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Escuela Santa María de Iquique: cien años de una masacre

Obreros chilenos

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El 21 de diciembre de 2007 se cumplieron cien años de un luctuoso episodio que manchó para siempre la historia de Chile. Con el paso de las décadas, este hecho ignominioso fue quedando sepultado bajo los soles calcinantes y las ásperas arenas del desierto de Atacama, hasta que a inicios de los 70, una cantata popular titulada “Santa María de Iquique”, con texto y música de Luis Advis, grabada en un disco histórico por el grupo folklórico chileno Quilapayún, volvió a poner sobre el tapete esta matanza de hombres, mujeres y niños inocentes. Cabe destacar que el master original de esta obra fue destruido durante el golpe de Estado del general Pinochet en 1973.

La tragedia comenzó a gestarse el día 15 de diciembre cuando, cansados de recibir repetidas postergaciones a sus planteos de ajustes salariales y pedidos de mejoras en las condiciones de vida, los trabajadores de las salitreras del norte chileno comenzaron un largo viaje a través de la pampa desértica hacia el puerto de Iquique, donde se hallaban las oficinas de las empresas operadoras de las minas. Casi todas ellas propiedad de capitales ingleses. Iban confiados en la justicia de sus reclamaciones y tanto es así que muchos llevaban consigo a sus mujeres e hijos. No había ánimo de violencia ni intención de causar disturbios. Es más, confiaban que el intendente de Iquique fuese su valedor y capaz de convencer a los empresarios de que sus demandas eran razonables.

En esos años, la industria del salitre en Chile estaba prácticamente en manos extranjeras y entre estos hombres de empresa destacaban dos británicos por su inmenso poder económico, John Thomas North y Robert Harvey, llamados popularmente “los Reyes del Salitre”. Ambos se habían beneficiado con la victoria de Chile en su guerra del Pacífico contra Perú y Bolivia, antiguos propietarios de esas tierras. El 20 de octubre de 1883, Perú oficialmente cedió los territorios de Tarapacá al gobierno chileno. A su vez, el gobierno en Santiago los declaró provincia suya el 31 de diciembre de 1884.

Las fabulosas riquezas que se adquirían con la extracción del nitrato de sodio habían comenzado bajo la administración peruana, antes del conflicto bélico de 1879. Pero el gobierno de aquel país había expropiado las salitreras, emitiendo pagarés hipotecarios que denominó “certificados” y al no disponer el fisco peruano de fondos suficientes para pagar a las empresas expropiadas, dichos “certificados” sufrieron una pronunciada baja, hasta llegar a cotizar apenas a un 10% de su valor original.

Obreros chilenosTerminada la guerra, el interés del dinero en Chile descendió de un 12% hasta un 5%, lo que permitió a los capitalistas convertir sus deudas en otras que pagaban más bajo interés. En Santiago se facilitó el crédito bancario y los extranjeros dueños de “certificados” retuvieron estos documentos, aguardando la oportunidad que les brindarían los tenedores peruanos, obligados a vender a causa de las miserias ocasionadas por su derrota militar. Efectivamente, al final y sufriendo grandes pérdidas económicas, éstos malvendieron a los pocos extranjeros conocedores del pingüe negocio en ciernes. Además, los británicos sabían que el gobierno chileno tenía el propósito de reconocer dichos documentos. Entre estos astutos especuladores se encontraban North y Harvey, que así se transformaron en grandes industriales del salitre.

Una vez establecida la paz, los empresarios extranjeros comenzaron a imponer sus normas laborales a miles de mineros peruanos, bolivianos, argentinos y por supuesto chilenos. Estos últimos venidos desde el lejano sur, con la vana esperanza de hacer dinero. A ellos se les llamaba “enganchados” pero en verdad llegaron engañados a las minas. Con falsas promesas, se les instigaba para ir al salar a ganar dinero fácil. Una rápida riqueza que aguardaba en la extrema sequedad de los páramos norteños a todos aquellos que estuviesen dispuestos a trabajar en el desierto. El campesino sureño, ilusionado, abandonó su hogar, a menudo su familia, sus amigos, su tierra fértil y se fue a instalar en la áspera aridez del norte, para convertirse en obrero del salar. En un ser casi esclavo, desgraciado habitante de esas vastas extensiones arenosas donde se encuentran las minas de nitrato sódico.

