Material especial
Elena PoniatowskaDiscurso de Elena Poniatowska al recibir el premio Rómulo Gallegos
“América Latina es racista en contra de sí misma”
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En la edición de Domingo Miliani de Doña Bárbara leí que en 1905, don Rómulo Gallegos “ingresó a trabajar en el Ferrocarril Central de Venezuela como jefe de estación” y mi gusto fue grande porque la novela ganadora del premio con su nombre le rinde tributo a los ferrocarrileros mexicanos.

El tren está ligado al destino de México pero también al de Venezuela y al de nuestros países latinoamericanos. Las vías del tren, los rieles son nuestros paralelos y nuestros meridianos. Cubren la gran llanura de América Latina como antes la marcaron las pequeñas huellas de los pies en los códices prehispánicos. Para muchos ferrocarrileros, el mundo es el interior de una locomotora y la fuerza de la locomotora lo es todo, su amor, su actitud ante la vida, su política. En México decimos: “Se le fue el tren” cuando un hombre fracasa. Aquí en Caracas, confirmo que a don Rómulo Gallegos no se le fue el tren.

¿Estarían contentos Rómulo Gallegos y Mariano Picón Salas al ver que ahora la novela El tren pasa primero recibe el Premio Rómulo Gallegos? Tuve el privilegio de entrevistarlos durante su exilio mexicano, Mariano Picón Salas en el Centro Médico, unos días antes de su salida del hospital, Rómulo Gallegos en su casa de Polanco, unos días antes de su regreso a Venezuela en 1958, después de un largo exilio mexicano. En otra ocasión hablaré de Mariano Picón Salas, pero ahora quisiera contarles de un señor escondido tras su periódico. Cuando la sirvienta de su casa le anunció mi presencia su rostro surgió tras de las hojas, huraño, hosco. Se levantó del sillón en donde estaba doblado y se irguió alto, tan alto como su alta talla intelectual, estiró una mano de dedos más largos aun y me saludó sombrío, con severidad. Recordé al director del liceo que nos mandaba llamar para castigarnos y se lo conté. De repente, don Rómulo sonrió una inesperada sonrisa y perdió su aspereza. Aunque desconfiaba de los periodistas, le sonreía a mi juventud. Escuché su voz que parecía surgir del centro de su tiempo, oscura, breve y profunda porque Rómulo Gallegos es hombre de pocas palabras aunque su voz esté puesta al servicio del beneficio colectivo. Para lograr entrevistarlo lo vi tres veces y en cada visita, don Rómulo creció.

En 1959, Rómulo Gallegos tenía que ir al aeropuerto a despedir a los exiliados venezolanos y cada tercer día, como un padre de familia, acompañaba a los refugiados que regresaban a su patria con sus niños vestidos de charros —niños mexicanizados—, que gritaban al ver los aviones: “¡Qué padre, manito!” en vez de “Mira tú, chico”.

Los periodistas lo asediaban con preguntas acerca de su propio regreso e inquirían una y otra vez: “¿Volverá a ser presidente de la república como en 1948?”. “Yo cumplí mi deber cuando mi pueblo depositó en mí su confianza pero ahora le tocará a otro venezolano elegido por el pueblo, cumplir ese deber”.

Claro que yo también le pregunté por la época en que fue primero presidente fundador del partido Acción Democrática y después presidente de la República y me respondió irónico:

—Sí, ser presidente es otra de las cosas raras y distintas que he hecho.

—Gracias a esa rareza lo tuvimos nosotros aquí en México.

Nadie mejor que Rómulo Gallegos ha demostrado que la pluma puede erguirse al lado de la espada. El New York Times escribió en 1948:

“(...) Han elegido como presidente de su país no otro rudo y despótico general sino un civil, un novelista de alta reputación, un guerrero de la pluma, el señor Rómulo Gallegos, una de cuyas novelas, Doña Bárbara lo ha convertido en líder de la literatura contemporánea de su país y le ha dado renombre en donde quiera que se habla español. En esta elección, la voz de Venezuela ha sonado alta y clara; ha sido como si esos centenares de millares de votantes venezolanos hubieran querido proclamar ante el mundo que en Venezuela, por fin, la espada ya no es más poderosa que la pluma. Quienes creen en la verdadera democracia se felicitarán”.

