Artículos y reportajes
En torno al Paraíso

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Trazar el perfil de un personaje como Antonio María Flórez, aunque como en este caso aparezca revestido de transparente sencillez, no es tarea fácil. Nunca lo es cuando de un Poeta —y aquí aplicamos la mayúscula al vocablo— se trata. Los perfiles trazados por el conocimiento, más o menos profundo del autor, no son siempre fiables en su totalidad, siempre se nos escapa lo más interesante: los espacios de sombra lúcidos y secretos que el ser humano reserva para sí.

La parte sustantiva de una vida la recoge la obra. Por eso, para acceder mejor a este conocimiento del creador y del hombre, yo recomendaría leer despacio sus libros. En los poemas, mucho más que en las conversaciones, se hallan siempre las claves ilativas del silencio, del sueño o la memoria.

Hace poco que conozco personalmente a Antonio María Flórez, aunque hace bastantes años que mantenemos, desde una lejana cercanía o al revés, una sólida y sincera amistad sin fisuras. Durante mucho tiempo, desde aquel primer envío del desplegable El bar de las cuatro rosas y de la antología Antes del regreso más tarde, que un amigo común me enviara, siempre me ha acompañado la interna e intensa multiplicidad de sus poemas, articulados por un solo latido. La impecable exactitud de sus artículos o el ágil y profundo universo imaginario de sus narraciones. Después supe también de su infatigable tarea en torno a la cultura, de su solidaria coherencia como ser humano, de su labor como médico. De su entrega.

Así que al conocerle físicamente, no me sorprendió en absoluto el que Antonio Flórez contagiara tanta vida y apurara hasta el fondo cada instante. Pienso que sólo quien ha observado tan de cerca la muerte teme desperdiciar el importante don que poseemos. Por eso mismo Antonio María hace fecundo y hondo su paso por la vida, porque sabe, y es consciente de ello, que en este tiempo nuestro tan confuso sea tan fácil perderla.

Mucho, como antes apuntábamos, podríamos contar de este marquetaliano dombenitense o de este dombenitense marquetaliano, que para el caso es lo mismo. Mucho de este largo y completo recorrido a ambos lados del Océano, en estas dos orillas donde siempre habrá un puente de acercamiento, de cultura, de una lengua común y de esperanza; y que él tan magistralmente simboliza. Mucho sabemos también de sus innovadoras propuestas, de sus largos viajes por las interminables geografías de nuestro vasto mundo y de sus largas estancias, entre ellas en su Brasil querido, de donde absorbería parte de los elementos más audaces de su vanguardista obra. O de su Manizales al que continuamente se refiere, de la calidad de sus enseñanzas impartidas por diferentes universidades y mucho, en fin, de los merecidos reconocimientos y galardones obtenidos —este libro lo prueba. Desplazados del Paraíso obtendría el Premio de Poesía Ciudad de Bogotá, uno de los más prestigiosos de la culta Colombia, que acaba de ser nuevamente editado por la Editora Regional de Extremadura en un sobrio y elegante formato. Anteriormente lo sería en Bogotá.

Podríamos hablar largo y tendido de una tan extensa biografía y bibliografía; pero las biografías y las bibliografías, ya se sabe, vienen siempre con los puntos puestos y las comas en su sitio sobre los anaqueles virtuales o físicos de nuestras bibliotecas. Siempre habrá un analista-desmembrador del verbo; un notario del tiempo; un sesudo erudito escudriñador de cada circunstancia del autor y su mundo. Aquí y ahora buscaremos sólo ese silencio del lector más solo, que focaliza el alma del poema y se pone en la piel del que lo escribe ajeno a fechas y a solemnidades. Desde esa complicidad contemporánea, sólo el temblor del recorrido absorto por la página, la que un día sobre su inmaculada desnudez recibió del creador la verdad del secreto. Un lector apasionado y lúcido siempre completa el texto, hace avanzar el tiempo detenido y puede por lo tanto, iluminar espacios de sombra en lo creado. Desnudamente, completando mediante la atención de la lectura, la verdad del poeta.

 

Confieso que de toda su obra conocida lo que más me ha impactado ha sido el itinerario de este libro. Me refiero al impacto profundo, ese que atraviesa las fibras del propio ser; que obliga a retenerlo en los silencios, que está, de alguna forma, destinado a perdurar en los estancos de tus preferencias.

Porque este libro no hace concesiones. Ni siquiera cuando se abre al sueño puro de la infancia frente a ese idealizado Paraíso: el pórtico que anuda la percepción primera. El niño que lo habita, sabe pronto que aguarda la ponzoña. Lo que puede fraguar la serpiente del odio. La muerte sienta bases de infinito dolor en la inocente Arcadia y ni la lluvia, metáfora del llanto o de la redención en versos magistrales, mucho tiempo después, no lavará jamás las cenizas de tantos corazones calcinados, ni la sangre que impregna el dintel de la casa; el umbral de los sueños. El hondo corazón de la memoria.

No hay tópicos aquí. El justo dramatismo subraya una poética de límites vividos, los opuestos valores de la vida y la muerte confrontados. Alternativamente se ensombrece la imagen para que se ilumine la metáfora, y al contrario. Y, aunque la calidad del verso se halle cercada por la transparencia, los pasos de la huida articulan un ritmo progresivo y complejo. Nos inquietan las huellas de ese rastro envolvente que saben atraparnos sobre el miedo, como los pies de la fotografía que ilustra la portada en la edición primera, donde se arraiga el tiempo de la vida y se concentra el limo del olvido.

La eternidad del Mito o la vigencia eterna de Eros y de Tánatos transita por las vías de este desplazamiento. Una voz poderosa y contenida los convoca atravesada por las emociones y por la inteligencia, por la fuerza moral que nos conmueve.

