Sala de ensayo
Los hombres poderosos y las mujeres como objetos del deseo en Cien años de soledad, Los recuerdos del porvenir y Pedro Páramo:
Una obsesión peligrosa

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Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mis carnes; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada.

Génesis: 2: 22, 23.

...Es imposible que nos separemos sin que prometas concederme lo que te pida. Sólo una mujer tan monstruosa y deforme como yo estaría dispuesta a concederme su amor; una mujer que fuera en todo semejante a mí, que poseyera incluso mis defectos. ¡Y tú debes crearla!

Mary Shelley (Frankenstein).

La novela latinoamericana dejó sus huellas durante el recién pasado siglo XX. Tal como se dio en otras artes, la literatura de América Latina fue marcada por las mezcolanzas culturales. La riqueza y variedad de puntos de vista de los escritores de esta vasta región contribuyeron, en gran parte, al lanzamiento de ese sello inconfundible, de esa voz elástica y singular que, como un feto, fue tomando forma, hasta brotar de su órbita restringida, tomar vida propia y echarse a andar por el mundo con la libertad de un bohemio; diciendo presente y vociferando a voz en cuello: “¡Yo existo!”. De esta manera, el lector universal tropezó —acaso inadvertido— con una forma de novelar donde los personajes (adefesios abigarrados, todólogos excéntricos...), el espacio (Ixtepec, Comala, Macondo), el tiempo (un pez furioso fuera del agua) y la cotidianeidad (la nuestra: esa que descose el aire, escupe mariposas amarillas y detiene el tiempo) interactúan de una forma tal que, para digerirla, hubo de verla como un cuadro indivisible donde, no obstante, cada matiz se desgajaba como una cebolla y resplandecía cual sede independiente.

Tres de las novelas más representativas del estallido novelístico latinoamericano durante el siglo en cuestión son, sin lugar a duda, Cien años de soledad, del escritor colombiano y premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez; y Los recuerdos del porvenir y Pedro Páramo, de los mexicanos Elena Garro y Juan Rulfo, respectivamente. Por las páginas de estas obras transitan unos personajes que, bien sea dicho, representan una realidad difícil de describir en forma llana y lineal. Si bien debo aclarar que en estos trazos no intento hacer un análisis mágico-realista ni viceversa, me consta que, muy a mi pesar, será imposible eludir enteramente tales circunstancias. Aun así, creo lícito señalar desde ya que sólo busco acercarme a la relación obsesiva y desnivelada que sostuvieron algunos de los personajes de las obras sugeridas. Me refiero a la extraña convivencia entre el coronel Aureliano Buendía y la impúber Remedios Moscote, en Cien años de soledad; el general Francisco Rosas y la ausente Julia Andrade, en Los recuerdos del porvenir; y el latifundista Pedro Páramo y la vejada Susana San Juan, en Pedro Páramo. Veremos aquí a tres hombres poderosos que sienten un amor obsesivo hacia tres mujeres que, de una forma u otra, les son inasequibles.

“Cien años de soledad”, de Gabriel García MárquezEl matrimonio entre Aureliano Buendía y Remedios Moscote duró poco. El amor dispuso su trampa durante una visita casual en la que Aureliano acompañó a su padre a la casa del nuevo corregidor de Macondo, don Apolinar Moscote. Allí fue que el coronel vio por primera vez a Remedios y desde entonces no pudo vivir en paz: “La imagen de Remedios, la hija menor del corregidor, que por su edad hubiera podido ser hija suya, le quedó doliendo en alguna parte del cuerpo” (153). Este enamoramiento instantáneo de Aureliano puede ser interpretado como el inicio de una relación incestuosa, no sólo por la diferencia de edad, sino también por la insistencia del narrador en subrayar tal diferencia utilizando como analogía la relación entre un padre y una hija: “Quería quedarse para siempre junto a ese cutis de lirio, junto a esos ojos de esmeralda, muy cerca de esa voz que a cada pregunta le decía señor con el mismo respeto con que se lo decía a su padre” (160). Esta idea se reitera en varias ocasiones en boca de distintos personajes. Cuando Aureliano le cuenta a Pilar Ternera que estaba enamorado de Remedios, ella estalló en una carcajada y le respondió en tono de burla: “Tendrás que acabar de criarla” (163). Es claro que estamos ante una relación atípica, donde un hombre hecho y derecho se enamora de una niña de apenas nueve años.

