Entrevistas
Héctor Torres habla sobre La huella del bisonte
“Ningún momento importante de nuestras vidas tiene una segunda oportunidad”
    Fotos: Lennis Rojas

Héctor Torres

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Editor de Ficción Breve Venezolana y autor de varios libros de cuentos, Héctor Torres (Caracas, 1968) acaba de entrar a la novelística por la puerta grande con La huella del bisonte, su primera novela, que el sello Norma presentará, en los Espacios Abiertos Econoinvest (Torre Mene Grande, Los Palos Grandes, Caracas), el próximo jueves 15 de mayo. En la Caracas de finales de los 80, Mario Ramírez, cuarentón y guionista de telenovelas, se enamora de Karla, una adolescente que descubre tempranamente el dominio que es capaz de ejercer sobre los hombres, y que es a la sazón compañera de estudios de Gabriela, la hija a la que Mario se ha acercado tras varios años de ausencia inexplicable. La novela transcurre en dos escenarios que se superponen: “la cueva”, el apartamento de soltero de Mario que sirve de refugio a Gabriela y a sus amigas —Karla entre ellas—, y la turbulenta Caracas, ciudad en la que cosmopolitismo y miseria se conjugan sin ambages y de la que Héctor, a través de su bitácora FicciónCaracas, se ha vuelto uno de los más minuciosos cronistas.

 

Moral y buenas costumbres

—Con La huella del bisonte actualizas en nuestra narrativa el tema de la Lolita, que antes había sido tratado en El último engaño, de Manuel Trujillo, y en otros textos. Es un tema que nunca deja de ser polémico por sus implicaciones morales. ¿Cuánto de Mario Ramírez, o de Humbert Humbert, hay en nosotros?

—Yo creo que las implicaciones morales eran muy importantes en las épocas en que la religión normaba las conductas de las sociedades. En la medida en que esa influencia fue disminuyendo, las implicaciones morales fueron cediendo terreno ante las implicaciones éticas, que parecen obedecer más a una responsabilidad individual, antes que a un juicio colectivo. Pero eso es una consideración semántica, porque la verdad es que, en efecto, hay personas que parecen incomodarse ante ciertos temas.

Ahora, en cuanto a tu pregunta concreta, me parece que ese hecho de que las niñas pasen diez, doce años de su vida imitando las formas gestuales de la mamá, para alcanzar la perfección de ese adiestramiento justo en el momento en que adquieren un aspecto corporal bastante pleno; eso posee un innegable encanto que los varones de la especie distan mucho de tener a esa misma edad. Me parece que la capacidad de reparar en ello con naturalidad y sin complicados rubores dependerá de los niveles de represión en los que cada quien haya sido educado.

—De acuerdo, pero cerraré un poco más la pregunta. ¿Consideras natural ese gusto por las adolescentes, y más, por las niñas? Apelo a tu bagaje cinéfilo, una obsesión que, por cierto, compartimos: está esta película de Stephen Hopkins, Under Suspicion (basada a su vez en la novela Brainwash, de John Wainwright), en la que Gene Hackman le cuenta a Morgan Freeman cómo, conforme pasamos los 40, los 50, los 60 años, empezamos a admitir que nos sentimos atraídos por mujeres de 20, adolescentes de 15 y niñas de 10 años. ¿Es esto, en tu opinión, algo inherente a la psicología del varón adulto?

—No lo sé. Creo que es un poco radical, porque a los diez años varones y hembras se diferencian en muy poco. Sí te puedo decir que en muchas partes del mundo, ajenas a la moral occidental, es normal que los hombres mayores desposen a mujeres adolescentes. Como en ciertas tribus africanas, que las quinceañeras ya son casamenteras. Lo que pasa es que para ellos no son niñas; al contrario, a esa edad ya son mujeres a los efectos que esas sociedades exigen. Sería muy soberbio decir que eso es una aberración. Pero también sería soberbio descreer de la palabra de hombres que dicen no sentir ninguna atracción por las chicas jóvenes. Lo cierto es que, a efectos estrictamente biológicos, un hombre puede procrear hasta una edad bastante avanzada, mientras que el ciclo reproductivo de la mujer se cierra comparativamente pronto.

