Entrevistas
Evelio Rosero Diago
Desde la paz preguntan por nosotros

Evelio Rosero Diago

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Entrevista con el escritor colombiano ganador del Premio Tusquest Editores de Novela en España 2006. Su novela ganadora, Los ejércitos, fue lanzada en el marco de la 20ª Feria Internacional del Libro de Bogotá.

Colombia es una flor extraña con pétalos de orquídea y cebolla, en un jardín feudal perfumado de altas hogueras. Qué guerra de poderes inconfesables se libra en este país, qué ventrílocuos hay tras escena. Qué destino espera a esa nación de nómadas atemorizados que crece en el vientre del país oficial. Ese país portátil del que habla el escritor colombiano Evelio Rosero Diago en su novela Los ejércitos, donde conviven de forma incestuosa lo más sublime de la condición humana, con los arrabales y las tinieblas del hombre, y que nos recuerda aquellas líneas de T. S. Eliot: “¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?, ¿dónde esta la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?, ¿dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Veinte siglos de historia humana nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo”.

Los ejércitos obtuvo el II Premio Tusquets Editores de Novela 2006. Según Evelio Rosero (1958), “la novela está ubicada en un pueblo imaginario en Colombia, cualquier pueblo, cualquier aldea, sometida al conflicto tan desafortunado que estamos viviendo, me refiero sobre todo a los civiles, a la gente”. El novelista, que ya abordó un tema similar en su anterior obra, En el lejero, recordó el trabajo de investigación que llevó a cabo para mezclar “mucho de realidad y mucho de ficción”. Destacó que los hechos que aparecen reflejados en la obra “son totalmente reales, están tomados de recortes de periódicos, noticias de televisión y testimonios de desplazados, sobre todo a la ciudad de Cali. Este conjunto de acontecimientos verídicos son los que han dado forma y han consolidado el argumento de la obra”, quien agrega que en Colombia “hay cuatro ejércitos, todos alimentados por el peor enemigo: el narcotráfico”.

En declaraciones a Europa Press, el autor explicó que se decidió a abordar esta temática hace varios años, “cuando los secuestros en mi país se empezaron a intensificar y muchas personas se vieron obligadas a abandonar sus casas, sus trabajos y sus vidas para desplazarse a otras ciudades a causa del miedo y la amenaza continua”. El resultado de todo ello fue “una obra que me ha dejado vacío” y permitió “enterarme de muchos aspectos humanos que desconocía”. “Procuré no insistir tanto en los esclarecimientos políticos que mueven a estos ejércitos, sino a la consecuencia humana en la gente de Colombia, que es la que pone los muertos”.

Evelio Rosero nació en Bogotá. Cursó estudios de comunicación social en la Universidad Externado de Colombia. Es autor de la trilogía novelística Primera vez, integrada por las obras Mateo solo (1984), Juliana los mira (1986, traducida al sueco, noruego, danés, finlandés y alemán) y El incendiado (1988, II Premio Pedro Gómez Valderrama a la mejor novela colombiana publicada en el quinquenio 1988-1992). Sus novelas posteriores, Señor que no conoce la luna (1992), Las muertes de fiesta (1995), Plutón (2000), Los almuerzos (2001) y En el lejero (2003), así como sus libros de relatos Las esquinas más largas (1998) y Cuento para matar un perro y otros cuentos (1989), han sido tema de estudio y tesis universitarias. En 2006 obtuvo en Colombia el Premio Nacional de Literatura, otorgado por el Ministerio de Cultura.

Dice Eduardo García Aguilar: “El premio que acaba de obtener Evelio Rosero —el más prestigioso para novela en el ámbito iberoamericano por la calidad de sus jurados— puede ser una sorpresa para muchos, mas no para quienes hemos seguido su camino desde el inicio con admiración y alegría... Rosero comenzó desde muy temprano una obra literaria de méritos extraordinarios con una narrativa nerviosa, ágil, que nunca cedió a la facilidad y exploró los más inquietantes caminos de la locura y el horror de la vida. Con novelas como Mateo Solo (1984), Juliana los mira (1986), El incendiado (1988) y la para mí espectacular Las muertes de fiesta (1995), entre otras muchas obras, Rosero forjó un cuerpo narrativo de primer orden”. Aquí una entrevista con el autor de Los ejércitos.