Allí, en las solitarias “oficinas”, como se llamaba localmente a las salitreras, bajo un límpido cielo azul, donde nunca llueve y quema inclemente el sol en lo alto (al que luego cantó Violeta Parra), el sureño supo con amargura que las empresas contratantes no ofrecían nada de lo prometido. Las hileras de míseros barracones adonde les alojaban semejaban un campo de concentración. No había casi atención médica ni escuelas suficientes para los que vinieran con sus mujeres e hijos. Sus camastros eran llamados “catres patas de oso” y consistían en una plancha de zinc con un saco de arpillera por colchón, colocada sobre cuatro tarros de parafina rellenos de tierra. El pago del salario se hacía por medio de fichas, que acuñaba la propia salitrera y eran sólo canjeables en el almacén de la empresa, a precios abusivos fijados por el patrón. El mismo que les vendía mercancía cara y alterada en su peso y medidas. El obrero tenía prohibido adquirir objetos fuera de su salitrera. De hecho, cada empresa tenía su propia aduana. Si pedían el cambio de fichas por dinero, se les descontaba un 30%. En la práctica, la compañía se quedaba siempre con sus míseros ingresos. En esta condición, el “enganchado” no era siquiera un asalariado. Trabajaba para subsistir y sólo le solucionaban sus necesidades más básicas: alimentación magra, vestuario elemental, un mísero techo y bebidas.

Estaba prohibido el comercio o intercambio de bienes entre mineros de las diferentes salitreras, el horario de trabajo era de sol a sol (que en la pampa norteña significa catorce horas o más), sin descanso dominical ni vacaciones anuales. Existía un sistema de persecución policial recompensada cuando había que atrapar a un obrero que hubiese abandonado su empresa sin dejar un depósito de garantía por las herramientas utilizadas en el trabajo. Además, la administración de justicia estaba en manos de la “serenía”, una guardia policial interna, que a menudo recurría al cepo o el látigo para imponer castigos ejemplares.

A las pésimas condiciones de trabajo, se sumaba la falta de salubridad en las pocilgas hechas de chapa y costra de sal donde habitaban los mineros con sus familias. Poco más altas que un hombre y techadas con sacos o latas, verdaderos hornos durante el día y gélidas cuando llegaba la “camanchaca” (neblina fría propia de las noches en el desierto chileno). Casuchas malolientes donde proliferaban las epidemias, producidas por un ambiente malsano, donde las inmundicias de los desperdicios y las letrinas anexas a los barracones convertían aquellos habitáculos en un hervidero de moscas, gérmenes y pestes. Con un hacinamiento aberrante que invitaba a la promiscuidad casi animal entre sus inquilinos y estimulaba la procreación de los roedores que pululaban entre los humanos.

Obreros chilenosLa carencia de sacerdotes en aquella inhóspita región llevó también a los pampinos al animismo, como una mística religiosa necesaria y popular que les reconfortaba de sus penurias. Así surgieron en las soledades silenciosas del desierto, pequeñas capillas de “animitas”, cientos de ellas que son visitadas aún hoy, adornadas con ofrendas de flores, coronas y alguna vela, que luego se derrite bajo el sol inclemente del mediodía.

Mientras tanto, el poderío de los extranjeros dueños de las minas crecía. Si antes de la guerra del Pacífico el capital europeo representaba sólo un 13% de la industria, a finales de 1901 su porcentaje había aumentado hasta un 85% y el capital chileno se había quedado con apenas 15%.

Con este panorama preocupante se llegó al año 1907. Antes habían ocurrido algunos levantamientos y huelgas, las cuales acabaron en enfrentamientos sangrientos y fusilamientos de obreros, tal como ocurrió en la salitrera Ramírez el 15 de febrero de 1891, cuando unos 1.700 obreros de diferentes minas tomaron los trenes de carga y partieron rumbo a Iquique, para protestar contra las malas condiciones de vida. Las autoridades provinciales, temerosas de que la movilización acabase ocupando el puerto, obligaron a los trabajadores a detener su marcha en la salitrera Ramírez, ubicada al sur del pueblo de Huara. De inmediato, hasta allí llegaron tropas con la misión de frenar la marcha, y luego de dialogar brevemente con los mineros abrieron fuego, sofocando cruelmente la manifestación. En la matanza murió un número indeterminado de obreros y a los 18 supuestos cabecillas les fusilaron en pleno desierto.

El descontento fue acallado temporalmente pero las condiciones no mejoraron y al poco tiempo la agitación renació en la pampa salitrera. La incomunicación con el resto del país no fue impedimento para que los mineros norteños comenzaran a escribir su propia historia de pioneros en la soledad del desierto pampino. En medio de la bravura del paraje, se forjaron hermandades solidarias que tomaron conciencia de su significación como necesaria fuerza de trabajo y empezaron a erigirse los cuerpos sociales, las mancomunidades, las mutuales y las federaciones obreras. En los pueblos del salitre también comenzaron a circular periódicos y folletines de tinte político e ideológico, dedicados al pampino y sus problemas.

