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Monta-cadáveres

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Mi blanco son las niñas fogosas que, tras ventanas con mica polarizada, dentro de autos estacionados, se camuflan en lo negro de los cerros y los miradores de mala fama para embrutecerse de sexo.

Nada más suelto un tiro. Uno solo. Con el cañón de mi errequince atrincherado como ave tuerta justo a la mitad de mi antebrazo izquierdo. Sin encender la sirena las acecho, sigiloso... en neutro. A veces acierto. A veces no. Me basta con disparar. La telaraña de cristal agujereado es la imagen que incendia mis sentidos bloqueados tal vez por el rencor. Al poco me largo. Dejo que los gritos del amante se vacíen desgarrados sin el eco de la respuesta invocada desde el escondite elegido tras una borrachera lupanaria.

No tengo la culpa de que la saciedad de los instintos juveniles culmine a deshoras, en locaciones expuestas al crudo abastecimiento de predadores marginales (algunos, supongo, mucho más peligrosos que yo).

Es mi deber. Preservar las buenas costumbres de la Aldea. Llevo uniforme y placa oficiales, macana, identificación registrada e incluso un casco (no vaya a ser...).

Los padres de las niñas me lo agradecerían si supieran que fue un ferviente católico el de la última lección y la bala decisiva: un samaritano que ni siquiera las vio desnudas.

Lo que hago podría considerarse, a los ojos de ciertos lectores, como una viñeta sadeana no sé si patentada (he leído al cochino francés de las fábulas perversas, me gusta la literatura; soy lo que soy por circunstancias inciertas: lo mío era el periodismo de nota roja). Por ejemplo: ...un policía descarga su arma de fuego a pocos metros de distancia del vehículo aparcado dentro del cual está cometiéndose un delito menor de faltas a la moral. Su objetivo es asesinar a la joven libertina que en el momento de la impudicia retoza debajo del amante enfebrecido. Al apretar el gatillo, sin importarle cómo ha sorteado el proyectil su trayecto ni si ha perforado a la víctima, el policía emprende con rapidez la huida y sólo hasta entonces eyacula... Porque sí, el grito si atino o los gritos si fallo o el cristal quebrándose o el embrague de mi patrulla pasando a primera o la sirena encendiéndose o quizá todos estos factores juntos al sucederse como calambres de un mismo dolor ramificado desatan el clímax de mis rondines húmedos.

A ellos no los toco, digamos que por solidaridad de género.

(Adán nunca fue culpable.)

A los mocosos prefiero dejarlos en paz.

No tardarán en echarme, como se dice, el guante (pero qué tipo de guante: en este país las manos justicieras van desnudas, nada llevan, son como la culpa sin pudor exhibida por el indolente Pilatos).

Sobran pistas para que me encuentren (también he leído novelas policíacas contadas en primera persona por detectives superdotados que resuelven misterios irresolubles; pero no, el ejemplo es fútil: en este país no hay detectives superdotados, sólo habemos elementos de seguridad con una que otra idea, y eso cuando pasa es raro; o corruptos, o desquiciados, o vengativos, y eso cuando pasa es normal).

Mi comandante se preguntará —más de una vez me ha llamado la atención— por qué no atiendo el radio durante las madrugadas o por qué trabajo todo mi día libre olisqueando bares y burdeles sin hartazgo ni cansancio. Mi comandante se preguntaría —pero él no es un detective como los de las novelas que he leído— por qué comenzaron a aparecer niñas asesinadas entre manos de novios ensangrentadas y espermas a media carrera desde que mandé a la mierda mi oficio de periodista y me injerté dentro del cuerpo azul de los azules ministeriales. Se daría cuenta, al preguntarse éstas u otras cosas, de que la nota roja en la Aldea no da para mucho, y de que mis manos tiesas (como en cierto momento las de los novios monta-cadáveres, tras mi descarga de plomo o tal vez antes o después de sus descargas seminales), quedaban largas jornadas de tedio y aburrimiento a la espera de teclear un reportaje igual de macabro que las historias y las cochinadas del genial y horrendo Donatien Alphonse. Por ejemplo: ...un policía... a pocos metros de distancia del vehículo aparcado... delito menor de faltas a la moral... pero esto ya lo había anotado, ¿no? En tal caso añadiría que la mía se trata de una pasión religiosa, ni simple, ni criminal, ni asesina (pasión religiosa única: un policía...).

