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“No habrá final”, de Roberto EchetoNo habrá final
o Roberto Echeto contra el mundo badulaque

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En estos tiempos en que se habla de un cierto regusto predominante por las historias urbanas, No habrá final (Alfadil, 2006), de Roberto Echeto, debe ser tomada como la novela urbana arquetípica que señala el camino.

No habrá final gira en torno al secuestro de un par de zagaletones mentales llamados Baba e Ismael, secuestro que además es consecuencia de otro rapto, el de la hermosa Emma. Quizás sea esta actividad, la de la privación de la libertad por parte de la delincuencia, uno de los temas urbano-burgueses por excelencia (perdón por la palabra “burgués”, pero no me queda más remedio), tamizada en esta novela por la mirada particular de uno de los escritores más originales de estos últimos años. Se trata sí, de un secuestro sui generis donde abunda un humor amargo, hermoso y al mismo tiempo desconcertante. Y es que No habrá final te arranca una sonrisa desesperada, a veces incluso la carcajada enloquecida de a quien le provoca salir corriendo; la carcajada del neurótico de ciudad.

Roberto nos presenta una novela que podríamos llamar orgánica, múltiple, pero que sin embargo se encuentra sellada a fuego con el metal más pesado de un hábil herrero literario. No habrá final es una digna heredera de las Mil y una noches del siglo XXI venezolano, contada como si fuera el cuento Rashomon (En el bosque) de Ryunosuke Akutagawa, con sus viajes hacia delante y hacia atrás en distintos momentos y desde distintas voces, y hasta con el testimonio de un muerto (al igual que Rashomon) que a la hora de la chiquita no tiene nada que decir porque la ha puesto tan grande que mejor que no hable.

La trama principal de No habrá final se ramifica en más de veinte sabrosas historias, que sólo pueden acontecerle a los venezolanos de nuestros tiempos, nosotros que llevamos a cuestas nuestra desproporcionada, neurótica y tragicómica manera de entender el mundo a través de las calles de Caracas y de cualquier otra ciudad del mundo. No habrá final, tal como dice uno de los personajes en las últimas páginas de la novela, es un “gran cuento polifónico y desordenado” (desordenado sólo en apariencia, como ya señalé).

El autor se muestra aquí como un atento coleccionista de historias, un cronista perspicaz del asombro urbano. En el caos, en la pluralidad, en el acontecer proteico de la metrópolis se combinan los más insólitos, absurdos, hermosos y fatídicos momentos, lugares y personajes. Muchas de esas historias son hermosas, pero también tristes y fatales. No habrá final es eso: una novela fabulosa que nos deja el desasosiego de un país y de un alma nacional ganados al absurdo y a la perdición.

No existe otra manera de contar Venezuela en este instante. El registro de No habrá final se da entre la tragedia y la comedia. No es una novela policial, pero tampoco es una fiesta de risas ligeras. La novela no necesita de un registro, de una etiqueta; va más allá de los géneros. Es la visión particular de Roberto Echeto; son sus lecturas, sus historias escuchadas, es la música académica y el rock, un violín y un Mustang; es todo el cambalache de cosas que él ha visto y escuchado en la televisión, en el cine y en la mesa con los amigos. Y es, sobre todo, una declaración de principios, un diccionario de referencias para “esos raros e inesperados momentos que a veces trae la vida”, y que —acoto— cada vez se van haciendo más frecuentes en este país arremetido sin piedad por una gran coz de jumento. Así dice Benito, uno de los secuestradores:

“En los momentos extraños de la vida es cuando se necesitan las referencias, las coordenadas, la latitud y la longitud exactas para saber qué hacer y no cometer ningún desaguisado que termine convirtiéndote en el hazmerreír de la gente (...). Si uno no tiene esa referencia, está perdido, como lo está este mundo badulaque y de moral alfeñique”.

Benito, Ciro, Próspero y Rabelais, los secuestradores de No habrá final, parecieran poseídos por los espíritus iracundos de los tres chiflados; de allí su comportamiento estúpido y poco inteligente, que además se encuentra aderezado por un jefe que juega al mal sin querer hundirse por completo en sus aguas negras. Próspero es una especie de Arsenio Lupin tercermundista que no sabe ser malo por completo; y sus tres secuaces van cometiendo error tras error, dominados, ya lo dije, por el espíritu cruelmente tarambana de los Larry, Curly y Moe. Son malos, pero tan tarados que de nada vale que hayan descuartizado cuerpos en una carnicería, porque a la hora del cierre de caja, su propia estupidez los vencerá. Su estupidez, y el amor por la belleza. Porque aquellos a los que llamamos los “buenos”, Baba, Ismael y Otto, actúan llevados por su supremo amor a la belleza, a las cosas que aman; su justicia, es la de aquel que lucha contra la desintegración de los bienes supremos de la humanidad, lo único que al final nos salva de la tontería suprema de cualquier idiota jetón que nos quiera hacer daño. Pongamos aquí las palabras de Ismael, el violinista:

“Es curioso: mi violín y el Mustang me despiertan la imaginación. Por eso teníamos que recuperarlos. Sin esos objetos (supongo que Baba sentía algo parecido) era como si me hubieran amputado algo; quizás la parte de mi vida que me permitía vislumbrar la felicidad”.

Sin embargo, uno no llega a identificarse totalmente con los “buenos”, porque llega a tenerle cariño a los “malos”. Llegamos, gracias a la penetración sicológica de la narración, a comprenderlos, a tenerles aprecio. Porque aquellos “malos” quieren lo que todos queremos. Este párrafo fenomenal nos dice muchas cosas al respecto:

“Próspero nos pagaba todos los meses para quitarse —y quitarnos— los problemas que genera la burocracia, el trámite, el ‘pasa por aquí para que te sellen el papel y luego por allá para que te lo firmen y más allá para que te lo avalen’, por eso debemos rendirle tributo a nuestro jefe, a ese prohombre que vino a enseñarnos que la vida de uno no tiene por qué seguir la senda del destino que otros (llámense autoridades, policías, abogados, gobierno y de más larvas abyectas) tranzan para miserabilizarnos la existencia...”.

¿Quién no siente empatía por unos personajes que se revelan contra las trampas oscuras y sádicas del poder? Por eso, cuando escribo “malos” y “buenos”, lo hago entre comillas, porque hasta los “malos” en esta novela son héroes pisoteados por los horrores de este “mundo badulaque”.

Una novela que se deja llevar, que está llena de meditaciones agudas, de momentos divertidos, absurdos, desconcertantes y poéticos (con esa poesía delicada y a veces ruda de lo urbano), y de personajes inolvidables que le rinden tributo a los tres chiflados y a los hermanos Marx.

No habrá final, de Roberto Echeto, es un viaje a una realidad tan real que para muchos puede parecer de mentira. Pero si te fijas bien, si estás atento, verás que todo es así, como está escrito en esta novela. Mientras tanto, digo recordando la letra de “Siempre estás allí”, el tema de Barón Rojo que inspira el título: sólo queda seguir, sin esperanzas en un final, y pensando en que los ojos de tus héroes te miran en un afiche de adolescencia, desde la pared del cuarto donde escuchaste por primera vez las mejores canciones de tu vida.