Si bien al principio todo parecía apuntar a que este absurdo y extraño amor se sofocaría en el intento, no fue así: la obsesión de Aureliano Buendía derruyó cuanto obstáculo encontró en su camino para llegar, con aire marcial, a obtener el permiso de casarse con una niña que aún se orinaba en la cama. La ofuscación de Aureliano fue tal, que empezó a escribir versos y todo cuanto lo rodeaba lo hacía pensar en Remedios: “Aureliano los escuchaba porque todo, hasta la música, le recodaba a Remedios” (160). Ensimismado en su soledad, enclaustrado como oso polar en su laboratorio junto a Melquíades, Aureliano no pensó un instante en los años que le llevaba a Remedios. Tampoco pensó en cómo la impúber percibiría el complejo concepto del matrimonio. Cuando fueron a pedir su mano, la niña estaba durmiendo y chupándose el dedo. Ante la pregunta que le hiciese la madre (que, dicho sea de paso, la sacó de la cama y la llevó a la sala cargada en sus brazos) que si era cierto que pensaba casarse con Aureliano, la niña pegó a lloriquear y sólo pidió que la dejasen dormir. El argumento inicial de los padres ante la petición, lógico por demás, se reducía a la probabilidad —y la esperanza de que así fuese— de que Aureliano se hubiese equivocado de nombre. Pero no fue así, y Aureliano estaba dispuesto a todo para alcanzar el permiso de los padres, con el cual, posteriormente, podría casarse con Remedios. Y era que el amor no le daba un minuto de sosiego:

La casa se llenó de amor. Aureliano lo expresó en versos que no tenían ni principio ni fin. Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquíades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todo aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre (161).

Consumado el matrimonio, todo pareció adquirir cierta normalidad. Con el tiempo Remedios se entregó a su vida de esposa y, de alguna forma, mitigó la soledad de la familia —al menos momentáneamente. No sólo “cumplió debidamente su rol de esposa”, sino que fue más allá y, entre otras cosas, atendió al patriarca de la familia que estaba olvidado y dejado en el patio como un mueble en desuso. Ella, a pesar de su corta edad y su falta de experiencia, impregnó el hogar de los Buendía de amor y solidaridad. Se puede decir que Remedios, muy a su pesar, encontró en su matrimonio una inusitada felicidad pueril. Pero, para el dolor de todos, la joven esposa murió repentinamente envenenada tras tomar un café con láudano que Amaranta había preparado con el objetivo de aplazar el matrimonio entre Rebeca y Pietro Crespi: “La pequeña Remedios despertó a media noche empapada en un caldo caliente que explotó en sus entrañas con una especie de eructo desgarrador, y murió tres días después envenenada por su propia sangre con un par de gemelos atravesados en el vientre” (183). Aureliano —y su familia— volvió a sumirse en el aislamiento sistémico que lo caracterizaba: estaban condenados a cien años de soledad. La maldición de la familia destruyó cualquier contingencia de felicidad duradera.

 

“Los recuerdos del porvenir”, de Elena GarroTampoco fue duradera la felicidad del general Francisco Rosas. Cuando éste llegó a Ixtepec a establecer el orden, logró que el lugar temblase de miedo ante su presencia. Su poder y su presteza para arrebatarle la vida a quien se atreviese a alterar “el orden” en el pueblo, lo convertían en un hombre temible. Sin embargo, había en él algo que lo reducía a una hormiga y, para su zozobra, ese algo era un asunto de dominio público: todos sabían que el general andaba triste; asimismo, todos estaban al tanto del porqué de su tristeza, pues ese algo tenía nombre y apellido y una belleza que acariciaba lo irreal: Julia Andrade. Frente a Julia, el general Rosas era un Sansón ante las tijeras de Dalila o, más aun, era el talón vulnerable de Aquiles, el que Tetis no pudo sumergir en las aguas de Estigia para inmortalizarlo. La presencia misma de Julia lo colmaba de una mezcla extraña donde despuntaban el bienestar, los celos, la incertidumbre y, ultimadamente, la tristeza..., una profunda tristeza.