El triunfo de la revolución de 1891 contra el gobierno del presidente Balmaceda trajo consigo un fortalecimiento de las fuerzas más conservadoras de Chile, apoyadas por los propietarios extranjeros de las salitreras. Tras el suicidio de Balmaceda y bajo el gobierno de Pedro Montt, la moneda se devaluó considerablemente, lo cual provocó que los artículos de primera necesidad y otras mercancías básicas subieran de precio, produciendo un gran descontento entre los trabajadores asalariados.

Desierto de Atacama y salitreraLos primeros movimientos de agitación social comenzaron cuando los industriales y administradores de las salitreras dispusieron un aumento de un 40% en los precios de sus almacenes y una rebaja del 25% en los jornales y las carretadas de caliche. Además, el canje de fichas por dinero efectivo desde ese momento tendría un recargo de un 20%. Para colmo de males, las leyes dentro de los recintos seguían siendo dictadas por los empresarios y si un obrero iniciaba un reclamo, era expulsado junto con su familia, sin compensación por despido y abandonado a su suerte en los límites territoriales de la salitrera, generalmente en mitad del desierto.

Estas medidas arbitrarias provocaron la reacción de los obreros, que comenzaron a movilizarse y nombraron una comisión negociadora. Dicha comisión, compuesta por representantes de varias minas, viajó a Iquique para exponer al intendente y a los dueños o administradores de las empresas, el sentir de los trabajadores. La comisión fue recibida por la primera autoridad provincial, quien prometió poner todo de su parte para resolver el conflicto antes de 15 días. Confiada, la comisión retornó a sus lugares de origen y explicó lo acordado a sus representados, pero pasaron los 15 días y no hubo contestación oficial. Entonces escribieron al intendente y para su sorpresa, la respuesta fue una negativa tajante: no había solución favorable a su petitorio.

Consultadas las bases, se decidió entonces que a partir del 10 de diciembre de 1907 se paralizarían las tareas en toda la pampa salitrera y se marcharía en masa al puerto de Iquique, para protestar frente al intendente y los empresarios. A su vez, esta demostración daría a conocer a la opinión pública de la provincia y al país entero, los abusos que se cometían con los obreros del salar. Los días 11 y 12, la noticia corrió como reguero de pólvora y los trabajadores comenzaron a movilizarse en las distintas salitreras, pueblos y cantones de la provincia de Tarapacá.

Entre las reivindicaciones que figuraban en su petitorio, se solicitaba que sus fichas se fijaran al cambio de 18 peniques, porque el salitre se vendía al mercado exterior en libras esterlinas y no había sufrido con la devaluación de la moneda chilena (más bien todo lo contrario), también se pedía que se concediese la libertad de comercio para los trabajadores de las minas, que en el futuro fuese obligatorio un desahucio de 15 días cuando se pusiese término a un contrato laboral y que afuera de las pulperías o almacenes de las empresas se colocara una balanza y una vara para comprobar el peso y la medida de la mercadería adquirida.

Salitrera del siglo 19El sábado 14 los hombres de la pampa norteña, algunos con sus mujeres y niños, comenzaron su lento andar hacia el puerto. Ese mismo día, la Alcaldía decretó la suspensión hasta nueva orden de todos los espectáculos públicos y la clausura de las cantinas en esa pequeña ciudad portuaria de apenas 40.000 habitantes. Los consulados extranjeros ubicados en Iquique también comenzaron a emitir señales de alerta a sus respectivos gobiernos.

El domingo 15 de diciembre de 1907, los primeros 2.000 obreros llegaron a los altos de la ciudad y sus dirigentes les solicitaron que abandonasen allí sus palos y barras de hierro, que habían servido como bastones durante la larga marcha. Así se hizo y los trabajadores con sus familias entraron pacíficamente en el puerto de Iquique. De inmediato fueron rodeados por tropas del Regimiento de “Granaderos”. También les esperaba el intendente suplente, el abogado Guzmán García, acompañado por algunos destacados vecinos. El intendente titular, don Carlos Eastman, se encontraba esos días en Santiago, junto con el jefe de la División Militar, el general Roberto Silva Renard.

La Municipalidad inicialmente había ordenado que los manifestantes se instalaran en el hipódromo y hacia allí les enviaron. También se dispuso el envío de pipas de agua y víveres. Luego una comisión de trabajadores se dirigió a entrevistarse con el intendente suplente y en nombre de sus compañeros, solicitaron se diera respuesta a los puntos acordados, dejando claro que si no se aceptaban sus demandas, ninguno volvería al trabajo.

Guzmán García expresó su satisfacción con el orden mostrado por los obreros a su arribo a la ciudad y dijo que la autoridad tenía el deber de escuchar y poner todo de su parte para satisfacer de una manera conveniente las presentes dificultades. Los trabajadores manifestaron que en ningún caso el orden sería alterado. El intendente interino agregó que el clima pacífico favorecería el estudio de sus peticiones y les recomendó que presentaran un pliego con las mismas, para conversar con los representantes de las compañías salitreras. Mientras tanto, para dar mayor comodidad a los obreros del salitre, que junto a sus mujeres e hijos seguían llegando por centenares, se dispuso un nuevo lugar para darles cobijo: la escuela “Santa María”, que estaba desocupada porque su alumnado había salido de vacaciones. Allí se les daría el rancho diario, compuesto de desayuno y almuerzo, ya que los pampinos habían venido sólo con lo puesto.