“Los ejércitos”, de Evelio Rosero Diago—Heráclito decía que el tiempo es un niño que juega a los dados. Según la ciencia, el primer recuerdo se produce cuando el sistema nervioso se modifica como respuesta a un determinado estímulo. Cuál es su primer recuerdo, esa foto mental.

—Son dos recuerdos, y ambos ocurren, como es natural, en la infancia. El primero de ellos, a los cinco o seis años, en Fontibón, donde vivíamos. Había una niña llamada Sandra, y vivía en la esquina, en una casita blanca, con antejardín. Seguramente yo le había dicho a Saél, un amigo, que Sandra me gustaba. Una mañana, frente a la casa de Sandra, los vecinos asomados a las ventanas, los amigos, todos empezaron a reír y asegurar que Sandra y yo éramos novios, y que nos íbamos a dar un beso. De pronto la puerta se abrió, salió Sandra. La recuerdo vestida de blanco, era rubia. Y se acercó a mí, decidida. Todos los vecinos coreaban nuestros nombres. Yo pensé que se trataba de un beso en la mejilla. Ya era demasiado tarde cuando vi el rostro de Sandra cerca del mío, y luego sentí el beso en los labios. Recuerdo la risa de los vecinos, las carcajadas, pero sobre todo la sensación de ese primer y único beso. Empecé a correr con todas mis fuerzas y sólo me detuve cuando ya no podía más, en un potrero. Caí, casi desmayado: sentía el corazón rebotando contra la hierba, y, en mis labios, los labios de Sandra, todavía, y todavía sigo sintiéndolos, como el primer deslumbramiento. El segundo recuerdo es también una suerte de aliento vital; ocurrió a los nueve o diez años, en Pasto, en la biblioteca de mi padre. Yo acababa de leer el Robinson Crusoe. De hecho, acababa de cerrar el libro. Y descubrí, de pronto, que yo quería escribir también, contar historias, descubrí que yo quería ser escritor, que era un escritor —y sin haber escrito aún el primer libro. Semejante descubrimiento fue una luz purificadora, la paz, íntima, de un horizonte definido: ya sabía quién era yo, y para qué viviría.

—Mirando hacia atrás, ¿qué aspecto considera determinante para que su vocación creadora sobreviviera a las barreras y contingencias sociales propias de los países latinoamericanos?

—Justamente porque es la vocación creadora, el convencimiento y la alegría de hacer lo que queremos. Las barreras y contingencias, aunque resulte paradójico, alimentaban las fuerzas de escribir. Siempre que las cosas se ponían difíciles el acto de escribir me salvaba, aunque a veces, muchas veces, de manera irresponsable. Tener que aplazar los pagos de arrendamiento, deber las facturas y servicios, deber dinero a los amigos, a los hermanos, me hacía refugiarme con mayor obstinación en la escritura. Algo tenía que salvarme, tarde o temprano.

—¿Por qué unos temas le han atraído más que otros?

—No podría afirmar que unos temas me hayan apasionado más que otros. Simplemente hay unos temas que nos determinan, que son viscerales, que nos impiden el sueño. Esos son los que remueven y conmueven los argumentos que resuelvo en mis novelas. Los temas “a medio camino”, que no son tan... determinantes, tarde o temprano los desecho. Aguardo sobre todo el escalofrío total, una especie de rebelión contra algo, o alguien, incluso yo mismo, contra lo instaurado. Y un deseo —general— de luchar contra el olvido, edificar el pasado, otra vez, y vivificarlo mucho más que el presente.

—Frente a las dudas e incertidumbres propias del acto creativo, ¿cuál es su actitud laboral, qué tipo de ejercicios prácticos o soluciones artesanales desarrolla, para saltar los silencios creativos en medio de los proyectos?