Lo terrible es cuando a nadie le apetece coger en la llanura silenciosa o en el cementerio o en la obra negra o en el baldío atravesado nada más que por el ladrido de los perros o las carcajadas de hienas extraviadas (triste situación que me causa agudos escalofríos de bienhechor frustrado).

De vez en cuando, garrapateo un desorden de frases casi nunca fechadas en las páginas de mi diario... pero esto, lo del diario, no es importante que lo mencione.

O sí.

16 de noviembre. Salí a cazar. No me di abasto. Tres parejitas bajo el mismo claro de luna pero en diferentes latitudes de diferentes cerros celestinos. Y yo, yo quieto y uno, ¡bang!, dos, tres, ¡bang!, ¡bang! Cristal, telaraña, gritos, mentadas de madre. O silencio, un silencio mortal, quizá por haberse desmayado el pobrecito monta-cadáver frente a su niña recién purificada merced a mi fierro inquisidor. Es cierto que en algunas ocasiones, asustados y a punto de cagarse de miedo, los monta-cadáveres milagrosamente no desfallecen, y entonces yo me pregunto por qué casi siempre abren la puerta del copiloto o alguna de las puertas traseras y arrojan, como si de un infame desecho se tratara, a sus niñas, que han sido penetradas por dos hombres y dos aparatos distintos al mismo tiempo. Así procedieron los valientes de esta noche, saliendo presurosos de sus autos, aún con el pingajo desenfundado y erecto, para desembarazarse del tibio cuerpo, antes irresistible, que me cuido de no mirar demasiado para no caer en tentación... ¿Por qué casi todos arrancan, por qué casi todos se fugan? Maricones. Hijos de la chingada. ¿Por qué no toman a sus niñas entre los brazos y las llevan a algún hospital, por si hay salvación? ¿Acaso no las quieren?

Mi comandante armaría un sesudo cuestionario para acorralarme. Establecería conexiones entre indicios. Me daría un par de patadas en los testículos o en la nuca para adquirir cierta imponencia como personaje (o, sin tocarme, liberaría un par de pensativas bocanadas, tras su escritorio oloroso a madera rancia, en algún privado patibulario con las persianas corridas). Al hipotético cuestionario yo tendría a bien contestar, por ejemplo: ...nunca supe ni quise saber por qué mi hija no regresó a casa después de aquella noche en la que, estando de guardia, yo no tenía nada que escribir, como era ya costumbre, desencajado frente a la computadora del Departamento de Redacción... al cruzar la puerta del cuarto de Mariana luego de haber salvado otra jornada apática de faenas reporteriles, no vi lo que ya no vería nunca, es decir que no la vi a ella... qué más se podía esperar... la tenía muy descuidada... pero el culpable de su ausencia, en todo caso, no puede ser otro que aquel noviecito suyo de quien ni recuerdo el nombre... estoy seguro de que, por las tardes, mientras yo no estaba, el muy astuto se arrastraba bajo mi pobre techo para empalagarse de Mariana... niña ingenua... se habrá ido con él... no puede ser de otra manera... recuerdo vagamente la única vez que nos topamos... esa maldita familiaridad... “buenas, suegro”... no sé... ciertamente me encabronó tanta desfachatez... Y mi comandante diría (poniéndose de pie, con alarde de dobleces de gabardina desdoblándose): “te las estás cobrando de manera equivocada”, o diría “te estás volviendo loco”, o no diría nada y con toda justeza me ablandaría la cara a puñetazos durante el interrogatorio (sin sacarse la pipa de la boca). Pero mi comandante carece de personalidad novelesca, no tiene el carisma de los hombres duros, odia los rompecabezas y no sabe lo que significa, entre otras muchas, la palabra “inducción”, y jamás conectaría los acontecimientos fatales con los aparentemente insignificantes ni se devanaría los sesos haciendo conjeturas o acotaciones probabilísticas.