Después de una nueva reunión, el intendente suplente propuso a la comisión negociadora una tregua de ocho días para permitir que los industriales se pudieran reunir, estudiar las demandas y consultar a sus casas matrices en Gran Bretaña y Alemania. En el ínterin, los huelguistas debían retornar a sus respectivos hogares. Sólo quedaría en la ciudad una comisión para proseguir con las negociaciones y se intentaría nombrar un árbitro por cada parte, como había sucedido en Tocopilla. Este planteamiento solamente era aceptable por los industriales salitreros si los huelguistas se volvían a la pampa y a sus labores, porque ellos no querían resolver bajo presión, deseosos de mantener intacto el prestigio de los patrones.

Hileras de barracones de salitreraLa masa de obreros se acercó hasta el edifico de la Intendencia y allí escucharon atentamente a sus representantes, que intentaron explicarles la conversación mantenida con García. Lo que oyeron no les satisfizo en absoluto. Sonaba a más de lo mismo. Pese a que la comisión negociadora procuró convencer a los trabajadores, éstos, hartos de engaños y dilaciones indefinidas, se negaron a emprender la retirada y no dieron más que 24 horas de plazo a los patrones para pronunciarse. El suplente del intendente intentó tranquilizar a las masas, garantizándoles que sus peticiones serían aceptadas, pero que debían conceder el plazo de ocho días. Y en el caso de que no fuesen dadas por buenas sus propuestas, les prometió que la Intendencia pondría los trenes necesarios para que pudiesen retornar a Iquique. Pero por ahora debían volver a sus lugares de trabajo y retomar las faenas suspendidas por la huelga. Algunos parecieron estar convencidos de las buenas intenciones del intendente interino y se dirigieron a la estación ferroviaria, donde les aguardaban los trenes dispuestos por la autoridad para su viaje de vuelta. Sin embargo, luego de embarcados en los convoyes, compuestos por coches de pasajeros, vagones de carga y carros planos, surgieron las dudas y los arrepentimientos, y súbitamente todos desembarcaron, uniéndose a los demás obreros que les observaban desde los andenes.

Juntos emprendieron nuevamente la marcha hacia la plaza Prat, en el centro de la ciudad. Allí celebraron otra reunión y posteriormente prosiguieron por la calle Baquedano en dirección a la Intendencia, donde comunicaron a la comisión negociadora su decisión de permanecer en Iquique hasta que se resolviera el conflicto. Ésta les pidió mantener el orden y la compostura, y esa noche volvieron a dormir en la escuela “Santa María”. Durante todo el día siguieron llegando más obreros con sus familias, para unirse a la huelga.

A primera hora del día 16, los trabajadores enviaron un segundo petitorio a la Intendencia, tal como les había sugerido el propio intendente suplente. Dicho documento reflejaba los puntos antes mencionados y solicitaba que una vez aceptados los términos, se elevaran en escritura pública para mayor seguridad de ambas partes. Ese día, por primera vez los huelguistas fueron visitados por dirigentes sindicales de Iquique, que les ofrecieron cooperación social, organizativa y económica. También acordaron crear un “Comité Directivo de la Huelga”, formado por dirigentes de la pampa y la ciudad. A su vez, se nombraron comisiones que recorrieron el comercio porteño, pidiendo ayuda para alimentar al creciente número de personas en huelga. Los comerciantes en general respondieron generosamente y gracias a ello se pudo organizar el plato único diario.

Locomotora de salitreraSin embargo, a medida que pasaban las horas, la situación se volvía cada vez más compleja y tensa. Una marea humana, compuesta por miles de personas, seguía llegando al puerto y casi no cabían en la escuela, por lo que debieron alojarse (previa autorización de su propietario) en la vecina carpa del “Circo Zobarán”, levantada a un costado de la plaza Manuel Montt, frente a la misma institución educativa. Cabe destacar que dicho circo comenzó ese día a ofrecer solidariamente funciones gratuitas para entretener a los hijos de los huelguistas. Otras familias pampinas se ubicaron en una bodega y edificios de la vecindad, en clubes deportivos, sedes de sindicatos y casas particulares. El pueblo de Iquique demostró no temer a esa multitud que había descendido de los cerros, ofreciéndole las más amplias muestras de su generosidad. Los gremios de Iquique también les apoyaron. La huelga era prácticamente la culminación del malestar de los trabajadores, causado por los abusos y las injusticias que se cometían desde hacía años en las salitreras. Además, en adhesión al movimiento de los pampinos, varios sectores obreros de la ciudad detuvieron sus actividades, como una inequívoca señal de apoyo.

