosas, papá, cosas.

De lo que se pierden mis hermanos. Ir de compras con papá es tan divertido. Creo que así lo recordaré cuando ya no esté. ¿Por qué ni escrito me sale decirle mi papá? Siempre es papá, padre, el papá de todos, tu papá, pero nunca mío. Es una barrera del lenguaje. Porque lo que amamos lo consideramos nuestra propiedad, como dice Cortez. No seguiré este pensamiento, estoy en un taller de escritura, no en Gestalt.

Hay que leerle todas las etiquetas. Una por una por una por una. Y no importa cuánto lea, siempre me falta un dato por ahí. Carbohidratos, grasas, sodio, calorías. Fechas de caducidad. Siempre queda insatisfecho. Me encantaría saber cuál es el dato que busca. No se lo pregunto, eso restaría mi diversión.

Recuerdo que necesito un cepillo de dientes. Más bien dos. No es que tenga boca o dientes dobles, pero sí compraré un par. En la farmacia recuerdo que me hace falta algodón, bueno, a mí no, a mi mamá. Revive mi obsesión de orden en los anaqueles. Todas las cosas acomodadas. Se ve muy bien todo uniforme. ¿Por qué no va alguien a acomodar así las cosas en mi estudio?

Regreso a las latas por papá. Ya no está. Voy a las frutas. Ahí lo encuentro. Examinando uno por uno los aguacates. Lo ayudaré a escoger por descarte: todos los que yo le diga estarán en automático descalificados. Es tan predecible que resulta hasta fantástico. Polo, Polo, Polo, cómo eres necio, cómo nos parecemos.

Ya va una hora y se ha ido como agua. Frase hecha, lugar común. Esbozo el cuento de la tarea mientras papá selecciona unos duraznos.

Ahora vamos por el pescado. Nos falta escoger las toallas. Usa un plural que me desagrada. Me molesta porque en realidad no me incluye y me encabrona porque es el plural que usa mucha gente en su vivir. Como si fuéramos múltiples. ¿Por qué no nos hacemos responsables de nuestras decisiones? Escogí. Tomé. Primera persona del singular en tiempo presente que eso es lo único que hay. Escojo, tomo, decido, escribo.

Pasamos por las bebidas. El tema tan prohibido. Qué antojo de jamón serrano, qué rico estaba el que ofreció la Rubia. Papá busca y busca y busca salchichas de pollo. Que no papá, que aquí no las venden. Sigue buscando ignorando mi comentario. Búscame sodas verdes. Esa es su manera de responderme.

Voy por las sodas verdes. Traigo todas las que encuentro sabiendo que ninguna le gustará. Las ve todas. Leo las etiquetas. Mejor traime coca lay. Ok. Regreso todas a su sitio muerta de la risa. Este es papá. Le llevaré cinco y querrá cuatro, y si le llevo cuatro querrá cinco, y así hasta la eternidad.

Ya va camino a la caja. No permite que empuje el carrito. Escoge la fila donde hay más gente. Me encantaría saber por qué hace eso. Seguro que toda la gente aquí piensa que soy una arrastrada. Pobre hombre con sus ochenta y seis años a cuestas y la hija que no le ayuda. En la banda corrediza lo veo batallar acomodando las cosas. Ahí sí lo hago a un lado. Permítame. Me queda claro de quién heredé la soberbia. Ojalá hubiera heredado más cosas de mi madre.

¿La tarjeta de puntos? Otra vez no la traje. Río porque me espera un regaño. Su rostro es la completa desaprobación. Ni sabemos para qué sirve, pero él quiere su tarjeta de las promociones. Hoy se contiene y decide orientar su furia contra la chamaca que empaqueta las compras. Algo le dice sobre que no revuelva las cosas, que use una bolsa para cada una. La niña se queda helada. Yo entiendo de dónde heredo también las obsesiones. Volteo para todos lados para no soltar la carcajada. ¡Ay, papá, se la baña!

Saca la tarjeta y paga. Busca entre sus monedas para darle algo a la paquetera. Ni eso me deja hacer. Le da un peso. Me río. ¡Ay, papá! Y sé que no es que sea tacaño, casi estoy segura que para él es mucho. A la gente hay que entenderla en su contexto. Cuando papá era niño hacía muchas cosas por y con un peso. Sin que se dé cuenta le doy a la chica otra moneda, claro, de peso.

Por fin nos vamos a casa, empujo el carrito. Él se adelanta al Pointer. Veo el reloj. Ya me he pasado más de una hora del tiempo pedido. No será mi tarea, no cumplo quizá con lo requerido, pero tengo este momento, que ahora queda escrito. Subo las cosas a la cajuela. No las maltrates, acomódalas con cariño, como a ti no te costaron. Ya comienza papá de nuevo, quejándose en mi coche, yo manejo y sonrío.