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Else Lasker Schüler, malquerida Elsie

Else Lasker Schüler

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Ser poeta no es fácil en ninguna época y siendo mujer entre las postrimerías del siglo XIX y mediados del XX, menos.

Else Lasker Schüler nos enfrenta ante un espejo muy difícil de atravesar, la creación de mujeres en situaciones límite.

Hace años que su figura, sus letras me acompañan. Tiene por separado los ingredientes de indefensión y arrogancia. Menosprecio por ser menospreciada. Violencia y sumisión. Y tanta penuria, tanta miseria. El telón de fondo que constituye su judaísmo no es aprehendido sino compuesto por fulgores brutos y ancestrales. Pero sobre todo Else es voz interna, es ese hilo rojo, esa cuerda inexplicable, que persigue hasta sus últimas consecuencias y es la poesía, su poesía. Un don y un destino.

“Todos gustan de mis poemas pero nadie ama mi corazón”, solía afirmar lúcida y punzante.

Paradójica suerte la de Else Lasker Schüler: en su época los alemanes condenan sus libros a engrosar el montículo de los condenados a la pira por entartete art, arte degenerado. Y eso poco después de que se le concediera la más alta distinción de las letras alemanas, el premio Kleist. Cuando en el trágico 1933 llega por primera vez a Israel no la quieren bien, es decir no la leen, porque escribe en la lengua del enemigo, la lengua anatematizada. Ahora sus “malas patrias”, Alemania, tierra natal, e Israel, tierra de su sepultura, se la disputan, rasgándose las vestiduras, pretendiéndola su poeta nacional.

A Else, el estado en que encontró el mundo nunca le convino, no le quedaba otra que modificarlo. A la manera del Que No Se Nombra, fue llamando de un modo suyo y otro su circunstancia, empezando por ella misma, obvio. Cambió su edad, la profesión de sus abuelos, el grado social y el nombre de maridos y amantes. Un versículo bíblico dice que “a los tibios hasta D.os los vomita”. A Else se la podrá calificar con muchos adjetivos; con el de tibia, jamás. Aunque ello no garantice a nadie ser recogido en Su regazo, ni en otro más temporal tampoco.

Para ella, Sulamita, Príncipe de Tebas, Príncipe Jussuf, Tino de Bagdad, para su abuelo Gran Rabino de Wupertal y Renania, fueron algunas de sus fabulaciones para poblar su árbol de la vida. Las realidades fueron más descarnadas, ya que con frecuencia dolor (muerte temprana de un hermano y de su único y tan amado hijo, ambos llamados Paul), terror (ascensión del nazismo), y miseria (su escritura nunca la recompensó ni remotamente a la altura de sus necesidades) hicieron nido en los muros de los subsuelos tan húmedos donde vivió, precarios siempre.

Por ejemplo, a su segundo marido, el crítico y compositor Georg Lewin, lo rebautiza Herworth Walden. Es la época de la revista y galería Der Sturm. La época del entusiasmo, con su intuición infalible, por artistas de la talla de un Trakl, un Grosz o un Kokotschka. La fuerza para designar los personajes de su cosmogonía es tal que Walden, tras la ruptura, conservó a lo largo de su vida el nombre con que Else lo bautizó.

Un librero entrañable y longevo de Jerusalem, amigo de Gershom Scholem y de Martin Buber, la recordaba —me confió— en el único café por entonces de los insomnes de la ciudad, Attara; estrafalaria, casi desarrapada, excéntrica siempre y sin un céntimo para pagar su magra consumición, extrayendo para ello papelitos dorados del seno y entregándolos al destemplado camarero como si fueran joyas o soles. El pulso de la ciudad en 1945 no estaba para comprender ni aceptar extravagancias tales. Ni hoy tampoco.

Los amores de paso; urgentes, vestidos con harapos ilusorios, nunca arroparon su desnuda indigencia material ni afectiva.

Ella creyó, sabiendo acaso lo imposible de la empresa, que podía modelar su vida. Que con palabras repetidas como una letanía, como un encantamiento, se podría aniquilar a los tiranos, prodigio ya efectuado por las trompetas que derribaron los muros de Jericó.

El juicio lento y tardío de la posteridad le fue reivindicatorio.

El 20 de noviembre de 2003, en su discurso de aceptación del premio Nobel de Literatura, Elfriede Jelinek rinde homenaje a la poeta, “ya en la escuela adoré la extravagante, exótica y colorida figura de Else Lasker Schüler. Lo que más quería era escribir poemas como ella, e incluso si no hubiera escrito nada, igual me habría marcado y tanto”.

 

¿Qué hago aquí?

Aceptación y búsqueda del Graal son términos clave de la indagación emprendida por Else. Pronto supo que sólo el Camino existe, el Graal no. De ahí que, naturalmente, ninguna búsqueda pudo saciar a tan exigente peregrina. Por tres veces, gracias al mecenazgo de una pareja de amigos, llegó a la Tierra Prometida, hasta que la última, en 1939, Suiza ya no le otorgó más la visa de regreso y quedó anclada en esa tierra que se convirtió entonces en el denominador común de todas las decepciones y resquemores. ¿Qué hago aquí? es el título con que recogió la correspondencia mantenida en la época con la poeta el editor Salman Shocken, refugiado en Estados Unidos.

Los reproches a la Jerusalem terrestre son bien amargos. Rigor del clima, rudeza de la gente, falta de cines, de vida literaria, de cafés; de, de, de...

Freud le hubiera explicado que “siempre se ama la prisión de la cual uno se ha liberado”.

En Elsie también prima para el desconsuelo la nostalgia por la tierra natal del expatriado. Su obra mayor, El piano azul, está dedicada a “los amigos y amigas inolvidables de las ciudades alemanas, a ellos que como yo fueron arrojados y están dispersos en el mundo. ¡En la mayor fidelidad!”.