Pero no todos reaccionaron de la misma forma. Mientras los patrones se comprometían a dar una pronta respuesta, la extensión de la manifestación huelguista en Iquique produjo gran inquietud entre el Cuerpo Consular, cuyo decano era el cónsul británico Charles Noel Clarke. Éste informó a Londres que se hallaban ante un movimiento que cada vez tomaba más impulso. En vista de estos hechos, el cónsul Clarke dirigió una carta al intendente en funciones, ofreciéndole un contingente de hombres para reforzar y conservar el orden público. En la misma nota, le preguntaba si tenía elementos suficientes para proteger la vida y propiedad de los extranjeros. Guzmán García respondió que efectivamente contaba con los hombres armados necesarios y también informó que venían en camino refuerzos militares para afrontar cualquier emergencia.

Al día siguiente, el cónsul británico volvió a insistir, presionándole con el tema de la seguridad de los extranjeros y García respondió que ya había llegado al puerto el Regimiento “Rancagua” y que castigaría con toda energía cualquier acto subversivo. En efecto, las tropas recién arribadas desembarcaron y rápidamente sustituyeron a la policía local. Ese día, procedentes de las salitreras de Alianza, Granja, Norte, Centro y Sur Lagunas, llegó un convoy con más de 1.000 obreros y éstos también se alojaron en la escuela, que ya se había constituido en el cuartel general de los huelguistas.

Tropas contra los obrerosEl día 18 echó ancla en la bahía el crucero de la armada chilena “Esmeralda”, que traía tropas del Regimiento de Artillería de Costa, procedente de Valparaíso. Y el ministro del Interior Rafael Sotomayor, desde Santiago, dio la autorización a García para armar al Cuerpo de Bomberos de Iquique. Mientras tanto, seguían llegando nuevas columnas de obreros pampinos a la escuela “Santa María”. El Comité Directivo, reunido dentro del recinto, esperanzado en una pronta resolución favorable a su petitorio, mantenía el orden entre los manifestantes, que adoptaron la bandera blanca como su símbolo y estandarte de paz, lo que les ayudó a congraciarse con la población civil, que mayormente no se sentía amenazada por ellos, a pesar de su masiva presencia.

Continuando con su presión, Clarke informaba al encargado de Negocios de su Embajada en Santiago que las autoridades locales no podían o no querían adoptar las medidas adecuadas para imponer el orden y le solicitaba que pidiera al gobierno chileno que tomase las providencias necesarias para remediar la situación. El diplomático británico, de nombre Ernest Rennie, se entrevistó con el ministro Sotomayor y con el subsecretario de Relaciones Exteriores, manifestándoles la preocupación del gobierno de Su Majestad Eduardo VII por el giro peligroso que estaban tomando los acontecimientos en el lejano norte. El ministro del Interior intentó tranquilizarle dando cuenta del envío de más tropas y buques de guerra para reforzar la guarnición de Iquique.

El jueves 19 llegaron al puerto el intendente titular Carlos Eastman y el general Roberto Silva Renard, a bordo del crucero “Zenteno”. En el mismo barco viajaba también el Regimiento “O’Higgins”. Como primera medida, Eastman se dirigió a los huelguistas desde el balcón de la Intendencia y les pidió buena voluntad para solucionar las diferencias existentes entre patrones y obreros. Declaró su intención de arreglar amistosamente el conflicto y transmitió a los allí reunidos que ese era también el deseo del presidente de la República. Por último, pidió el esfuerzo de todos para buscar la armonía entre los habitantes de la provincia. La multitud estalló en vivas a sus palabras y los trabajadores se retiraron más confiados y tranquilos hacia la escuela.

Salitrera HumberstoneEl intendente Eastman comenzó a reunirse en forma separada con ambas partes, buscando un pronto arreglo al conflicto. Oyó las demandas de los huelguistas y conversó con los patrones y administradores, que le expresaron su buena voluntad para resolver las diferencias. Pero éstos también le exigieron la retirada de la masa obrera que ocupaba la ciudad, ya que les era imposible negociar bajo tanta presión. Pactar en esas condiciones sería para los empresarios una pérdida de prestigio y respeto, que según ellos “es la única fuerza del patrón frente a sus obreros”.

En horas de la mañana desembarcó un piquete de marinería con 90 hombres del “Esmeralda” y 40 más de la Compañía de Desembarco. Por la tarde, llegaron a la ciudad otros 2.000 obreros desde las salitreras en huelga. Esta constante escalada de tensión en el conflicto comenzó a preocupar a la opinión pública nacional y regional, hecho que se vio reflejado en los periódicos de la época.