Julia era la querida de Francisco Rosas. De su pasado sabemos poco. Se comenta, empero, que el general se la había robado de un pueblo para hacerla su amante. Pero en este caso la cura resultó ser peor que la enfermedad. El general se la pasaba borracho, como si sólo el alcohol aliviara su incapacidad de poseer el amor de Julia. Ella se entregaba a él (¿se entregaba Julia realmente a Rosas?), pero el general sabía que no le pertenecía, que había algo en ella que le era inaccesible, que le estaba vedado, y su mera presencia (su cuerpo desnudo, su sonrisa, su mirada ausente) le era como un dialecto extraño que no lograba penetrar.

Julia, por su lado, existía impávida, indiferente, como un maniquí: atrapada en un pasado desconocido, rebuscando los besos y las caricias de algunos hombres que se quedaron grabados para siempre entre los intersticios de su memoria. Ella se extasiaba estando incluso frente a Francisco Rosas. En ocasiones, ella confundía su mirada, su voz, su frente:

Julia se acercó y se inclinó sobre su rostro pálido.

—Te dio el sol —dijo, mientras le pasaba la mano por la frente.

Francisco Rosas no contestó. Alguna vez en el pasado Julia había hecho el mismo gesto, quizá ni siquiera era a él a quien le pasaba la mano por la frente, y él, Rosas, la veía dentro de su memoria acariciando a un desconocido.

—¿Es a mí a quien le tocas la frente?

Julia retiró la mano como si la hubieran quemado y asustada se la guardó en el pecho. Detrás de sus párpados huyeron veloces unos recuerdos que Rosas alcanzó a vislumbrar. (...)

—Ven, Julia, ven con cualquiera. No importa que Francisco Rosas sea tan desgraciado (81, 82).

En esta cita podemos apreciar cuán grande era la desdicha de Rosas. Él sabía que nunca tendría a Julia para sí, que si bien podía disponer de su cuerpo, ella (su esencia, acaso lo que llamamos amor) era como el aire, y que él, ingenuo enamorado, tiraba manotazos ciegos para capturar lo inasible. Esta certidumbre lo torturaba por demás. Julia no nació para ser dada, y el general lo sabía. Por tal razón se la pasaba llorando, buscando como loco borrar un pasado indeleble; y en esa búsqueda la contemplaba por horas interminables, como tratando de componer un rompecabezas y encontrar, por fin, una luz en ese pasaje lóbrego que representaba la vida de su amante. Pero Julia no se daba nunca. Tal vez por ello se detuvo el tiempo, lo que ayudó a que Julia se escapara como una gota de mercurio hacia esos parajes desconocidos, eternamente oscuros, acompañada de Hurtado, su antiguo amor.

 

“Pedro Páramo”, de Juan RulfoTan pronto se nos presenta a Pedro Páramo escuchamos la primera alusión a Susana San Juan. Hay tres factores importantes en esa primera mención que dan pie a que el lector se dé cuenta de que está ante una ocasión perdurable: la lluvia, el recuerdo de la niñez y el encierro. Pedro Páramo, desde muy niño, se enamora de Susana San Juan. Ella parte con su padre hacia otro pueblo, pero él, aun llevando la vida intensa y perversa que lo caracteriza, nunca la olvida. Tanto es así que tras su primera partida (hubo dos partidas, y en ambas Pedro Páramo adopta la misma actitud de muda contemplación) pasó mucho tiempo observando el camino por donde se fue, pensando que nunca más la volvería a ver. Pero el destino se la devolvió, aunque ya no era la niña aquella que él amó.