—Sólo he experimentado un único “bloqueo creativo”, o “crisis” (como lo definen varios escritores) en mi vida de escritor. Todas esas dudas e incertidumbres me cayeron en bloque, me resquebrajaron. Y ocurrió en Chía, hace ya varios años. Seguramente porque me había separado de quien era mi compañera, por los problemas económicos, el aguardiente a solas, el silencio literario que me rodeaba, dudé de mi propio trabajo. Incluso pensé que no era realmente un escritor, que yo mismo me había engañado, y que ya era tiempo de despertar, de no seguir el juego a los sueños. No lograba adelantar una sola página de la novela que me encontraba escribiendo, pasaba días enteros sentado frente a la hoja en blanco, fumando como una chimenea, y estuve a punto de arrojar la toalla, incendiar todos los proyectos de escritura y pedir trabajo como profesor en un colegio, o redactor de un periódico. La única manera de salvar ese desánimo fue escribiendo, precisamente, un artículo bastante pesimista, titulado “La creación literaria”, y que fue publicado por el Boletín Bibliográfico del Banco de la República. Allí decía, sin ambages, lo que me sucedía. Afirmaba que sentía que “me estaba repitiendo”. Nada más peligroso, e inútil. Sencillamente los escritores escriben y vuelven a escribir sobre sus vidas, a lo largo de todas sus obras. En fin, con ese breve ensayo-suicida yo claudicaba ante mí mismo. Pero, irónicamente, la escritura y publicación de ese mismo trabajo me desbloquearon; volví a escribir, casi de inmediato, y lo hice con fuerza redoblada, cuando muchos amigos y lectores daban por hecho que yo estaba acabado, sobre todo los “reseñadores” de ese mismo boletín, que se fueron lanza en ristre contra mis obras: no me importó: lo único bueno fue que nunca más volví a padecer semejante incertidumbre.

—¿Con qué criterios encara el proceso de hacer ficción a partir de la realidad autobiográfica? ¿Cómo teje esas dos dimensiones: el alambre de la realidad y la seda de la ficción?

—La realidad de la ficción, cuando escribo, es más real que la realidad que vivo. Así tiene que ser. Aunque esté trabajando con base en personajes de la infancia, de mi pasado, o plenamente ficticios, ellos se imponen. Tienen más sangre y carne y huesos que los seres reales que me rodean, más vivos que yo mismo. Si la realidad de la ficción, de la novela, coincide con la realidad presente, pues tanto mejor. Pero lo único determinante es que el trabajo de escritura está más vivo, y es más real que cualquier otro aspecto de la realidad.

—La gama de intereses de los lectores es tan amplia como las propuestas de los escritores; sin embargo, es una realidad que hay en la literatura colombiana dos o tres tendencias editoriales masivas, entre ellas el aprovechamiento del morbo despertado por la violencia, y las confesiones sexuales. ¿Cuál es su visión de este fenómeno?

—Yo no llamaría tendencias a las confesiones sexuales, o el tratamiento de la violencia, etcétera. Uno es honesto con su obra, o por lo menos trata de serlo. El despertar sexual, el impulso sexual, son parte vital de cualquier ser humano. La muerte, y si es la muerte a la fuerza, como la que padecemos los colombianos, es algo que remece nuestras fibras más íntimas. La sinceridad del trabajo literario está en acometer estos aspectos si realmente lo necesitamos como escritores, testigos de su tiempo, y no como mercaderes aprovechando las tendencias del día.

—Si una muchacha o un muchacho le dice que está pensando en dedicarse a escribir, en asumir esa vocación como algo real, ¿usted qué le diría?

—No lo estimularía, pero tampoco buscaría disuadirlo. Un escritor, tenga la edad que tenga, no se acercaría a nadie a preguntar si sería bueno escribir. A lo sumo, y con seguridad, enseñaría una docena de cuentos, mostraría todos sus poemas. El escritor, si lo es de verdad, no espera a que otro decida por él si vale la pena escribir. El joven escritor siente —como nunca lo volverá a sentir en toda la vida—, que es el mejor escritor, el más grande, más grande que cualquiera. La vida le irá dando sus sorpresas (como reza la canción), pero también le irá entregando los frutos, buenos o marchitos, pero siempre sinceros, de su trabajo.