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David MartínezDavid Martínez y su pervivencia en la poesía argentina de hoy

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David Martínez nace en Caá Catí —cuna de poetas— y se suma a los grandes de la poesía lírica del cincuenta en Argentina. Vivió en Buenos Aires donde dedicó sus últimos años a seguir publicando y realizando comentarios críticos para el diario La Nación.

Algunos de sus libros y poemas traducidos a otras lenguas y elogiados por voces como la de Juan Liscano son Resplandor del olvido, Penúltima estación, La tierra que fue mía, entre títulos de este poeta correntino cuya frágil melancolía y cuyos acentos elegíacos establecen parámetros de inaudita ternura hacia el pasado en el cual se declaraba “coenterrado” (enterrado junto a la memoria de sus muertos) lo que constituye en nuestros opacos días de minimalismo y experimentalismos toscos un rico venero para el aprendizaje de cómo se debe leer y escribir poesía hoy.

Un verso límpido y frágil hace de esta lírica tan rica en la Argentina de los cincuenta, una muestra de lo que significó para las generaciones de hoy el claxon universal de una poiesis que en la década del cincuenta invadía con lúgubres lamentos la gran tradición de la poesía occidental.

Podemos admitir con Abel Posse que existieron tentativas refundacionales en titanes de la poesía moderna, pero desde el mismo Hölderlin a nuestros días sólo el Zaratustra para nosotros y no Hojas de hierba, constituye ese ejemplo de lo que nosotros preferimos llamar lenguaje fundacional.

Sólo en este libro se dice adiós a los dioses huidos y se espera otras constelaciones epocales, y otras galaxias, que digan adiós a un mundo que jamás podía ser restaurado.

Mastronardi, Banchs y sus formidables intentos de combinar lo neoclásico con lo romántico (éste se suicida poéticamente con “La urna”), Sola González, Juan Laurentino Ortiz y muchos otros, como más tarde lo haría Horacio Armani, sienten cómo el ominoso eclipse del día adviene y cómo lo “humano” cede débilmente a las potencias de lo subhumano, enterrado ya todo intento titánico y prometeico de fundar nuevas estaciones.

Las sombras de Rilke, y sobre todo de Milosz (“con un triste encanto, / en un país de infancia recuperada / entre lágrimas... / Sin embargo, el día llueve sobre el vacío absoluto”) sobrevuelan la poesía argentina más genuina del momento axial en el cual George renuncia a los mitos griegos y Hofmannsthal se despide joven aún de la poesía, bajo la influencia de Calderón, dando forma definitiva al teatro de cámara (kamerspiel), pues que el hombre es sólo una sombra, tal afirmara Píndaro, sólo hecho de “la madera de los sueños”.

Y los poetas argentinos viven el temprano suicidio de Trakl y luego la fugaz sombra ominosa del paso de Celan por la tierra, como una muestra más de aquello a lo que no se puede tornar.

Sólo se puede ya volver a lo que Madariaga llamara “países natales” y en sus últimos años también renunciar a éstos: (“ya no tengo países natales / sólo tengo isletas voladas por el agua”, escribiría en lo que parece casi un sollozo).

En ese intento desesperado de tornar coinciden, y sólo en eso, Madariaga y Martínez.

Madariaga es hijo de Rimbaud, hijo extramatrimonial, porque nunca necesitó del “razonado desorden de todos los sentidos”, dado que un auténtico chamán no necesita de la “razón” para entrar en trance y ser “Peón del Universo”.

Como escribe en forma clarividente Abel Posse del inmenso Juan Rulfo (luego de escrito el texto se había olvidado de lo escrito): hasta aquí el paralelo entre estos dos correntinos, uno hermano de Aimée Cesaire, y el otro de P.B. Shelley.

Madariaga es un pagano temeroso, y más bien se diría, como americano absoluto, el hombre primitivo que hace del panteísmo la religión primordial desde Heráclito a Schelling, mientras Martínez lleva en su corazón la apetencia de lo absoluto al modo de León Bloy.

