Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 17, del 3 de febrero de 1997

Artículos y reportajes

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Triste, solitario y final como la muerte

Sobre la desaparición física de Osvaldo Soriano

La muerte de Osvaldo Soriano (Mar del Plata, 1943) ocurrida a finales de enero ha dejado un mal sabor en el mundo literario latinoamericano. Soriano era uno de los escritores más activos y actuales de Argentina y su estilo se diferenciaba mucho de la corriente que terminó por definirse como "realismo mágico".

"Humor negro, acción vertiginosa, diálogos apretados y chispeantes", escribía Italo Calvino a propósito del estilo literario de Soriano, "un estilo rápido y seco, como el de un Hemingway 'heroicómico', hacen de esta novela una lectura apasionante. 'No habrá más penas ni olvido' sitúa a Osvaldo Soriano en una línea absolutamente diferente a la de otros autores latinoamericanos".

Quizás la agilidad de su estilo tenga las mismas raíces que su oficio de periodista. Miembro del equipo fundador del diario La Opinión y Página/12, Soriano compartió cubículos con las firmas de Tomás Eloy Martínez, Juan Gelman, Rodolfo Terragno, Rodolfo Walsh, Francisco Urondo, Ted Córdova Claure y Osiris Troiani, entre otros.

El éxito le acompañó desde la publicación de su primera novela, "Triste, solitario y final" (1973), que fue traducida a doce idiomas. "No habrá más penas ni olvido" (1980), "Cuarteles de invierno" (1983) y "Una sombra ya pronto serás" (1990) fueron llevadas al cine, la segunda en dos ocasiones; y la mayoría de sus obras han sido objeto de traducciones a varios idiomas. "En alguna oportunidad", escribe Alberto Barrera Tyszka, "en Buenos Aires, un joven escritor me comunicó su desdén por la literatura de Soriano tachándolo de 'fílmico'. Ese, también fue el precio de su gran éxito como escritor. Soriano siempre se ubicó ahí, en el centro de una antigua polémica de nuestras literaturas. Apostó por 'echar el cuento', por narrar".

La extraña suerte que hemos tenido de vivir en la época de las redes nos permite conocer de cerca la obra de este genial escritor. Todo lo que precisa hacer es dirigir su visualizador del Web a la página de Osvaldo Soriano en Literatura Argentina Contemporánea, donde se puede leer una sucinta biografía y algunos de sus cuentos. De allí, y gracias a la colaboración del amigo, también argentino, Alberto Gómez, hemos copiado el cuento "Mecánicos" (publicado originalmente en el diario "Página/12" y luego como parte del libro "Cuentos de los años felices"), que transcribimos aquí para nuestros lectores, como justo homenaje a uno de los mayores escritores latinoamericanos.


Mecánicos

Osvaldo Soriano

Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un día, indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo sólo tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas, distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquin.

Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó qué haría al regresar. Ni él ni yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico. Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder armarlo de nuevo.

Yo no le hice caso pero él se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban los viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar y de paso le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines, manómetros y relojes, que nadie sabía para qué servían.

A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tiré en la cama dispuesto a dormir todo el día. Pero a las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi pieza. Mi madre no me permitía fumar y el entrenador tampoco, así que cuando me ofrecía el paquete yo sonreía y lo seguía por el pasillo poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo sorprendía que yo pudiera saltar un metro para peinar la pelota que bajaba del techo y meterla por la claraboya del taller.

—Sos un cabeza hueca —me decía.

Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había envejecido antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata.

Me miró y dijo: "Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar, no nos tiene que sobrar ni una arandela, así aprendés". Era un día feriado, sin fútbol ni cine. Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio se presentó a comer gratis y a ver televisión. Pero antes de que llegara el cura mi padre me pidió que eligiera por dónde empezar. Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de un blanco lechoso que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le abría el calzoncillo y las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los ejes y empezó a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba bronca porque creía que nunca más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre los árboles.

Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas, francesas y suecas. A mediodía, cuando el cura asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio coche desarmado. Los dos estábamos negros de aceite y habíamos perdido por completo el control de la operación. Mi padre había desmontado todo el tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la cabeza por abajo del tablero de instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y trataba de arrancar el maldito cigüeñal. De vez en cuando mi viejo gritaba "¡Carajo, qué mal trabajan los franceses!", y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras arrancaba con furia el cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino en una mano y la botella en la otra y de pronto le preguntó a mi padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un silencio y el otro casi se pierde los tallarines gratis:

—Doce —le contestó de mal humor mi viejo, que era devoto de cristos y apóstoles—. Y con la ayuda de Dios todavía tengo que pagar otras veinticuatro.

Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas diminutas y tontas desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la sacamos al patio para lavarla con la manguera. La segunda tarde mi madre nos desconoció de tan sucios que estábamos y nos prohibió entrar a la casa. Dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y allí nos traía de comer. Vivíamos en trance, convencidos de que un técnico diplomado en el Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no podían dejarse derrotar por las astucias de un ingeniero francés. Fue entonces cuando mi padre decidió comprimir el motor y aligerar la dirección para que el coche cumpliera una performance digna de su genio. Hizo un diseño en la pared y me preguntó, desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era más atrayente que la mecánica. Yo no me acordaba cuál pieza concordaba con otra ni qué gancho entraba en qué agujero y una noche mi padre salió a buscar al cura para que con un responso lo ayudara a rehacer el embrague. Al fin, una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie, erguido y lustroso, más limpio que el día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba era la radio que el cura nos había robado en el momento del recogimiento y la oración.

Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de noventa octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las vergüenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había abandonado por los rumores que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que lavarnos a los dos con una estopa embebida en querosene. En el suelo brillaba, redonda y solitaria, una inquietante arandela de bronce, pero igual el coche arrancó al primer impulso de llave. Mi padre estaba convencido de haberme dado una lección para toda la vida. Adujo que la arandela se había caído de una caja de herramientas y la pateó con desdén mientras se paseaba alrededor del Gordini, orgulloso como un gallo de riña. Después me guiñó un ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré en el hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas partes.

—Anda —me dijo—. Preséntate al regimiento como mecánico, que te salvas de los bailes y las guardias.

Ese año hice más de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a Italo Calvino mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y cuando publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de que en realidad su futuro estaba en la literatura. Enseguida escribió un cuento de suspenso titulado La luz mala, que inventó de cabo a rabo. Como Kafka, murió inédito y desconocido de los críticos. Por fortuna para él su único enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.


       


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Depósito Legal: pp199602AR26 • ISSN: 1856-7983