Páramo hizo que Susana San Juan volviese hacia él. Y la volvió a tener treinta años después de su primera partida. Estando junto a ella, Pedro justificó sus maldades y robos, porque, según él, lo hizo por Susana, para darle todo. Pero la Susana que regresó fue una mujer cambiada, trastocada, con un trastorno psicológico que la reducía a un gemido sudoroso bajo las sábanas de una pesadilla eterna. Susana mantuvo una relación incestuosa con su padre, Bartolomé San Juan, y nunca se recuperó completamente de ese tumulto emocional. Entonces, ¿qué recibió Pedro Páramo? Un recuerdo, no más. Porque Susana San Juan nunca le perteneció. Ni estando casados, ni habiendo liquidado a Bartolomé San Juan, ni poniendo todo cuanto tenía a sus pies. Susana ya no pertenecía a este mundo y, por lo tanto, no podía pertenecerle a Pedro Páramo. Así que lo mismo hubiese dado si Pedro se hubiese quedado alimentando el recuerdo de su niñez donde, tal vez, únicamente, pudo poseer alguna parte de Susana: acaso la sonrisa imberbe, o la caricia pueril que lo marcó para siempre.

La presencia de Susana San Juan se convirtió en el castigo de Pedro Páramo. En vez de encontrar en ella la felicidad, Pedro se topó con una mujer demente que lo hundía cada vez más en el mundo de la desmoralización y la desesperanza. Él se conformaba con mirarla y pensar en ella, en lo que no podía ver, en aquello extraño que acaecía dentro de su cuerpo desnudo, gimiendo y revolviéndose como un gusano sobre la cama: “Desde que la había traído no sabía de otras noches pasadas a su lado, sino de estas noches adoloridas, de interminable inquietud. Y se preguntaba hasta cuándo terminaría aquello” (151). Y así vivió Pedro Páramo hasta el día en que su amada Susana San Juan murió. El día de su entierro se indignó porque en Comala, en ese pueblo que hasta cierto punto le pertenecía, la gente se divertía en la feria, con los gallos, tomando alcohol y escuchando música. Pero Pedro Páramo juró vengarse: se cruzó de brazos para que Comala y su gente murieran de hambre. Dicho y hecho. Pedro Páramo se desconectó del mundo como un televisor descompuesto, y se sentó a ver el camino del cielo, por donde Susana San Juan emprendió su segunda partida: “No creas. Él la quería. Estoy por decir que nunca quiso a una mujer como a ésa. Ya se la entregaron sufrida y quizá loca. Tan la quiso, que se pasó el resto de sus años aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto. Le perdió interés a todo” (137).

 

Como podemos ver, en las tres novelas citadas los hombres pierden el poder porque pierden ante el amor. Tras la muerte de Remedios, Aureliano Buendía regresó a su soledad habitual. Entre tanto, Francisco Rosas no fue el mismo tras la huida de Julia; aparte, la misma presencia de ella lo mantenía sedado, viviendo en un mundo nebuloso, entre alcohol, celos, agresión y lágrimas. En cuanto a Pedro Páramo, podemos decir que pudo destruir a todos menos a Susana San Juan. Incluso ese recuerdo pulcro de su niñez se vio manchado con las pesadillas y la demencia de Susana. Estamos, pues, ante una situación que se repite, una obsesión dañina que prevalece y destruye a los que participan en ella. Algo que sí podemos decir con claridad es que estas parejas desde un principio apasionan al lector, y sus vivencias, indiscutiblemente, se quedan impresas para siempre en esa maraña que llamamos memoria.

 

Obras citadas

  • Garro, Elena. Los recuerdos del porvenir. Editorial Joaquín Mortiz. México, DF, 1999.
  • García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Cátedra. Madrid, 2004.
  • Rulfo, Juan. Pedro Páramo. Cátedra. Madrid, 2004.