Letras
El viento y la ceniza

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A partir del jueves no hubo más días soleados. Desde el sur y el océano, como provenientes de algún oscuro desastre, nubarrones gigantescos dominaron los cielos para siempre, bañando las cosas de una luz como cenizas, como rosas muertas. Los otros habitantes del pueblo parecían no percatarse. Tampoco era necesario preguntarles. Él salía de su casa y se sentaba en el porche, mirando pasar el aburrido desfile de niños hacia la playa, los jóvenes en autos enormes y polvorientos, las viejas gordas con pañuelos en la cabeza, y algo le hacía sentir que había retrocedido en el tiempo, que el viento que había arrastrado aquellas nubes desde el sur también había traído consigo los días de su infancia.

Por las noches trabajaba en la Obra, incansable.

 

Una tarde vinieron a preguntarle si insistía en sus viejos trabajos. Sospechó de inmediato de aquellos rostros. Tenían la marca de las múltiples hermandades de brujos y nigromantes, así que sólo contestó con evasivas. No, no les mostraría el sótano. No, no les mostraría el atanor. No, no hay biblioteca.

—¿Ya ha quemado todos sus libros, entonces? —le preguntaron, y él supo que había cometido un error.

—No todos —respondió, sin más remedio—; algunos días me entretengo quemando los que quedan. Hago una hoguera en el fondo.

Se marcharon al caer la noche. Tras la partida guardó los pocos libros que no necesitaría en una caja, preparado para quemarlos al día siguiente. Encontró una foto de sus padres, descubriendo que casi había olvidado sus rostros hacía tiempo. En otra de las imágenes una mujer de cabellos cobrizos sonreía abrazada de un hombre muy alto y delgado. En otra el mismo hombre jugaba con un niño. No recordó sus nombres.

 

Fue entonces cuando empezaron a desaparecer los edificios. El pueblo parecía simplificarse. La compleja arquitectura de la Feria Octogonal adquirió curvas más amplias y decoraciones equilibradas y sencillas. Se desvanecían las gárgolas de las torres, los dragones de los portones y las cabezas barbudas. A nadie parecía importarle, o nadie se daba cuenta. El invierno se acercaba rápidamente y no había más veraneantes. Los pocos que quedaban no bajaban a la playa. Por todas partes aparecían vagas construcciones de metal, vigas retorcidas, alambres y púas que remedaban esculturas incomprensibles infringidas por artistas dementes. Tardaron dos semanas en desaparecer.

 

Pronto quedó solamente su casa, levantándose desamparada en la colina. A su alrededor los caminos que iban hacia el norte y hacia la playa eran recorridos por carretas y otros vehículos, movidos en su mayoría por bestias prehistóricas. Entonces regresaron a preguntarle si insistía en la Obra, deslizando sutiles amenazas en sus palabras. Llevaban espadas y báculos; parecían resueltos a ser conducidos hacia el sótano.

—Todavía tiene tiempo de poner un fin a sus costumbres. Comenzar de nuevo, libre —le dijeron—. Muéstrenos su taller y nos encargaremos de todo.

Él se negó. Sabía que en el fondo no podían obligarlo. Contrariados, mascullaron palabras de venganza y represalias, intentando asustarlo. Les abrió la puerta y se internaron en el desierto deslumbrante y gris.

 

Entrado el invierno ya casi no se veían viajeros por los caminos del norte o el noreste. Con cierta preocupación empezó a constatar que su casa también perdía sus formas y ornamentos: desapareció primero la Rosa de los Vientos, luego el Cristo Órfico del hall. El pentagrama grabado a los pies de la puerta de calle había perdido toda definición. Pronto fue imposible cerrar las ventanas o encender la chimenea. El viento desgarraba las cortinas y cubría la casa de polvo y ceniza.

Y todas las noches trabajaba en la Obra, incansable.

 

El día de la Primavera constató que la habitación de huéspedes ya no tenía muebles. Las paredes, resignadas al viento y el salitre, se descascaraban exhibiendo la piedra antigua que las conformaba. Él se sentaba en la sala central, apoyando la espalda contra la chimenea, pensando sin palabras, casi sin imágenes. Apenas tenía recuerdos. Apenas tenía fe en la Obra. Se supo continuando sus procesos movido por la costumbre, inanimando cada operación con la misma meticulosidad con la que iban desapareciendo todas las cosas que antaño lo habían rodeado. Esa tarde lo visitó una niña vestida de rojo. —Estás muerto o muriendo —le dijo—, pero aún tienes tiempo de recomenzar.

Y él creyó que era una enviada de los brujos, así que la despidió bruscamente. Tomó el último libro que persistía en el taller y lo quemó en el jardín. Las llamas palidecieron con los colores del crepúsculo agotado, las páginas ardían lentamente, extinguiéndose el fuego ya entrada la noche.

 

Hacia el verano los caminos se poblaron nuevamente, pero los transeúntes no fueron los mismos. Se detenían ante el portón desvencijado y lo llamaban a voces.

—¡Queremos hablar con el Gran Maestro que vive en esta casa de piedra, pues hemos recorrido los senderos y el cansancio del mundo buscando sus palabras!

En un principio sospechó, pero a medida que las tardes se dilataban y las noches se ahondaban en el vacío, sintió una vez más el deseo de compañía. Les abrió la puerta y los recibió, acomodándolos en los rincones de la casa sin muebles. La necesidad de atenderlos le hizo notar que llevaba meses sin comer, pero el hecho no lo inquietó. Hora tras hora recibía halagos y preguntas.