—¿A usted lo sobornan para que haga sus chingaderas, verdad?

Si se me hiciera esta pregunta, no sabría qué contestar (atención: se ve que cambiarían el tono y el interlocutor: se me daría el trato menos amigable de “usted”, a diferencia de lo que ocurriría con mi comandante, que me hablaría de “tú”, como si fuera yo un miserable raterillo de medio pelo). O si contestara, tendría que decir nombres, muchos nombres. Una lista tan larga como el largo brazo de la ley (pero cuál brazo: en este país la justicia, como a la extremidad de la estatua pésimamente rotulada en los bufetes de dudosa abogacía, la han amputado sin misericordia). Y tendría por fuerza que manchar con la verdad la reputación de los peces gordos de la Aldea (porque la Aldea, como todas las aldeas, tiene sus mafias, minúsculas o risibles, aunque no por ello menos mezquinas).

—¿Que no entendió lo que se le dijo? ¿De a cómo es la mordida? ¡Confiese!

Insistiría (o insistirían). Ya no mi comandante. Si mi mundo o mi país fueran como los de las novelas policíacas, a mi comandante lo hubiera ridiculizado desde el inicio de la historia el detective superdotado y ya no podría hacerla de torturador (ni físico ni mucho menos psicológico)... En fin, yo diría y volvería a decir, cada vez con menos dientes en la boca; y lo que diría lo diría (a los policías nos gusta eso de la repetición de palabras), sobre todo, con harta sinceridad, a pecho golpeado. Diría, pues, que lo que hago lo hago por gusto, por compromiso con la decencia, y me atrevería incluso a completar, intentando que no se me tomara por un sujeto ni evasivo ni contradictorio, que recibir un estímulo económico por hacer el bien comprende en mi escala de valores una transacción propia de los más ruines criminales.

—Me pagan lo que me pagan, y punto.

Eso es lo que contestaría (si es que la anterior pudiera considerarse como una respuesta), porque no soy inmune a los vergazos concienzudos y porque a los cincuenta y cinco pues uno no está como para hondear aquellos ajados banderines de estoicismo con los que se envanecía o se las daba uno de indestructible en la adolescencia. Y tendría, luego, que revelar o inventar la cifra, el precio al que se ha elevado el contrato por los servicios clandestinos que ofrezco... ¡Pero, carajo!, ¿por qué los oficiales o los esbirros del cacique o quienes fueran que me estuvieran supliciando pondrían la cara que imagino al enterarse de mi “salario”? ¿Por qué? Habráse visto que a un tipo como a mí le paguen bien (en este país...). Además (y aquí alzaría la voz, me valdrían un soberano pito las quemaduras de cigarro en el cuello y las tajaditas de navaja en los párpados) “como policía gano una cantidad que bien podría adaptarse como tema para cualquier chiste del humor más negro”. Y después aullaría los números, nada más para que les diera envidia a los hijos de su puta madre: tantos miles, tantos cientos de miles, eso depende...

—Depende de qué.

—De ciertas cosas.

—¿Cómo cuáles?

Y aquí la indagatoria comenzaría a hartarnos, a mis verdugos y a mí en primera instancia, ya que puntualizaría nebulosamente las condiciones tarifarias: ...tomo en cuenta la estatura de la víctima, si es pelirroja, negra, morena, si es virgen o si es una ninfómana, si se confiesa con regularidad, si se acuerda de los mandamientos, si fue o no violada... Mis clientes saben éstas y otras cosas, mis clientes saben lo que no debieran... Mis clientes son por lo regular familiares en primer grado o tutores de las niñas lujuriosas... Y son ellos, no yo, quienes las quieren más muertas que el más muerto de los mares muertos (no falta en mi modesta biblioteca personal uno que otro poemario; aunque casi ni los hojeo)... Finalmente, me pedirían que explicara con más detenimiento las cláusulas del convenio, y a mí me divertiría mantenerlos enredados en lo absurdo de mis contradicciones y de mis piruetas pleonásticas: a nosotros eso de la repetición de palabras sin sentido... Y luego de vueltas enésimas sobre lo mismo, una vez zanjada infortunadamente esta cuestión, respondería a otra pregunta insólita:

—Ahora dígame cómo chingados fue que otros dementes como usted comenzaron a hacer lo mismo.