Uno es un poeta poblano. Otro un poeta de los arrabales de sus “bárbaras” donde encuentra los míticos animales de la cosmogonía griega, trasmutados nómadas de una cultura heteróclita.

Madariaga pertenece al mundo de las utopías bretonianas introducidas por Pellegrini en los sesenta, cuando la admiración por Trotsky era común en los intelectuales que seguían haciéndose eco de Engels, traducido por Bretón: “cambiar el mundo, cambiar la vida”.

Las decepciones y las letanías que tocaban las campanas en Loffotten y hoy cobran vida nuevamente cuando parecían haber desaparecido del horizonte de la poesía argentina y el mundo.

Pero poco tiempo después la escuela surrealista se divide mientras aquellos insignes poetas del cincuenta, silenciados pero activos, nada esperan.

Si la “torna” es imposible y la historia ha sido confutada y víctima de fabulaciones propias de las teleologías prometeicas y los salvacionismos mesiánicos, a la poesía no se le debe exigir sino la posibilidad de una imposible escucha, de una vigilante audición, porque también esta es la misión de los muertos, como escribiera Raúl González Tuñón, rilkeanamente —ya perdido boedo:

...“esa actividad silenciosa y secreta”, como el acompañamiento que necesitan los mortales de las sombras que llevamos con nosotros también sombras. Pero no más.

Escuchemos esta plegaria:

“He ido lejos con el cansancio de mi cuerpo.
Hoy podría ser el día de mi primer llanto.
(Nunca sabré cómo fue el día de mi primer llanto,
como no sabré del primer día de mi ausencia)”.

Me atrevería a decir que sólo Sola González toca el órgano y los bronces de un campanario como lo hizo nuestro hoy olvidado David Martínez. Y ese despreciado y bucólico sentido de la naturaleza no exaltada sino amada, activamente contemplada y vivida, por aquello de que el pasado se nos adelanta siempre.

Por eso vive Corrientes. No el Corrientes del folk, ni de la chatarra, sino esa otra casi invisible y sólo entrevista en los sueños fundacionales de sus héroes y de sus mártires.

Y nuestros olvidados poetas son nada más ni nada menos que la memoria de un pueblo desde que la historia encontró en el lenguaje la manera de que el mortal pudiera oír uno de otro. Y luego el canto. Sólo el canto.

 

Canción del pequeño olvido

Cierro mi olvido
sobre una luna gris,
en un pueblo sin nombre, donde mi voz se apaga
para no encontrarla.
Sólo viven mi espera
y una calle sin nadie.

No estoy más.

He ido lejos con el cansancio de mi cuerpo.
Hoy podría ser el día de mi primer llanto.
(Nunca sabré cómo fue el día de mi primer llanto,
como no sabré del primer día de mi ausencia).

El tiempo se ha detenido en mí.

Puede disolverme la lluvia, amenazarme un relámpago
próximo a caer sobre mi sien.

¿Adónde he ido? ¿Por qué me tiran palomas de las venas
y me cubren herrumbres y raíces que echan un agua
extraña?
Lo más exacto es que esté enterrado
con un manoverandá de pájaros
con treinta y dos años en la voz
y una fotografía caída del recuerdo.
Canta, Yeruti:

Él se perdió a orillas de un pueblito lejano.
Guardadle sobre unos cabellos mustios.

Si queréis, entre dos guitarras sin cuerda.

 

El cercado de brillo

Azul de tardes,
fuegos,
de invocaciones
conmigo vienen,
vuelven,
en bogar de canoas
por estos lagunares.
¡Riacho Rincón!
Desnudo
junto totoras, juncos...

Sientan mi mano en paz que mece el agua,
peina brillos....
Y Dios mira,
la virgen canta
¡en Caá-Catí!