 

Else Lasker Schüler¿Estrella o búho?

Else Lasker nació en Elberfeld, Wupertal, el 11 de febrero de 1869 y nos dejó el 22 de enero de 1945 en Jerusalem.

Creció en el ambiente normal para la época de una familia judía muy bien asimilada, y se fue en medio de una rotunda pobreza en la ciudad faro de sus Baladas hebreas.

Entre una y otra fecha la “Musa de Berlín”, la “Estrella de Weimar” como la llamarían después, supo en carne propia de guerras, persecuciones, amoríos, matrimonios y divorcios, un hijo único dibujante muy talentoso y adorado que falleció joven de tuberculosis, desarraigo y casi todas las pestes, pero también las exaltaciones que sólo la gran poesía suele brindar a sus más eximios cultores.

Se sabía de figura ingrata. ¿Tenebrosa o búho? Optó por la primera simplemente porque las realidades del mundo de noche eran algo menos nefastas que las del mundo de día. Tuvo que ser muy audaz para hacer tanto con naipes tan marcados. Por efímeros mendrugos ficticios o reales cayeron sus ropajes y se elevaron imágenes y palabras mientras ella seguía tiritando. Los que la frecuentaron, los poseedores de falsas virilidades, solían decirse con jactancia, admirados: —¡Y con tan poco ella escribe poemas mayores! ¿Cómo hace?

“El más destructor de los escritores expresionistas” define sin ambages Pierre Deshusses a Gottfried Benn, uno de sus muy amados. No sólo destructor, sino que durante un periodo de su vida fue nazi y bien convicto. Triste el amor desmesurado que por una vuelta muy cruel del destino se convierte, aunque sea a distancia de la historia personal, en enemigo mayor. ¿Qué pudo haber deslumbrado a Else en este joven médico a quien llamó Giselheer? Seguro que no la profesión pues era la misma de Berthold Lasker, el marido de quien acababa de divorciar. Tal vez su lenguaje de furia, trueno y escalpelo, lo escabroso de sus temas donde la muerte siempre es protagonista, y por ende, la morgue su trono. Así describe Else a Franz Marc sus sentimientos tras la ruptura con Benn: “Desde que perdí a Giselheer ya no sé ni reír ni llorar. Me cavó un hoyo en el corazón. No sangra. Está abierto, como el fondo de un ojo arrancado”.

Franz Marc, su “caballero azul”.

“La más fuerte y la más impenetrable fuerza lírica de Alemania”, como la situó el gran crítico de la época, Karl Krauss, se lía de íntima amistad con Franz Marc, grande entre los grandes pintores del expresionismo.

Testigo y testimonio de sus lazos afectivos y artísticos es su correspondencia pictórico-literaria, que comenzó a publicarse en revistas de los años 1915 para finalmente ser en parte editada con el título de Botschaften an den Prinzen Jussuf, Mensajes al príncipe Jussuf. Esta época de la correspondencia de Lasker Schüler, preservada en los archivos de literatura germánica de Marbach y Neckar, es indispensable para comprender el turbulento período artístico no sólo en la obra de Marc, el Jinete azul y Elsie, su Príncipe Jussuf, sino también en la de sus contemporáneos.

El capítulo, compuesto por una treintena de tarjetas pintadas y textos, establece parámetros de interacción entre pintura y poesía.

El vaso comunicante se cuece, transfiere, dilata, en alambiques de azules infinitos. “Como el soplo azul del viento” o “la escucha de Dios”, dirá Elsie. Azul, como el ángel de los cabarets berlineses de Sternberg, como el período más azul de Picasso, o el de la noche estrellada y final de Van Gogh.

No puedo obviar decir, sin embargo, quedamente, que no es la plástica lo que me deslumbra en Else y no sólo en ella sino en los escritores que se aventuran en la azarosa experiencia del dibujo, la pintura y el color. Algunos llegaron incluso a tener sitial privilegiado en los museos como es el caso de Henri Michaux o Jean Cocteau.

Alberti, Lorca, Pizarnik tienen en sus dibujos algo en común con los de Else que no sé definir muy bien: el trazo es similar, y el todo inconfortable. El resultado no tiene la obsesión ni la densidad de los exponentes del arte bruto, la ingenuidad salvaje de los niños o la música de un Klee. La mano aquí querría sustituirse a la palabra que ya cumplió su cometido con sanguina más exacta. Para mí este rubro de Lasker no escapa al sentimiento un poco vergonzante que me provoca el arte de sustitución defendido con orgullo y fiereza —por más débil—, por los propios cultores cuando a todas luces no pasa de ser un mero violín de Ingres. Afortunadamente de este periodo laskeriano donde consolida un rarísimo equilibrio entre vanguardia y clasicismo, sobre todo nos queda la palabra.

Y la escena.

Para Else Lasker Schüler “el teatro es poesía ambulante”, concepto que vierte y defiende con empeño en Ichundich, una de sus últimas obras de lirismo ceñido, paroxístico, escasamente representada. En francés se publicó como Moietmoi (1940-1941), en castellano daría algo como Yoy-yo. (No existen trazas de si fue publicada o representada en español). En esta obra Else hace tiritar a sus personajes, entre ellos los más altos jerarcas nazis, en el guehinom, sinónimo hoy de infierno, de foso del diablo, de tierra árida de los suplicios, situada geográficamente en el valle peñascoso de Jerusalem, allí donde en algún momento de la historia se sacrificaron los niños a Moloch y en la actualidad encuentra estancia la cinemateca jerosolimitana.

Ella descansa en cambio en el Monte de los Olivos.