Letras
In the morning

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“…aunque éste sea el último dolor que ella me causa
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo”.

Pablo Neruda (“Poema 20”).

Por fin había aprendido a dormir de nuevo en mitad de la enorme cama matrimonial, casi en diagonal, en una posición fetal extendida que simulaba un abrazo imposible, carente de contenido. Por eso, tal aprendizaje resultaba no ser un avance respecto a los últimos tiempos, respecto a la costumbre de tener una mitad en la cama, porque aquélla era de él, y ésta la suya, como si una demarcación limítrofe invisible le impidiera traspasar la frontera final de una relación que ya no existía. Al contrario, era un retroceso, respecto a los primeros tiempos, a aquella época en que dormían tan cerca que no hubiera sido posible pasar un hilo entre sus cuerpos. Ella abrazaba ahora una almohada, y recordaba su olor a tierra húmeda, a pan recién horneado, a hogar, hasta que las lágrimas le inundaban los ojos.

Habría dado cualquier cosa por dormir aquella noche entre sus brazos.

Pero ya qué importaba, pensó, si igual, después de tanto, ya no se trataba de que uno o el otro quisieran irse o volver. Sencillamente ya no era posible, y ambos lo sabían. Ella habría querido fingir demencia, pretender que aún se podía intentarlo una vez más. Ella habría querido, al menos, ceder a las necesidades físicas, buscar de nuevo hacer entre ambos una imitación del amor, pero no tenía sentido. El acoplamiento perfecto que había existido entre sus cuerpos respondía al acoplamiento perfecto que ya no había entre sus almas. That’s so cheesy, pensó. Pero el amor es cursi, qué remedio.

El amor, o los restos del amor, o las ruinas del amor después de un terremoto. Una suerte de tsunami, más bien, que había arrasado todo a su paso. O mejor, una guerra atómica, que no conforme con destruirlo todo, había dejado un territorio inhabitable donde nada nuevo podía ser construido.

Se dio cuenta poco a poco de que estaba despierta, y abriendo los ojos, hizo un esfuerzo por enfocar su mirada en la pantalla de cristal líquido del reloj despertador. En medio de la impenetrable oscuridad, unos fosforescentes números verdes parpadeaban asegurando que eran las 2:23 am.

Una hora cualquiera, pensó.

Una hora cualquiera de una madrugada cualquiera de un día cualquiera en el que, dentro de escasas cuatro horas, tendría que levantarse para asistir puntualmente a su trabajo cualquiera, nulo, banal. Carente de efectos en el universo conocido. Un trabajo que la frustraba porque podía tanto hacerse como dejar de hacerse sin que pasara nada, nada menor o catastrófico, siempre y cuando cumpliera puntualmente con sus horas de entrada y de salida.

Lo cual se le haría difícil, si insistía en seguir despierta.

Frustración. Había llegado a conocer tan bien esa palabra, en todos sus posibles bemoles y conjugaciones lingüísticas, que no podía menos que admitir que formaba parte inseparable de su vida. Cerró los ojos para adentrarse de manera consciente en la oscuridad que la envolvía, y dentro de su mente fabricó una representación tridimensional, a escala natural, de su minúsculo apartamento. Tipo estudio; un eufemismo que significaba que no eran más que cuatro paredes escasamente habitables donde debían reunirse todas las funciones de un hogar. Hogar, repitió en su mente, y la sola palabra le dio risa, una de esas risas amargas que se parecen más a un resoplido. Hogar era aquello que ella pensaba que tendría con él, el motivo por el cual vivía en aquella caja de fósforos, el apartamento acogedor y bien iluminado que ya debería tener —que ya habría tenido— para la fecha. El lugar donde podría dedicarse a escribir sus historias absurdas, el lugar donde sus libros tendrían un rincón propio, el lugar donde una niña de ojos grandes jugaría en el suelo mientras ella dibujaba. Un lugar imposible en un universo inexistente, se dijo de nuevo. No inexistente, corrigió. Paralelo. Mejor, superpuesto. Un universo donde todo era como debía haber sido y ella era probablemente feliz, o al menos tenía todo para serlo. Era tan sólo que ese universo, no era éste.

El gato de Schrödinger, all over again.

Si sólo pudiera hacer un trato con Dios, se descubrió pensando, en español.

Restos del daño causado por la cultura pop, se dijo burlándose de sí misma. Los dos años de estudios de historia del arte en Berkeley le habían dejado otro daño adicional: el hecho de mezclar frases, palabras y pensamientos en inglés y en español, y el traducir cosas a un idioma cuando estaban en otro. Como había hecho con la canción sin darse cuenta de que lo hacía.

Se dio cuenta demasiado pronto de que intentaba esquivar su pensamiento central. Hacer un trato con Dios, si es que éste existe, para saltar a uno de esos otros universos, o para retroceder el tiempo y hacer las cosas de otro modo, para obtener una nueva oportunidad. Nada de eso era posible, por supuesto. Ni siquiera Schrödinger planteó seriamente que hubiera más de un gato, así como Einstein tampoco sostuvo la factibilidad de hacer una máquina del tiempo. Una cosa es la ciencia y otra la ciencia-ficción.