Cierta vez dejó escrito Eliphas Lévi, afirmando: “Formado de palabras visibles / este mundo es el sueño de Dios”.

Y Antonio María Flórez, frente a la incertidumbre del hombre de nuestro tiempo, desde la actualidad de su poética, y en el principio de sus Desplazados..., dudando, escribe: “Un día de estos / cuando el tiempo no pase sobre el tiempo. / Un año de estos / cuando el tiempo no sea tiempo. / Un siglo de estos / cuando la nieve no sea invierno / ni el amor la primavera / entonces podré decir que el Paraíso / fue una hermosa ilusión / en la mente de Dios”.

Esta existencial duda centra la pauta en la modernidad de esta poesía. De compromiso ético y estético, de cívica denuncia, de dolor que jamás paraliza la íntima rebeldía, el testimonio de seguir luchando por un mundo más humano y habitable: “Alguien tendrá que detener esto. / Alguien, no sé quién, / debería abrir alguna puerta de su morada, / —su corazón incluso— / y generoso decir, a pesar de sus heridas: / —Entra, esta es mi casa, / bebe de mi agua / y reposa para siempre de la huida”.

La historia, a la que vertebran los cinco temas referenciales: el ya referido “Paraíso” que lo abre, el segundo, “La huida”; el tercero, “La Muerte”; “Tocando a las puertas”, cuarto y, por último, remarcando la aniquilación de los sueños pero con un poso de esperanza flotando en el vacío, llega la quinta y última parte bajo el epígrafe de “Perdido amor”, junto a los cuarenta y cinco poemas que componen el libro es, en apariencia, sencilla. Sólo en apariencia. El corpus narrativo lo conforma una pareja de jóvenes que huye de la barbarie y la destrucción de su edénico escenario (El Campo-Paraíso), para alcanzar la Ciudad, lo que presuponen, llegará a ser para ellos un Edén sin serpiente.

Para este recorrido Antonio María Flórez tensa el arma del verso, digo el arma pero también el alma, intenso y dramático pero sin estridencias, manteniendo, desde el principio hasta el final, esa expresiva naturalidad marcada por el tono elegíaco e intemporal de la tragedia griega. Contemporáneamente. Así, podemos percibir el aliento del miedo en esos jóvenes que sienten a la muerte tan cercana, que intuyen el acoso, el acecho, y se impregnan de tierra y de esperanza igual que las raíces, en una suerte de antropomorfismo: “No sé cuánto tarda un joven en hacerse roca / y una doncella en derramarse en lluvia; / seguramente más de lo que tarda un río en volverse silencio / y una mariposa en murmullo...”. O, más adelante, en otro poema subrayando el emboscamiento: “No es posible seguir el camino de esta manera / y el hombre y la mujer deben incrustarse en un árbol / y hacerse follaje y naturaleza muerta”.

Acabo de incidir sobre el mito grecolatino (tan presente por cierto a lo largo de milenios, en la cultura extremeña o en sus mediterráneas raíces).

Existe aquí un guiño del autor al referente clásico, concretamente a Ítaca como lugar buscado y a Ulises, el astuto sorteador de peligros. Puede ser la Ítaca de Homero, la de Cavafis o los Ulises de José Antonio G. y Galán y Antonio Osòrio a los que Antonio María Flórez cita... O puede ser Colombia. En realidad supone la nostalgia de la meta soñada, reposo del guerrero; el hogar deseado una vez expulsados los que lo profanaron. El Paraíso en suma, con montañas azules, con el mar como fondo, Penélope la fiel y la constante, el amado Telémaco, la ternura de Argos —el perro que lo ha reconocido— y, frente a la barbarie, la nobleza y la vida.

Bajo la modernidad de los enfoques se repite ese Fatum a través de los siglos y la historia. No se alcanza la paz. De hecho, en la parte más intensa y dramática del poemario, el capítulo dedicado a la muerte, Antonio María Flórez remarca ese principio. Lo mismo que un moderno corifeo articula la voz en torno al coro griego. La Muerte se alza en una continua y constante repetición infinita. Una negra salmodia. Como un espeso velo que lo cubriera todo, que interrumpiera el ciclo vital de los deseos, y de las ilusiones, que no dejara al tiempo respirar ni a la vida expandirse, que borrara por siempre la alegría... No olvidemos que Antonio María, para conseguir los tonos pretendidos a lo largo del mismo, emplea una serie de recursos efectivos difíciles en su compleja sencillez. Frente a ese juego estilístico se necesita una gran maestría y un profundo conocimiento; los cambios de esos ritmos internos y alternos, la sinécdoque, las aliteraciones, la metonimia, los encabalgamientos, saben aproximarnos a lo que el autor, en todo momento, desea expresar.

Antonio María Flórez dice algo que a mí me parece de una profundidad insoslayable. “La poesía se nutre de tiempo desde la eternidad del instante”, ese “Lo fugitivo permanece y dura”, del clásico, llevado hacia una nueva y honda dimensión. Y ya, por último, cierto día le formulé esta pregunta: —Antonio, el centro de tus libros apunta siempre hacia la huida, a la fuga, ¿cuál es para ti la clave del desplazado? Y él me respondió: “El desplazamiento es el sino fatal del ser humano a lo largo de la historia. A pesar del dolor el desplazado siempre se nutre de sueños y esperanza”. Podríamos seguir y seguir hablando de una palabra que no agota nunca su sentido, pero dejaremos paso a la poesía en la voz más autorizada: la del Poeta. Es realmente una suerte la compartida por Colombia y España. Al cincuenta por ciento. De alguna forma la poética de Antonio María, que no sabe de fronteras, siempre nos pertenecerá. Y también sabemos como él que, como en el Mito de Pandora, al fondo de la caja nos queda la Esperanza.