Rómulo Gallegos resultó presidente en 1948 por la elección popular más extraordinaria que se ha dado en América y su talla moral equivale a la de José Martí. Como él, también conoció el destierro y la ingratitud. Y mientras unas botas militares pateaban tercamente Venezuela, un hombre herido escogía Morelia, en México, para su exilio, sin pensar que, años más tarde, el pueblo asumiría su actitud porque la actitud de Rómulo Gallegos es ahora, en 1959, la actitud de todo un pueblo.

“Venezuela”, dice Rómulo Gallegos, “se ha conquistado el derecho de hacerse respetar. Las sublevaciones ocurridas en mi país últimamente no fueron por hambre. ¿Cómo puede darse una revolución habiendo dinero, obreros bien pagados y un aparente bienestar? No sólo de pan vive el hombre y la revolución se hizo por reservas morales. He visto fotografías de muchachos de quince y dieciséis años con picos, piedras y botellas en contra de armas de fuego. Todos participaron. Las mujeres tiraron macetas y pedazos de madera y hasta los niños aventaron sus juguetes al paso de las botas militares, pero lo más extraordinario es que la gente dejó su trabajo el viernes para ir a la reconquista de sus derechos y el lunes todo el mundo estaba en su puesto listo para seguir adelante en su labor cotidiana como si nada hubiera pasado”.

“La actitud de mi pueblo es realmente alentadora. La situación se ha esclarecido y tengo la esperanza de que nuestro país volverá a la vida institucional; tener un gobierno legal”.

—¿Se trata ahora de un duelo a muerte de los pueblos en contra de sus malos gobiernos?

(Rómulo Gallegos asintió y aumentó el temblor de sus manos).

—De todos modos, yo tengo una gran inquietud por la situación de Venezuela.

—¿Es cierto que se va usted de México el día 20, don Rómulo?

—Partiré a fin de mes.

Así como lo dijo Bolívar: “Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desamparada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas”. Juan Vicente Gómez no fue un tiranuelo imperceptible sino uno de los más feroces caudillos que ha tenido Venezuela. ¡Y ni hablar de Marcos Pérez Jiménez!

Juan Vicente Gómez, el benemérito, ejerció la dictadura treinta y dos años. A lo largo de setenta años en Venezuela, Joseph Barthelemy contó 104 revoluciones importantes sin hablar de simples sublevaciones.

Don Rómulo me explicó: “Cuando era joven para escribir Doña Bárbara, publicada en 1929 después de La Coronela, recorrí el llano. Fui al hato de La Candelaria y a otros en el llano de Apure. Teníamos una revista, Actualidades, que fue de Aldo Baroni y en la que publiqué varios cuentos. Quise dedicar un número a cada uno de los estados de la República y fui a Las Delicias para tomar notas para el reportaje sobre el estado Aragua. Cuando llegué el dictador Juan Vicente Gómez veía ordeñar a las vacas en compañía de sus amigos. Fue muy campesino. ¡Siquiera tuvo ese mérito! Una de sus distracciones era ver la ordeña en su finca de Maracay. Cuando me llamaron para que lo saludara no pude dar un paso. La tierra venezolana echó sus raíces y me impidió moverme. Me quedé alejado... No pasé la tranquera”.

Juan Vicente Gómez —que tenía el rencor de los mediocres— no olvidó jamás el desaire.

Al ver a don Rómulo es imposible no pensar en el maestro: “Daba yo clases de matemáticas, álgebra, trigonometría, geometría y ciertas personas se sorprenden cuando saco mis tablitas de multiplicar. Entre las cosas raras que he hecho es vender máquinas registradoras de la National Cash Register durante cinco años en España, pero yo nunca he podido vender nada con provecho. No sé vender un peso por ochenta centavos. Sin embargo, me pusieron a instruir a algunos jóvenes acerca del funcionamiento de las máquinas. Desde luego que mis discípulos jamás vendieron una sola máquina. Cuando fui subdirector del Liceo Andrés Bello, daba clases de filosofía, pero no me alcanzaba el dinero y para completar los ingresos de la familia trabajé como tenedor de libros en una zapatería judía propiedad de un tal señor Levy y en La Equitativa, empresa funeraria propiedad de Manuel Lander Gallegos”.