Creo que en el caso de ese diálogo de Under Suspicion que tú citas, se estaría rozando lo patológico. Me parece que la situación más común puede estar retratada en la película American Beauty, en donde un hombre maduro se siente hechizado por las formas de una adolescente, compañera de clases (por cierto) de su hija. Él pudo haber dejado el asunto en el plano del disfrute, de la contemplación, pero bastó que ella respondiera con códigos de mujer, que le abriera una rendija, para que él comenzara a acariciar la posibilidad de corporizar las fantasías que ella provocaba. Como bien sabes, él avanzará hasta que ella se quiebra y abandona sus maneras vampirescas. Allí, en ese instante, el impulso de él se desinfla (metafórica y literalmente) y sólo ve en ella a una chica temerosa, de la edad de su hija. Es decir, ve que, pese a las formas aparentes, no está frente a una mujer en su plenitud. Fíjate que este momento es clave, porque mientras había un acuerdo aparente, él mantenía las expectativas, pero no podía seguir avanzando contra la voluntad de ella. Creo que, no sólo la psicología de esos personajes está muy bien lograda, sino que la situación es muy creíble y casi cualquier adulto podría verse reflejado en esos dilemas.

—Mario, en cambio, sí avanza en algún momento contra la voluntad de Karla, con todo el riesgo que eso implicaba. Hay al respecto en la novela una frase muy elocuente: “Toda la experiencia y el escepticismo del mundo no valen un centavo si el objeto del deseo tiene un poco más de quince años”. ¿Podría esa frase, que encierra todo un manifiesto de abdicación moral, resumir la novela?

—Ahora que lo comentas, resulta curioso que María del Pilar Puig, que fue jurado de la Bienal Adriano González León cuando la novela obtuvo mención, acote (al final del texto usado en la contratapa) que “la experiencia de nada sirve. Mucho menos el cinismo, y la ironía no hace sino revelar nuestra vulnerabilidad”. Bueno, al menos dos lectores coinciden en apreciaciones similares para resumir el espíritu de la novela, y creo que estoy de acuerdo.

—Me llamó la atención que la novela transcurra a finales de los 80. ¿Distancia preventiva?

—Bueno, podría decirte que toda historia contada en un pasado (cercano o no) adquiere un carácter de hecho consumado, de asunto ante el que no se puede interceder. Ahora, que sea específicamente el año 1988 se debe, creo yo aunque ahora no estoy muy seguro, a que la canción que aparece en la historia, La fuerza del destino, de Mecano, salió al mercado en ese año. Necesitaba que la canción sonara de vez en cuando para que atormentara a Mario, por lo que la única manera de que eso fuese así era ubicando la historia en el año en que era normal que esa canción sonara en la radio con cierta frecuencia.

—En muchos aspectos la descripción de Mario es la tuya propia. ¿Es Héctor Torres un pederasta, o sólo “un sobreviviente del holocausto juvenil de su generación”?

—Creo que, afortunadamente, ni una cosa ni la otra. Para empezar tendría que advertir que el término pederasta, desde mi punto de vista, encierra un juicio moral muy fuerte sobre el personaje. Incluso moralista. Por otra parte, en los rasgos generales del personaje (un cuarentón divorciado con una hija adolescente a la que abandonó temporalmente, que vive sólo y es guionista de telenovelas) acaso coincidimos en que vivimos en Caracas y en la edad, y valga advertir que cuando nació el personaje, yo tendría un poco más de treinta años. Aunque también vale reconocer que a veces algunos juicios de uno se cuelan en ciertos personajes, más si son masculinos.

—¿Es esta una novela inmoral? ¿Tiene el escritor alguna responsabilidad con la moral?