Se imaginó una máquina del tiempo y un presente desierto por una humanidad plagada de errores que regresaba al pasado constantemente para corregir, para tener nuevas oportunidades, para recobrar un futuro que ya no podía ser.

Una barbaridad, se dijo, una catástrofe. Quizás un buen tema para un cuento.

Pero ya no escribía. Toda su inspiración —aunque su maestro, un tipo increíble con un montón de libros y de premios en su haber, insistiera en que tal cosa no era más que una falacia— parecía haberse esfumado junto con sus esperanzas. No era de esas escritoras atormentadas que producen más y mejor literatura cuando están sufriendo. Ella, por el contrario, necesitaba paz.

Habría dado cualquier cosa por dormir aquella noche entre sus brazos.

Se dio vuelta en la cama hasta quedar tendida, boca arriba, recta, paralela al borde del colchón (mattress, matrix, pensó, una explicación lógica de por qué tantos duermen en posición fetal), una postura incómoda en la que se sabía incapaz de dormir, y sin embargo la adoptó. Se quedó mirando fijamente la oscuridad que se extendía sobre ella, donde debía estar el techo. Uno asumía que el techo estaba allí. No tenía por qué no estarlo. Pero se descubrió creyendo de pronto que, así como una vez había desaparecido el suelo bajo sus pies, nada le garantizaba que el techo siguiera estando ahí, tras esa negrura impenetrable que era igual a tener los ojos cerrados, a estar sumergido en las profundidades del sueño.

En realidad tampoco importaba.

Él le había pedido la prueba de amor más grande que podía exigir: le había pedido que se marchara. Y ella lo hizo. Más exactamente, se esfumó. Como si se fuera desvaneciendo a medida que se desplazaba por la vida, como si el ritmo de las cosas la fuera consumiendo como una batería usada. Eso era: lo había encontrado; era una batería usada, que va fallando poco a poco, una batería en un reproductor de cassettes (—se te cayó la cédula, —pues sí, se dijo y se contestó) que de pronto comienza a sonar distorsionado, cada vez el volumen más bajo, más lento, hasta que ya no se comprende la música y al final se apaga.

Ella se había apagado. No se había detenido; aún funcionaba por inercia, con una especie de energía residual que servía para el movimiento; pero no era capaz de dar más que eso. De imaginar, de hacer planes, de sentir otra emoción que la tristeza. O lo que fuera que era aquello. No sabía. Sólo sabía que le oprimía el pecho con algo semejante al llanto. Sabía que tenía frío, por más mantas que se echara encima. It’s so cold in here. El frío, el hielo, la noche, son blue. También la tristeza.

Habría dado, lo juraba, cualquier cosa, por dormir esa noche entre sus brazos.

Pero había algo, una especie de valla invisible, que se erigía entre ellos dos. Una suerte de muralla china de cristal a través de la cual ambos se miraban, añorándose, a aquellos que habían sido y ya no eran. Ella miraba dentro de los ojos de él. Había nostalgia, había ganas de agarrar el mundo y ponerlo de cabeza si eso les hiciera recuperar un ápice de felicidad. Pero había también resignación y cansancio.

La resignación es una de las emociones más fuertes que existen, se dijo. Te agota y te deja tirado en el suelo sin poder moverte. Contra las cuerdas. Tirado. Tired. A ella, al menos, ya le habían contado diez y sabía que nada hacía con levantarse ahora.

Él, de cualquier modo, no parecía querer levantarse. Para qué.

Afuera comenzaba lentamente a amanecer. En cualquier momento, el despertador marcaría las 6:00 am con sus números fosforescentes y comenzaría a emitir un chillido intolerable que buscaba sacarlo a uno del sueño por las malas. Pensó en apagarlo para evitar esa molestia; como fuera, ya estaba despierta. Pero no tuvo ánimo de moverse.

Con decepción comprobó que ya casi no dolía. Eso era algo que él jamás habría comprendido. Por más que ella intentara explicárselo un millón de veces, él no comprendía que el dolor que trae implícito el amor era un precio que ella estaba dispuesta a pagar dichosa por la felicidad que podía darle. Él nunca lo entendió. Y quizás eso influyera en que hubiera preferido dejarla así, sin pena ni gloria.

Por fin entendía cabalmente la expresión. Era eso, ese lugar, esa forma de vivir donde ella se encontraba atrapada. Sin pena y sin gloria. Sin dolor, sin placer. Sin tristeza ni alegría. Sólo aquel llanto atrapado en el pecho, que más que un lamento era una especie de luto.

Luto se decía grief, que también significa dolor. Pero de luto, se decía in mourning. In mourning, in the morning. De luto, por la mañana.

Ya había amanecido. Se dio cuenta de que el sol comenzaba a elevarse en el horizonte, lo que significaba que pronto sería tarde. Miró el despertador. Estaba apagado. Con certeza se había quedado sin baterías. Se obligó a levantarse, porque tenía un trabajo esperándola, un trabajo real y una vida real que no entendía de posibilidades cuánticas. Se había despertado de nuevo en el mismo universo de siempre, y ya no se preguntaba, porque ya sabía, que nada había sido una pesadilla.