El 20 de diciembre por la mañana llegaron a Iquique en un tren de carga 3.000 huelguistas más. Ese día, Eastman continuó las conversaciones e hizo saber que la patronal estaba dispuesta a negociar, pero con la condición de que los obreros retornasen a sus puestos de trabajo y dejasen en el puerto solamente una comisión negociadora. El Comité explicó lo difícil que les era aceptar esa propuesta y sugirieron una contrapartida especial, consistente en un aumento del 60% en los jornales durante el mes que durasen las negociaciones.

Lamentablemente, por la tarde corrió el rumor de un enfrentamiento sangriento en la estación de Buenaventura, donde una patrulla militar había baleado a una columna de 800 trabajadores, para impedir que llegasen hasta el puerto, dando muerte a varios de ellos. Esto respondía a una orden del ministro Sotomayor, emitida a la Intendencia por cablegrama, exigiendo que se procediese como en un estado de sitio, prohibiéndole a la gente llegar hasta Iquique. Este suceso trágico hizo precipitar aun más los acontecimientos y por la noche, mientras los huelguistas esperaban una respuesta, el intendente Eastman decretó el estado de sitio en la ciudad. De hecho, esto significaba que no se permitirían reuniones ni circular por las calles a grupos superiores a seis personas y que toda la gente venida de la pampa debía concentrarse en la escuela “Santa María” y la plaza Montt. Se cree que para ese entonces habían bajado a Iquique unas 20.000 personas o tal vez más.

Los diarios dejaron de ser publicados y se estableció la censura cablegráfica y telegráfica. La noticia del estado de sitio causó una fuerte impresión entre los huelguistas e indudable satisfacción en los patrones. La llegada de buques y tropas fortalecía su posición en las negociaciones y la Ley Marcial marcaba el principio del fin de la revuelta obrera.

Lo único que perseguía la Ley Marcial era impedir la llegada de más trabajadores a Iquique pero el ambiente se enrareció, presagiando acontecimientos inesperados. Mientras tanto, los pelotones de soldados comenzaron a recorrer las calles, instando a los huelguistas a que se juntaran en el predio de la plaza y la escuela, donde seguramente se les comunicaría que los patrones habían aceptado sus planteamientos. Sin embargo, el fin que perseguía la autoridad era reunir allí a todos para facilitar las medidas que se iban a tomar con posterioridad. Un comunicado que envió el cónsul británico a su Embajada indicaba que “se tomó esa medida porque el sofocamiento de los disturbios de Tarapacá impedirá el desarrollo de huelgas en la vecina provincia de Antofagasta”.

En la mañana del 21, el intendente se reunió con los industriales para informarles de la última propuesta de los huelguistas y decirles a su vez que el gobierno aportaría la mitad del aumento de salario que se acordara, durante el mes que durasen las negociaciones. La patronal recibió esta oferta con frialdad y volvió a insistir en su exigencia de que los obreros debían abandonar la ciudad y regresar a las salitreras, porque ellos no estaban dispuestos a negociar bajo presión. Agregando que hacer concesiones en esa circunstancia sería tomado por los huelguistas como signo de debilidad y conduciría a promover demandas cada vez más extravagantes de los trabajadores. El intendente también les propuso un arbitraje, que a regañadientes aceptaron, pero se mantuvieron inflexibles en que no aceptarían salarios que fuesen pagados al cambio de 18 peniques.

Eastman, consciente de la poca receptividad de los empresarios, intentó encontrar una salida al problema e invitó al Comité de Huelga a otra reunión en la Intendencia, pero este declinó la invitación, aduciendo que la orden que decretó el estado de sitio les desamparaba por completo y cercenaba sus derechos. Los dirigentes temieron ser víctimas de una trampa tendida para detenerles bajo el imperio de la Ley Marcial, con el propósito de descabezar al movimiento obrero. Y no se equivocaban, porque el ministro Sotomayor había mandado un cablegrama con carácter de “estrictamente reservado” al intendente, en el cual expresaba que “sería muy conveniente aprehender a los cabecillas, trasladándoles a los buques de guerra”.

Mientras por la ciudad corrían alarmantes rumores, referidos a saqueos e incendios y terribles actos vandálicos que planeaban los huelguistas, transcurrían las horas de aquel fatídico 21 de diciembre de 1907. Pasado el mediodía, se comunicó a los trabajadores instalados en la escuela “Santa María” que debían mudarse inmediatamente al Club Hípico, un hipódromo situado en las afueras de Iquique. Esta disposición buscaba alejar a los miles de huelguistas y a sus familias del centro de la ciudad. El intendente ya había recibido la autorización del presidente Montt para actuar prontamente y reprimir el conflicto, adoptando “todas las medidas que requiera la cesación inmediata de la huelga”. Y de parte del ministro Sotomayor, Eastman recibió otro cable indicándole que debía alejar a los pampinos del puerto, haciéndoles regresar a sus lugares de trabajo, custodiados por la tropa y con órdenes de hacer fuego si se resistían o intentaban regresar a Iquique.