—¿O sea que tengo seguidores?

—No me salga con la pendejada de que no lo sabía.

—Pues no, no lo sabía... ¿Hay otros cazando? ¿Y son policías, como yo?

—No sólo policías: maestros, mecánicos, mineros, empleados de banco... Incluso mujeres. Mujeres que se venadean a otras mujeres. Tenemos informes de varios sospechosos. Ahora mismo me va a dar todos los nombres de quienes integran su pinche logia de alienados.

Pero mi imaginación ya está yendo demasiado lejos. Estoy seguro de que soy el inventor y ejecutor de la única perversión religioso-sadeana no sé si patentada. Me molestaría, tal vez, toparme con algún plagiario, con algún impostor. A uno le duele grandemente cuando lo agandallan, y más si a uno se le ocurre una idea que cree que a nadie más se le va a ocurrir. A mí, por lo demás, casi nunca se me viene nada extraordinario a las mientes. Todo lo que pienso lo pienso en instantes aislados de puntería y detonación. Mis neuronas, creo, son como encontronazos desaforados que me hacen hervir no sé si de ansias o de histeria, aunque contenida (sépase que soy un tipo bastante serio; aburrido, diríamos).

Mariana jamás tuvo en cuenta que la adoraba. Mariana interpretaba mi silencio sempiterno como un rechazo.

Lo acepto. Sigo sin poder liberar mis furias y mis obsesiones. El cañón de mi errequince habla por mí, y lo hace bien: su sílaba rota, propinada al silencio de las oquedades gobernadas por el Maligno, es por demás elocuente. Los gritos de las niñas si no acierto o los gritos de los monta-cadáveres con los pantalones bajados marcándoles las rodillas, sus gritos desgargantados, si sí acierto, hablan, también, por mí, y hablan mucho mejor. Por mi violencia hablará el espíritu... pero este refrán no viene a cuento, y creo que era diferente, ¿no?

—Lo único que consigue con sus balbuceos es que nos emperremos y nos emperremos y nos sigamos emperrando cada vez más... Así que, o nos responde, sin hacerse el chistosito, cuánto es exactamente lo que gana y quiénes son los otros miembros de su cuadrilla, o se atiene a las consecuencias... ¿Nos oyó, pinche cincuentón enfermo?

¿Qué les respondería (ya sin dientes o sin estar seguro de conservarlos), en caso de que esta amenaza fuese cierta? Les repetiría que gano lo que gano y que lo que gano depende de ciertas cosas que no comprenderían o que les resultarían absurdas y les diría también que mis secuaces ni siquiera son eso (porque no tengo, que yo sepa). Y aquí el desconcierto volvería a noquearme porque las voces de los agentes (¿por qué agentes?) espetarían algo así como:

—¿Y entonces quién es ella, pendejo? ¿Quién es, eh? ¿Eh? ¿Quién? ¿Quién es ella?

Y la vería entrar. Y las sienes me apretujarían el cerebro a pequeñísimos puntapiés, de escarabajo metálico o de reloj cortándome a suaves pendulazos. Y los ojos (estos ojos de águila que traspasan las cortinas soturnas para zarandear el aire con una bala benevolente), los ojos se me desorbitarían y otro grito me saldría de la boca seca y costrosa:

—¡Mariana!