—Te respondo en orden inverso: sólo en los regímenes totalitarios el arte tiene un compromiso con la moral, los valores edificantes y las buenas costumbres. No es casual que bajo esos parámetros la producción artística haya sido estéril, no se haya salvado casi nada de interés. Sospecho que, ante la realidad, el escritor debe más bien sacudir al lector y proponerle ciertos temas que están allí, en el entorno cotidiano, para que aquél se permita la reflexión. A partir de esa afirmación, creo que una novela no debería ser clasificada dentro de esas categorías. Las únicas categorías de juicio que calificarían a una novela con justicia serían las de “fallida o lograda”, pero eso compete al lector y a los críticos. En La huella del bisonte se hizo un paciente trabajo de construcción psicológica de los personajes, y cuando esto sucede el autor sólo puede asentar las acciones que aquellos ejecutan, en busca de su desenlace. Inmoral sería, o al menos deshonesto, entorpecer esos rumbos que se plantean los personajes, por culpa de los pruritos y prejuicios del autor.

 

Karla, Mario, Gabriela

—Karla juzga peligrosas y malignas a las otras mujeres y crece “con toda la maligna sabiduría con que crecen las mujeres para defenderse de un mundo adverso”. Sin embargo no se defiende sólo de ellas, sino también de los hombres, quienes aunque “son el poder”, en realidad “son más frágiles de lo que aparentan”. Así, ella se convierte en “el advertido veneno, el que envicia y hace despreciar al mundo”. ¿Cómo entra Karla en conciencia de que es ese veneno?

—Quizá nunca hay conciencia absoluta. Es como preguntarse si sabe la culebra que si se muerde se envenena, o conocerá la abeja la magnitud de su ponzoña. Sospecho que no. Que lo intuirán sin conciencia. Saben que sus armas están ahí, y las van a usar cuando el instinto lo indique. Y lo van a hacer sin pestañear y sin entrar en otras consideraciones ajenas a la exclusiva y elemental necesidad de sobrevivir. Seguramente la única idea que empuja su actuación es la certeza de que ningún momento importante de nuestras vidas tiene una segunda oportunidad.

—Mario es de alguna manera el amante de dos adolescentes: Karla, la ninfa que entrena con él sus habilidades de caza, y Gabriela, la hija con la que tiene una relación de “viejo amor”. ¿Sería este, acaso, el lubricante gracias al cual Gabriela comprende las acciones de su padre?

—Es una pregunta difícil, que no sé si entiendo a cabalidad. Probablemente ninguna relación afectiva está exenta de su carga de placer sensual. No necesariamente de deseo, sino de placer, de goce. Las relaciones afectivas se complican cuando hay necesidad de consumir al otro, de... colonizarlo. Eso de que en el otro hay algo que necesitamos poseer para estar satisfechos. Un algo que, por supuesto, nunca poseeremos sino parcialmente. Al no haber deseo entre Mario y Gabriela, puede haber todo lo demás: complicidad, placer, comprensión, amistad...

—Me refiero a si es gracias a esa calidad de “viejo amor” que Gabriela asume sin prejuicios la pasión de su padre por Karla.

—Sí, bueno, supongo que sí. Lo que pasa es que, como él no ejerció la dura labor de control de esa niña que iba creciendo (porque no estaba), la relación de ellos carece de ciertos rencores que entorpecen la comunicación. Es un amor filial, pero adulto. Además, ella no arrastra los celos infantiles que tienen las chicas que crecieron con su papá.

—Hablemos ahora de las madres, América (la de Gabriela) y Raquel (la de Karla). La una rígida, formal, castrante; la otra desordenada, celosa de la hija, que ostenta una juventud que ella empieza a perder. “La única debilidad que no se puede permitir una mujer es ser predecible”, dices en alguna parte de la novela; ¿son personajes predecibles estas madres, y por ende débiles?

—Bueno, eso lo dice Karla, no yo. Aunque me parece que América, más que castrante es sumamente convencional.

—Bueno, eso de castrante lo digo yo, no la novela.