Maqueta de la escuela originalLa tensa espera de siete días había terminado y las órdenes fueron transmitidas al mando militar, que ejercía el general Silva Renard. Éste tenía a su tropa, pertenecientes a los regimientos “Rancagua”, “Granaderos”, “Carampangue” y “O’Higgins”, y también a la marinería, reunida en la plaza Prat. Todos portaban fusiles y sus respectivas ametralladoras de pie. De allí marcharon a las 13:45 en punto, rumbo a la cercana plaza Montt, donde se encontraban la escuela y la carpa de los huelguistas. De inmediato, las tropas se desplegaron rodeando a ambas, para evitar la dispersión de los pampinos y así obligarles a dirigir sus pasos hacia el hipódromo.

En su informe oficial, el general Silva Renard escribió que la escuela “Santa María” se hallaba repleta de obreros, que portaban banderas y estandartes de los gremios, agregando que “se podía observar que desde adentro hacia el centro de la plaza, rebozaba una turba de huelguistas que no cabían en el interior de la escuela y que en apretada masa cubría su entrada y frente”. Calculó que en el interior habría unas 5.000 personas y afuera 2.000 más, y añadió que “aglomerados así oían los discursos y arengas de sus oradores, que se sucedían sin cesar en medio de los toques de cornetas, vivas y gritos de la multitud”.

Silva Renard comisionó al coronel Ledesma para que se acercara al Comité y les comunicase la orden de evacuar la escuela y la plaza. Debían dirigirse de inmediato al Club Hípico. Pero éstos se negaron a cumplir la orden, a pesar de las palabras de Ledesma, primero conciliadoras, luego enérgicas y amenazantes. Abandonar la escuela era rendirse, entregar la huelga a los militares y patrones, capitular la larga marcha por el desierto y traicionar al movimiento. Ante esta actitud desafiante de los obreros, el general tomó nuevas disposiciones para imponer a los huelguistas el respeto y la sumisión.

Hizo avanzar las ametralladoras del “Esmeralda” y las colocó frente a la escuela. Acto seguido se dirigió al Comité para, según sus palabras: “suplicarles que evitasen al Ejército y la Marina el uso de las armas para hacer cumplir la ley”. Silva Renard decidió que no podía esperar más. Temía que si se hacía de noche, con la oscuridad la situación se complicaría aun más. En esos momentos apareció en la plaza una manifestación de unas 400 personas, representando a los gremios de Iquique, gritando y apoyando a los pampinos en huelga. La tropa les dejó pasar para que se unieran a los huelguistas y así evitaron que anduvieran circulando descontrolados por la ciudad. Mientras tanto, los jefes militares debatían sobre si era mejor cargar con bayonetas o utilizar las armas de fuego. Finalmente se decidieron por estas últimas.

Al mismo tiempo, los cónsules de Perú y Bolivia realizaban gestiones desesperadas para salvar las vidas de sus compatriotas encerrados en la escuela, pero éstos, en un acto de valentía y solidaridad, rehusaron salir, declarando que: “Con los chilenos vinimos y con los chilenos morimos”.

Las 15:45 fue la hora señalada. Silva Renard consideró que se habían agotado todas las instancias para lograr el cumplimiento de la orden gubernativa y según él: “viendo que no era posible esperar más sin comprometer el respeto y prestigio de las autoridades y fuerza pública...”, ordenó el comienzo de las descargas de fusilería, seguido de las ametralladoras, generando una matanza indescriptible. La desesperación y confusión se apoderaron de la muchedumbre, compuesta por hombres, mujeres y niños desarmados, que corrían intentando salir de aquella balacera infernal. Pero un cerco de militares con sus bayonetas caladas se lo impedía. Luego de las primeras descargas de fusiles y ráfagas indiscriminadas de ametralladoras, para más horror de la gente que gritaba y lloraba frente a heridos ensangrentados y cadáveres que se iban apilando en su caída, cargó la caballería con sus lanzas en punta, aniquilando a muchos más en su arremetida. Así cayeron otros muchos inocentes, atravesados por lanzas y bayonetas o golpeados brutalmente por las culatas de los fusiles.

Cuando hubo concluido la atroz masacre, tanto en la escuela como la carpa del circo y la plaza quedaron tendidos centenares de muertos y heridos. Los sobrevivientes fueron evacuados a la fuerza por la calle Barros Arana, rumbo al hipódromo y los mandos militares calcularon que se llevaron aproximadamente entre 6.000 y 7.000 personas, que iban custodiadas por los lanceros. Muchas de ellas se desplomaron y cayeron en el trayecto, a causa de la gravedad de sus heridas.