Cuando le pregunté entre otras muchas cosas por su método de trabajo respondió:

—Yo no puedo escribir frente a otra persona. A mí mujer, que era la mitad de mi persona, le leía yo todo lo que escribía pues aunque no era sino una mujer sencilla tenía buen gusto y buen sentido de las cosas. Cuando por alguna razón llegaba y se sentaba frente a mí mientras yo escribía yo protestaba: “No, chica; te vas, yo no puedo”. Para escribir necesito estar solo. Un encierro. Ha de ser un rincón del cuarto, un ángulo de la pared. No podría hacerlo en medio de un cuarto como estoy ahora. Ha de ser un rincón, no, ni siquiera frente a una ventana. Una pared y nada más. Escribo a máquina y me es absolutamente imposible pensar sino frente a la máquina.

—¿Y las cartas?

—Soy tan perezoso para el género epistolar que nunca contesto cartas.

El hombre que fue presidente de la República Bolivariana de Venezuela de febrero a noviembre de 1948 y fue derrocado por un cuartelazo nunca dio su mano a torcer.

—El destierro —dice don Rómulo— es una escuela política de observación muy importante.

Cuando a veces lo critican en la prensa don Rómulo comenta: “Naturalmente eso lo tomo como se lo merece pues algo tiene que costarle a uno el aprecio de la gente verdaderamente estimable”.

(Al oír a don Rómulo, no sé por qué pienso en doña Teo, Teotiste Arocha Egui, su mujer, muerta en 1950, y la imagino leyendo el texto de su marido mientras él espiaba sus reacciones en la expresión de su rostro. Sin duda alguna, al final ella exclamaría: “¡Chico, esto está muy bueno!”).

—Y por el momento, ¿está usted escribiendo, don Rómulo?

—No, por el momento estoy holgazaneando. Tengo que trabajar un poco más la segunda parte de mi novela mexicana: La brasa en el pico del cuervo. En ella aspiro a demostrar el interés que me inspira México como tierra propia, y el deseo de que sus problemas encuentren siempre rápida y feliz solución.

Don Rómulo habría de morir en su patria diez años más tarde, el 7 de abril de 1969.

Para Rómulo Gallegos la tierra no tenía límite, “el llano que tiene por lindero el horizonte”, escribió Andrés Bello. Él conoció el llano, como él lo llamaba y como también lo llamó Juan Rulfo. Rómulo Gallegos supo muy pronto que el paisaje, o sea, la tierra, determina al hombre. “La llanura es bella y terrible a la vez, en ella caben holgadamente hermosa vida y muerte atroz. La acecha por todas partes pero allí nadie le teme”.

La dicotomía: civilización-barbarie, belleza-fealdad, bondad-maldad, campea en sus novelas. Cuando el principal personaje de Doña Bárbara, Santos Luzardo, vuelve a su tierra, primero quiere venderla para volver a la civilización, o sea, a la ciudad, pero después de unos días el llamado de la tierra es tan poderoso que se queda en Altamira. La tierra es suya y va a demostrarlo cercándola con una inmensa alambrada.

Para el llanero es imposible ponerle barreras a la tierra ancha y soleada tendida frente a sus ojos; la tierra no tiene límites, el ganado, los rebaños bravíos tienen que caminar libres sobre la sabana sin fin, siempre por delante, siempre abierta al horizonte, enorme, indómita, salvaje. Los llaneros pasan volando al galope sobre sus monturas, son bragados, saltan por encima de las tranqueras así como lo hace doña Bárbara, la devoradora de hombres, la que se apropia de todo. Lo primero que busca el civilizado Santos Luzardo —el que viene de la ciudad— es cercar su propiedad para poner límites. Los peones le dicen que la bruja de doña Bárbara ejercerá sobre él sus sortilegios, pero él no es supersticioso y la confronta. La única ley de doña Bárbara es la venganza. Doña Bárbara rompe todos los moldes, cabalga, fustiga, abusa, lastima, hiere. Violada de niña, ahora es ella quien viola leyes, es ella la que manda, es ella a quien temen. En América Latina la subida de uno implica la destrucción del otro. El hecho de que doña Bárbara se apropie de la tierra implica quitársela a otros. Sube pisoteando a los demás, y en nuestros países son siempre los de abajo quienes llevan las de perder. Según doña Bárbara, en el llano sólo se respeta a quien explota, a quien mata, a quien se enriquece y se encumbra. Por mucho que aparezca el hombre civilizado, estamos abocados a la violencia, al atropello que se paga con el atropello, esta es la ley de la sabana.