—Pero es una interpretación interesante, porque eso nos llevaría a pensar que castrantes son, a la final, las convenciones establecidas. Ahora, con respecto a la pregunta, supongo que sí, que por predecibles son débiles, pero no por ellas particularmente. Creo que los padres estamos repitiendo un numerito con tanta frecuencia frente a los hijos que nos volvemos predecibles. El que ya tiene un carácter hecho está en desventaja frente al que comienza a llenar su alacena de conductas, escogiendo de un universo al que está abierto. Es quizá la razón por la que los jóvenes suelen ser rebeldes frente al mundo establecido. Enfocado en tu pregunta, claro, Gabriela y Karla son un mundo de posibilidades, mientras que sus respectivas madres son un catálogo más o menos conocido de achaques, frases manidas y conductas repetidas.

—Hay un personaje maravilloso, Miguel, el asturiano que regenta el bar al que Mario acude en procura de consuelo o, al menos, de oídos solidarios. Miguel funciona un poco como la conciencia de Mario hasta que cuenta su propia experiencia pederasta.

—Me gustaría insistir ante el asunto: no sé si pederasta. Incluso me parece que la palabra descontextualiza la actuación de los personajes. Hay una película, creo que se llama The woodsman, donde el personaje sufre porque saliva cuando se ve cerca de niñas y niños de colegio. Es una situación de mucha angustia, porque él no quiere sentir lo que siente. Esa es la historia de un pederasta. Pero no es el caso de estos personajes...

—De acuerdo, olvidémonos del término, que por otro lado es inexacto. El caso es que Miguel le cuenta a Mario que ha vivido una experiencia similar, y en ese punto el personaje pareciera quedar despojado de algo importante, una hermosa paradoja pues es el punto de la novela en que cobra mayor nitidez, el punto en que el lector reconoce la identidad que, sin saberlo, compartían ambos hombres.

—Claro, por eso él siempre lo entendió, incluso más de lo que el otro suponía. Como Miguel se sintió víctima de una intensidad y de una velocidad que no supo manejar, ve por dónde anda Mario, y recuerda lo abrasivo que fue el desenlace de ese camino que aparentaba ser placentero. Es allí cuando él le dice que el hombre, intuyendo una promesa de felicidad en esas miradas, no sabe que persigue espejismos.

—Al principio de la novela una mujer es violentamente reprendida por su ofendido hombre: la deja desnuda en plena calle. Esa imagen, hermosamente sórdida, reaparece hacia el final, cuando en un juego de espejos Mario descubre que su hija, Gabriela, también ha sido el objeto del deseo de otro adulto.

—Sí, es que uno de los problemas de nuestra conciencia es ese complejo asunto de los roles. Usualmente la gente actúa en función del rol que juega en determinado momento. Es decir, el rol norma su conducta. Y una misma persona puede ser un amante abandonado en un rol y un padre que vela a su hija, en el otro.

—“Entendió que la vida se compone de dos momentos: cuando nos creemos acompañados, y cuando adquirimos la definitiva certeza de que estamos solos”. ¿Estamos todos solos?

—Sin ninguna duda. Siempre me ha obsesionado la idea de que en los momentos clímax de nuestras vidas, ni las más exactas palabras ni los más hondos sentimientos logran conectarnos con los seres que amamos. Además, una de nuestras grandes angustias en la vida la conforma el hecho de que hablamos permanentemente para espantar la inquietante certidumbre de que el otro es un desconocido cuando se sume en sus silencios.

 

Caracas

—Hablas de la mujer caraqueña como un ser diestro en esquivar los peligros de la ciudad, incluyendo la galantería burda del transeúnte masculino. Es algo que se puede ver incluso en las mujeres de todas nuestras grandes ciudades.

—Claro, porque hay una identidad cultural que posee un espectro más amplio y difuso, que podría aglutinarse en la identidad caribeña, por ejemplo. Lo que pasa es que fue una necesidad retórica identificar a la mujer como caraqueña para comprimir la historia en un contexto todo lo definido posible, para que todo lo que allí ocurra parezca que sólo puede ocurrir en el ámbito de esa historia. Seguramente no es más que un truco inconsciente.