El gobierno desde Santiago felicitó públicamente a las autoridades provinciales y al general que dirigió la operación. La cifra oficial de muertos fue de 140 ciudadanos, sin embargo otras fuentes citaron 230 cuerpos apiñados sólo en la entrada de la escuela.

Los informes de los cónsules acreditados en Iquique discreparon con la versión oficial. Por ejemplo, el de los Estados Unidos informó a su gobierno que “la escena después fue indescriptible. En la puerta de la escuela los cadáveres estaban amontonados y la plaza cubierta de cuerpos”. Hasta el cónsul británico Charles N. Clarke afirmó que “las ametralladoras dispararon durante un minuto y medio, dejando tal cantidad de muertos que es difícil contabilizarlos”. El corresponsal de El Comercio de Lima calculó 300 cadáveres y el de The Economist de Londres cifró en 500 los caídos aquel día. Innumerables heridos fallecieron posteriormente en el Hospital de Beneficencia y fueron enterrados rápidamente en una fosa común, para evitar su inclusión en las listas de difuntos. Estudios más recientes mencionan la cantidad de 2.000 personas ejecutadas durante la masacre en la escuela “Santa María” y Luis Advis declara 3.600 víctimas en su cantata. Sea cual fuese la verdadera cifra final, el hecho sin duda constituye una auténtica barbaridad.

Así concluyó este conflicto sangriento en el norte chileno. Para consolidar la normalidad en Iquique, el crucero “Esmeralda” trajo desde Coquimbo al Regimiento “Arica” y en el buque de transporte “Maipo” llegó una fuerza del Regimiento de Carabineros, con la misión de custodiar las salitreras y la pampa.

Un dato curioso y a la vez indicativo de la enorme influencia de los empresarios británicos, es el hecho de que el 25 de diciembre zarpó desde Montevideo el crucero de la Armada Real “Sapho”, rumbo al puerto de Iquique. Los “Reyes del Salitre” habían logrado que el gobierno de Su Majestad Eduardo VII enviara un buque de guerra desde el Océano Atlántico al Pacífico, con instrucciones de intervenir en caso que las autoridades chilenas no fueran capaces de proteger las vidas y propiedades de los súbditos del Imperio Británico. El crucero arribó a Iquique el 7 de enero de 1908, lo cual produjo gran satisfacción y tranquilidad en la colonia extranjera allí instalada. Su llegada también fue cordialmente recibida por las autoridades locales.

Pero la verdad es que los huelguistas no cometieron ningún desorden importante. No amenazaron a la población, ni a los patrones ni a la autoridad provincial. Tampoco pretendieron sustituirla. Sus planteamientos no eran irrazonables y además iban desarmados.

Luego de la trágica masacre, muchos obreros chilenos se dirigieron con sus familias de vuelta al lejano sur, de donde habían llegado llenos de ilusión, abandonando para siempre las soledades calcinantes del salar. Comenzó también el éxodo de trabajadores de otras nacionalidades. Unos mil obreros peruanos solicitaron al gobierno de Lima su repatriación y éste envió un buque de transporte para cumplir ese propósito. Mezclados con los peruanos pudieron escabullirse varios cabecillas de la revuelta y miembros de la comisión negociadora. Así, por medio de ellos se escuchó la versión de los perdedores y se supieron más detalles de esta tragedia que marcó para siempre la historia de Chile.

Hoy, quien visite el puerto de Iquique con motivo de haberse cumplido, en diciembre de 2007, cien años de la masacre que hizo trágicamente famosa a la ciudad, al llegar al edificio que alberga la escuela “Santa María” (construido en 1936, porque el original se quemó en 1928 durante un voraz incendio), se encontrará con una irónica coincidencia: actualmente también está ocupada por obreros en huelga. Parece como si poco hubiera cambiado desde entonces. A pesar de la masacre de 1907 y las posteriores movilizaciones y matanzas de obreros en las salitreras de San Gregorio (1921), Marussia y Coruña (1925), recién en ese momento, 18 años más tarde, las reivindicaciones de los trabajadores del salar se transformaron en leyes, aunque evidentemente su lucha por mejores condiciones laborales continúa hasta hoy.

Las viejas salitreras dejaron de funcionar hace ya décadas (la última en cerrar sus puertas fue la Victoria, en diciembre de 1979) y alguna incluso recientemente fue declarada Patrimonio de la Humanidad, pero sus siluetas tristes siguen aún en pie en medio de la pampa norteña, como cruel recordatorio de las penurias vividas por miles y miles de infelices, que dejaron sus sudores y hasta sus vidas, luchando por arrancarle el caliche a la Madre Tierra, en la sequedad agobiante del desierto chileno.