Si después de la conquista de España, Martí, Bolívar, Sucre, hablaron de la necesidad de unirnos, las guerras fronterizas por salidas al mar o por territorios nos minaron. Ya no supimos querernos. ¿No eran aconsejables los tratados entre nosotros? Esas guerras nos minaron. ¿No éramos los mismos los que luchamos contra los españoles? ¿No era justo retomar el espíritu de Bolívar? Europa lo ha entendido muy bien y ha unificado sus fronteras, su moneda, que es muy fuerte. ¿Por qué no hacer lo mismo con nuestros países de América Latina que comparten economía, costumbres, religión, gustos, el mismo rencor contra Estados Unidos, el mismo idioma? ¿Cuáles son los latidos del corazón que nos separan? En vez de ser una fuerza centrífuga, América Latina es separatista, cada quién gira por su lado. Claro que para los europeos es más fácil desplazarse porque en América Latina las distancias no sólo son infinitas sino azarosas. En México, por hambre, buscamos al país que nos dé de comer. Algún campesino mexicano exclamó: “Yo voy a mudarme a dónde me vaya mejor, no a un país que este tan fregado como el mío”. En México hemos acuñado la frase: “De Guatemala a Guatepeor”.

¿Irse a Estados Unidos es abandonar el barco? La migración es hoy por hoy un fenómeno mundial. A España, a Francia, a Alemania viajan, en busca de una oportunidad, no sólo los árabes sino los uruguayos, los ecuatorianos que estarían mejor en su tierra y no arrimados en país ajeno sin papeles, esclavizados y muriéndose de la nostalgia.

Tal parece que no fuéramos dueños de nuestro destino y no pudiéramos decidir. Los países europeos son dueños de sus decisiones. Suiza, Inglaterra, Suecia pueden optar por pertenecer a la Unión Europea; en cambio nosotros, y hablo de México, sólo podemos decidir irnos a Estados Unidos a pesar de la crueldad de nuestras circunstancias que siempre serán menos que las del hambre en nuestro propio país.

América Latina es racista en contra de sí misma. Si el indio y el mestizo no se respetan a sí mismos, tampoco el país va a respetarse. Si uno no se respeta a sí mismo, ¿cómo puede esperar un trato de respeto del vecino?

Las grandes corporaciones son ahora fuerzas de la naturaleza, tienen el mismo poder, equivalen al fuego que quema las cosechas, al granizo que acaba con el maíz. Maldición del siglo XX, siguen siéndolo en el XXI.

La brujería en América Latina tiene un sitio preponderante. ¿Qué hago para salir de la pobreza? Indudablemente me evado, me dedico a la santería, a la brujería del narcotráfico, al hechizo de la droga que asalta y destruye la conciencia.

El narcotráfico hace que los drogadictos se pierdan a sí mismos, se reduzcan a cenizas. Dentro de la práctica del consumo de drogas “el viaje” es un escape, conjura a la suerte y tiene mucho que ver con las supersticiones que Rómulo Gallegos estudió para describir a una hembra que en la Edad Media habría sido quemada en la hoguera, así como ella enterraba viva a toros y becerros para que le trajeran suerte a sus grandes propiedades.

Hace más de 150 años, Alexander von Humboldt escribió que “en ningún lado existe una diferencia tan atemorizante en la distribución de la fortuna, civilización, cultivo de la tierra y población que en América Latina”, y por desgracia su frase sigue vigente. Sin embargo, América Latina, México y Brasil viajamos en el mismo tren, un tren de muchos vagones que atraviesa paisajes fantásticos, paisajes a veces también desolados pero, si en el futuro nos tocan jefes de estación de la talla de Rómulo Gallegos, podremos tener la seguridad de que vamos bien y de que nuestra locomotora de miles y miles de caballos llaneros avanza sobre durmientes sólidos y vamos montados en rieles de buen hierro rumbo a un destino que mucho tiene que ver con la esperanza.

2 de agosto de 2007.