Y el judicial (¿por qué un judicial?, ¿qué no eran varios interrumpiéndose y vociferando?, ¿qué no me había decidido líneas arriba por el argumento de la confesión forzada en colectivo?). El judicial, digo, recargaría los codos en la mesa de enfrente (ya no estamos, como se ve, en el privado de mi comandante) y se rascaría con dedos y anillos pringosos la entrepierna y la suya sería como una sonrisa torcida de chacal y esperaría tamborileando sin gracia con los mismos dedos y los mismos anillos sobre la funda percutida de su escuadra a que yo desmintiera mis versiones. Ante mi silencio, otro oficial (?) entraría al confesionario y me arrojaría directo a la cara mi diario de tapas gruesas, dándome con una de las esquinas en la nariz. Y otro (o uno de los dos antes mencionados: para entonces ya no me enteraría de nada, ni de cuántos ni de quiénes) me jalaría por detrás, de los cabellos, me los arrancaría al jalarme y con un mechón entre sus puños recogería el diario del suelo y me lo restregaría con su pulgar rechoncho separando una de las hojas manuscritas.

—Te escuchamos, puerco... Adelante... Nada más falta que me digas que no sabes leer.

Y Mariana, mi hija, con su mirada muy igual a la mía (desalmada), estaría viéndome sobrevivir a la asfixia que me estarían ocasionando unas manazas duras como candados culebreando alrededor de mi yugular. Y yo leería. Con todo el dolor de mi corazón leería en voz alta lo que me ordenaran:

...nunca supe ni quise saber por qué mi hija no regresó a casa después de aquella noche en la que, estando de guardia, yo no tenía nada que escribir, como era ya costumbre, desencajado frente a la computadora del Departamento de Redacción... (me brincaría a propósito unas cuantas líneas) el culpable de su ausencia, en todo caso, no puede ser otro que aquel noviecito suyo de quien ni recuerdo el nombre... el muy astuto se arrastraba bajo mi pobre techo para empalagarse de Mariana... recuerdo vagamente la única vez que nos topamos... esa maldita familiaridad... “buenas, suegro”... ciertamente me encabronó tanta desfachatez...

Y me asombraría ante lo que creía era una confesión imaginada. Me asombraría tanto, al verla copiada en mi diario, en este mismo diario en el que estoy escribiendo, que por poco las lágrimas vendrían a chorrear mi rostro abotagado por los madrazos ininterrumpidos.

—Tu pretexto era vengar a tu hija, ¿no, pendejo? Pues aquí la tienes, vivita... La pobrecita inocente de tu Mariana es nada menos quien liderea tu banda de homicidas.

Y entonces ella hablaría (mi imaginación sigue yendo más allá de lo que es dable imaginar a un tipo como yo: será que tal vez los comunicados de la PM, en mis años de periodista, me comieron, como escribió alguien, el seso; ¿o será que me lo comieron las novelas policíacas?). Y Mariana, la pobre Mariana:

—Ya caímos redondos. Redonditos...

Y yo tendría que:

—¡Cállate! ¡No les digas nada! ¡No seas imbécil!

—¡Pendejo y re-contra-pendejo! Tu nena ya desembuchó pelos y señales. O sea que te tenemos. ¿Te das cuenta, aborto de abortos?

Un comandante (el mío o el de ellos, que entraría horas después de haberse pitorreado mientras lo observaba todo y todo lo escuchaba a través de una supuesta pared de vidrio anti-ruidos) se regodearía al pronunciar esta frase triunfal, plagada de insultos inverosímiles, un tanto impostados y aun ajenos por completo al léxico habitual de los detectives superdotados. Mariana pondría esa cara de arrepentimiento desvergonzado. Esa cara... tan convincente para los demás, pero no para mí. Aquél noviecito suyo (¿cómo se llamaba?), y ella... Algo tramaban en contra mía. Algo... Yo les dije que ciertas personas me pagarían por hacer ciertas cosas y les dije que necesitaba ayuda... El testimonio de Mariana, que adquiriría una credibilidad obscena ante las miradas implacables de los judiciales, oficiales o agentes, me daría a entender, allí, descoyuntado frente a mi diario de tapas gruesas, abierto, y bajo el foco brumoso de pocos watts sobre mi cabeza alopécica escurriendo un sudor rojizo; me daría a entender, digo, que mi propia niña intentaba estafarme y quedarse con lo que tantos desvelos me ha costado.

