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Acuerdo tácito

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Las noches de los martes y de los jueves, para regresar a casa desde la facultad, tomo la línea 124 del tren urbano. Cuando lo abordo ya viene lleno y tengo que abrirme paso entre la gente hasta dar con el primer espacio libre donde poder situarme. Ese martes y por puro azar me detuve al lado de su asiento, uno de los que daba al pasillo. Él estaba reclinado sobre el respaldo y parecía dormir tan profundamente que no reaccionó ni cuando en uno de los estremecimientos del vagón, la cabeza le vino a caer sobre el costado derecho de mi cadera.

Lo correcto hubiera sido moverme un poquito hacia la izquierda, como vi hacer tantas veces a otras mujeres en situaciones similares. No se puede saber qué tan dormido va un hombre si el tren está lleno y le toca una muchacha al lado. El mes pasado vi a uno que se durmió de pie sobre la espalda de la chica que tenía delante, ella, que resultó ser de las bravas, dio media vuelta y con la agilidad de una judoka, le propinó un rodillazo certero entre las piernas. El escándalo se desató en el vagón: algunos tomaron partido por el agredido, otros por la agresora, los menos observábamos y los más cercanos los sujetaban para evitar que se fueran a las manos mientras las palabrotas iban del uno al otro. No supe en qué terminó la bronca, el guardia de abordo intervino cuando llegábamos a la estación donde tenía que bajarme.

Pero a mí en cambio me había gustado recibir el peso del hombre. Nunca antes había recibido el peso de un hombre en el cuerpo, y como se sentía reconfortante no sólo me quedé allí mismo sino que, con un giro suave de las caderas, logré acomodarle la cabeza en el centro de mi vientre, donde permaneció a pesar de las sacudidas posteriores.

Con cada traqueo su pelo entrecano, abundante y ondeado, se agitaba con la suavidad con que llega la ola de la tarde, convertida en espuma, hasta la orilla de la playa, y yo era la arena de la orilla recibiendo una y otra vez la caricia espumante.

De a poco, la grata sensación se convirtió en el deseo irreprimible de que la cabeza se moviera más rápido que el ritmo que le imponía el tren. Era cuestión de esperar, sabía que estábamos por llegar al tramo de la vía con problemas por el que la Empresa Estatal de Ferrocarriles Urbanos recibe tantas quejas diarias, y que las sacudidas serían bruscas. No me explico cómo es posible que el tren no se descarrile de una vez por todas al pasar por allí, se zarandea tanto de un lado para el otro que a uno le da la sensación de que se va a volcar.

Me sujeté de las agarraderas que cuelgan del techo y separé un tanto las piernas para no trastabillar. Con las primeras y violentas sacudidas del vagón, la cabeza rebotó varias veces contra mi pelvis al tiempo que los vaivenes de las personas que tenía atrás me empujaban hacia ella. Y su pelo dejó de ser la ola de la tarde y se convirtió en la de tormenta.

Sentí nacer la palpitación en el bajo vientre. Apreté las agarraderas con las manos y tensé las piernas cuando la palpitación subió hasta el ombligo, allí estalló como la ola cuando rompe contra el acantilado, se disparó en chorros fríos a todo mi cuerpo y me hizo estremecer entera para luego arrastrarme con ella en su repliegue hacia alta mar.

Podría afirmar que perdí la conciencia por varios segundos pues en el momento en que recuperé la noción de lo embarazoso e inusual del hecho, la gente ya no se quejaba, como siempre hace en el tramo averiado, y el caserío que indica el fin de la falla ya había aparecido por las ventanillas. Me separé rápido del hombre, logré llegar a empujones a una de las puertas y esperé quieta a que el tren se detuviera mientras sentía extinguirse la palpitación en el lugar de donde había partido.

Las puertas se abrieron, descendí y caminé aprisa hacia la salida de la estación.

 

He seguido encontrándome con el hombre. Duerme, o parece dormir, en el mismo asiento del mismo vagón. Yo voy sin titubeos a situarme a su lado. Si alguien está ocupando mi lugar, me las ingenio de una u otra manera para sacarlo, aunque la mayoría de las veces no tengo que hacer nada. Basta que él cabecee para que el inoportuno se vaya y me deje el sitio libre.

Él parece no darse cuenta de nada, estoy segura de que podría jugar a enredarle mis dedos en el pelo y a trazarle caminitos a través o a hacerle rizos en cada mecha: no creo que duerma de verdad, no señor. Lo percibo cuando se me arrellana sobre el vientre aunque simule gestos involuntarios. Es imposible que no se dé cuenta de lo que ocurre cuando pasamos por esos metros de vía. Pero a estas alturas ya no me importa, y es evidente que a él tampoco.