—Es notable la deliberada caracterización que haces de Caracas como uno de los personajes de la novela. ¿Qué hace de Caracas una ciudad distinta a las demás metrópolis?

—Seguramente habría que convenir, como Borges en un texto que no recuerdo su nombre, al referirse a una mujer, que señaló algo así como “que es igual a todas, pero que es ella”. Si hubiese sido Ciudad de México, o Bogotá, o Tegucigalpa; o incluso Mérida, Maracay o Valencia, de seguro la ciudad se habría acoplado con sus peculiaridades invisibles a la historia que se mueve dentro de sus límites. Lo que sí creo es que cada paisaje urbano, con sus rasgos distintivos sean los que fuesen, inciden profundamente en las acciones de sus habitantes. No debe ser lo mismo pensar en un despecho viendo aterrizar aviones en Maiquetía, que contemplando los picos de Mérida o la unión del Caroní y el Orinoco en Puerto Ordaz. O un maloliente callejón de la avenida Baralt.

 

De cuento a novela

—La huella del bisonte era originalmente un cuento de unas veinte páginas. Háblame de eso, de cómo fue el proceso de multiplicar por diez el texto original.

—Ese es uno de los misterios de la creación. En cada relectura encontraba nuevas aristas y caminos que no podían quedar tan cerrados, y yo les daba rienda suelta para que ellos siguieran haciendo lo que consideraban necesario. Esta es una novela que puede tener unas ocho reescrituras. Es posible que aquel cuento haya nacido sin saberlo con el germen de la novela a cuestas. Lo cierto es que llegó un punto en que sentí que se había dicho todo lo necesario acerca de los personajes como para que su historia tuviese “credibilidad”. Llegado al punto en que se publicó, ya sólo podría comprimirse. Pero crecer, me parece que no. Se debilitaría.

—En ese cuento había un velado homenaje a Nabokov, en una primera versión, y a Carroll, en una posterior, aunque la referencia fue eliminada en la novela. ¿Cuánto le debes a ambos autores?

—Debo confesar que yo no leí la novela de Nabokov. No podía hacerlo, porque ya que tenía el tema entre manos desde hace tiempo, iba a ser muy difícil desprenderme del hechizo (por el enorme prestigio) de ese gran clásico de Nabokov. Podía, incluso, correr el riesgo de desechar la idea de escribir la historia que venía pensando desde hace años. Vi, sí, la película de Lyne, a la cual sí le debo las atmósferas, alcanzar ese tratamiento en el que lo sexual, cuanto menos explícito más explosivo, más cargado de presión sobre el objeto de la atención. Con respecto a Carroll, del cual sí leí las cartas contenidas en el libro Niñas, te puedo decir que me resultó conmovedor el hecho —el cual me produjo importantes reflexiones para entender la psiquis de los personajes— de que el hombre que se acerca a mujeres mucho más jóvenes, se ablanda, siente la necesidad de bajar la guardia en su trato, como un vano intento de facilitar la comunicación. Lamentable error, ya que en las chicas que reciben esa atención de un adulto, se opera un mecanismo inverso: ellas se suben, se “adultizan”, se concentran en crecer lo más posible, lo que acentúa la desventaja del hombre en esa relación. En todo caso, además de la observación, algo que me ayudó mucho a dar el enfoque óptimo al personaje de Karla, fue el ensayo La locura que viene de las ninfas, de Roberto Calasso.

—¿Cómo te tratan ahora tus amigos que tienen hijas adolescentes?

—Te puedo decir que, de los primeros lectores de la novela, han sido “las lectoras” (incluso las lectoras con hijas adolescentes) las que han destacado el respeto y la sensibilidad que sienten con los cuales se abordó en la historia el tema de la sexualidad femenina.

—¿Son de Karla los pies de la portada?

—Ese será el secreto mejor guardado de la novela.