—¿Es verdad, maestro, que llegado el momento todo Artista ha de quemar sus libros?

—¿Es posible hacer regresar una rosa de sus cenizas?

—¿Existen ciudades en el Orbe construidas como las páginas de un libro, de modo que sus caminantes las leen mientras recorren sus calles y reciben su Historia y su Mensaje?

Y respondía que sí, que era verdad, y que nadie podía realmente convertir una rosa en cenizas y así destruirla, y que tales ciudades sólo existían en los sueños de los ciegos. Pero no creía una sola palabra de sus respuestas y empezó a fastidiarlo la veneración que todos tenían —o simulaban— hacia sus palabras.

 

El día del solsticio escuchó que una pareja de visitantes se quejaba de la pobreza de su casa. Entre sus tantos admiradores había dos brujos, así que hizo un pacto con ellos para que creasen ilusiones de riqueza y abundancia. A partir de ese momento llegaron visitantes de todas partes, maravillándose del esplendor de los salones. Sin embargo, la magia no funcionaba siempre, y aparecían cabezas de gallinas o huesos de dragones en los lugares menos esperados.

Por las noches miraba los instrumentos de la obra intentando recordar las viejas operaciones de su arte. Cada proceso le tomaba horas enteras, pero aun así no descansaba jamás.

 

Una tarde descubrió que entre sus visitantes estaban aquellos hombres que habían intentado disuadirlo de su arte más o menos un año atrás. Los increpó con violencia, pero ellos se sorprendieron o fingieron sorpresa. Pensó que probablemente se había equivocado. No podía estar seguro de sus rasgos, así que les pidió perdón humildemente. Entonces los visitantes empezaron a dudar de sus palabras y pronto casi dejaron de hacerle preguntas, prefiriendo hablar entre ellos, jugar a las cartas o perseguir insectos. Los simulacros fueron suspendidos y la casa retornó a su devastación original, más acusada aun, de paredes polvorientas y techos derrumbados.

Hubo algunos días en los que buscó nuevamente aquella adoración, simulando sapiencia e ingenio con historias largas y maravillosas sobre los tiempos del Imperio, la Flor y el aprisionamiento del Dragón, pero ya casi no lo escuchaban. Descubrió entonces que algunos de los visitantes no tenían cara o que sus facciones parecían tan limadas por el viento y la ceniza que era imposible reconocerlas. Pensó en expulsar a los visitantes de una vez por todas, pero el miedo a la soledad y a las posibles represalias lo amedrentó. Odiaba a todos y cada uno de los hombres y mujeres que se paseaban por su casa ignorándolo, hablando del viento, la ceniza, la piedra derruida.

 

Y un día, cerca de la mitad del otoño, los dos brujos que habían conjurado en su momento las simulaciones le dijeron que estaban esperándolo en el fondo de la casa. El tono de sus palabras y la rigidez en los ojos le hicieron saber que no tenía más remedio que obedecer. Salió y encontró a un hombre muy alto, vestido de púrpura, que sostenía un libro; a su lado había un ayudante, cargado con artilugios mágicos.

—A partir de este momento te será prohibido ingresar a tu casa de piedra, viejo artista, tu desobediencia ha llegado a su fin. Vivirás entre las piedras y a merced del viento.

Y fue así como abandonó finalmente la obra. Logró acomodar algunas piedras y construirse un refugio más o menos adecuado para defenderse de los vendavales de la costa. Con láminas de piel seca de basiliscos marinos, que encontraba en la playa, improvisó un techo que parecía sostenerse. Allí recluido recibía insultos y desprecio de todos los que ahora frecuentaban su casa, que estaba a punto de derrumbarse. Todas las noches los seres sin rostro, idénticos a horribles demonios, celebraban fiestas en las que se contaban a gritos historias del Imperio, del Matriarcado Oculto, de cómo se les ha mentido la Historia a los hombres. Él creía comprender, pero todas las mañanas olvidaba lo escuchado y desesperaba de su destino. Sin embargo, a medida que se sucedían los días, empezó a olvidar el tiempo en que trabajaba en la Obra y residía en una casa y encendía una chimenea, por lo que dejó de lamentarse y ya no habló más.

 

Entonces, el día del solsticio de invierno, el hombre muy alto vestido de púrpura, su ayudante y una mujer con cara de cerdo (que por alguna razón le pareció extremadamente familiar), destruyeron su refugio y lo expulsaron hacia la playa. —Aquí serás sirviente de los demonios —le dijeron, dejándolo entre la arena y la ceniza.

Tuvo memoria entonces del mar, como un recuerdo largamente buscado, como una liberación. Se acercó a la orilla y tocó el líquido. Estaba extrañamente espeso y tibio. Una enorme repugnancia lo invadió, así que regresó a los médanos. Alguien lo llamó por un nombre que no era el suyo, pero al que claramente debía obedecer. Miró hacia donde había estado su casa, sin saber qué esperaba encontrar, y lo deslumbró un resplandor que no venía de ningún sol. Dos demonios alados se le acercaban. Hundió sus manos en la arena y halló solamente cenizas, que agitó con fuerza para constatar con alegría (y riendo por primera vez en quién sabe cuánto tiempo) que sus dedos empezaban a deshacerse y que pronto todo lo que había sido su cuerpo tendría el mismo y deseado destino.