—Y si ya les dijo lo que les dijo, ¿a qué tantas preguntas y chingadazos? ¿Qué quieren de mí?

Eso es lo que probablemente les replicaría, ya sin fuerza alguna, descascarado de recelo. Y ellos (junto con ella) discutirían por lo bajo hasta que la propia Mariana, vuelta un monolito de codicia o de locura, diera un paso al frente y me estampara en las jetas ardidas un parlamento que posiblemente en ninguna trama policíaca de los libros que he leído (no son pocos) podría haberse articulado:

—Mira, papito, aquí los señores y yo... pues ya nos arreglamos. Ellos me van a dejar que siga haciendo lo que hago... lo que tú hacías... lo que hacíamos, pues. Y yo por cada difunta les tendré que pasar un impuesto simbólico para mantenerlos contentos y calladitos. Lo que pasa es que te hemos elegido como nuestra coartada, como nuestro chivo expiatorio. Eres de todos modos responsable de los actos que se te imputan y eres el fundador de este negocio. Aunque... bueno... nunca le atinaste a nadie, nunca heriste a ninguna de aquellas zorras incorregibles, y como los clientes comenzaron a impacientarse, pues tuve que entrarle a enmendar tus idioteces, lo cual no fue nada fácil, por cierto. Lo malo, papito, es que, quieras o no, sobran pruebas para inculparte.

Y aquí mi hija (¡para decirlo de una vez, mi condenada hijastra, carajo!) comenzaría a hablar como Dupin o Marlowe o Sherlock, con eso de las pruebas y las inculpaciones y las trapacerías jurisprudenciales que se avecinarían. Y entonces sí que me terminaría de desmayar a consecuencia de tanto putazo (verbal y físico). Y como en algunas de las historias de este género, al despertar despertaría en un lugar desconocido. Qué tal una celda de dos por dos en la que ya no tendría en mi poder el errequince, ni la placa, ni la macana, ni el casco ni el uniforme azul, sino otro, color caqui, o en el peor de los casos ninguno, y deambularía en la penumbra de mi encierro con menos ostentación, vestido con un atuendo deportivo, como en mis días libres, cuando no descansaba y me iba a dedear a las putas o a buscar pleito en infrahumanos arrabales. Luego de más o menos reponerme, apoyado en los repugnantes muros de mi ratonera, comenzaría a planear sistemáticamente mi fuga y mi venganza, contra ella, contra Mariana, no contra su noviecito (de ése ya ni me acordaba; lo dejaría en paz: Adán nunca fue culpable... Adán... eso, así se llamaba el desgraciado...).

Pero mi imaginación ya me rebasa. Mariana no está. Mariana no llega desde hace seis insoportables meses.

Lo único que creo que sucede realmente es que me entretengo escribiendo en mi patrulla mientras caen las moscas, solas, por su propio albedrío. Mientras las moscas (no muertas todavía) se aproximan con sus aletos de libido y estrógeno a la red de las noches al descampado donde las espero con arrobo, con la bragueta abierta y el iris dilatado enfocando a través de la mirilla, santiguándome a cada rato y a cada ruido (intuyo que al acechar me acechan, que soy presa fácil de perros o de hienas, o de otros policías o maestros o mecánicos o sindicalistas solitarios y ociosos con sus cartuchos engrasados y sin estrenar).

Ahora bien, si es cierto lo que imaginé que diría Mariana, es decir, si es cierto que nunca le atiné a ninguna, ¿entonces cómo o cuándo podría ser acusado por las autoridades, y sólo por masturbarme con ingenio?

(¿Qué tal que el grito o los gritos que oigo son gritos orgásmicos que se acentúan cuando la niña y su acompañante escuchan mi único disparo, que en vez de despavorirlos los calienta superlativamente?)

Nunca. Creo. Digo.