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Jacques LacanLacan y el amor al prójimo: una hermenéutica para la vida cotidiana

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Palabras preliminares

La comunicación, con sus distintas representaciones sociales a través del lenguaje, nos está haciendo perder de vista nuestra mismidad. Hay una autoconciencia también extraviada, tal vez porque la univocidad que proponen la retórica de la propaganda y el cinismo relativista ha sustituido el reconocimiento de nuestra limitada condición humana.

¿Qué puente posible hacia el conócete a ti mismo que gustamos en atribuir a Sócrates vamos a encontrar, si ya todo —incluso nuestra subjetividad— se está diciendo mediante la certeza de la ciencia o con aquella retórica, la ceguera de los fanatismos o con la mera adhesión personal a los rituales religiosos? Es decir, con todas esas construcciones, fórmulas o relatos que la humanidad ha ido inventando para sobrevivirse a sí misma.

¿Cómo refundar una civilización con sustento en el respeto y el amor al otro si no sabemos quiénes somos? ¿Cómo advertir la existencia del otro si no a partir de un reconocimiento propio? Es que para gozar, hay que tener un cuerpo y para posibilitar el quiebre de la identificación narcisista con la madre e insertarnos en la cultura, primero deberíamos poder reconocer nuestra maldita limitación humana. Sin una ética de la asunción de lo que parecemos no admitir, por abyecto (ora por falta, ora por excedencia), continuaremos repitiéndonos en el trauma inicial.

Y aquí viene el Lacan vinculado a las ciencias sociales: no se trata de curas porque no buceo en los fenómenos sociales a través de su clínica, la pulsión —al ser asocial— no tiene remedio y no es razonable ni moral estipular unilateralmente un discurso acerca del bien y de cómo amar y respetar al otro. El Lacan del que voy a escribir ahora, es el Lacan del movimiento —siempre inconcluso y abierto—, pues el único “determinismo” en esta suerte de filosofía de la acción que concibo —vinculada al detalle de la vida cotidiana—, no deviene por caso sólo del psicoanalista, sino de nuestra propia condición humana y de los inacabados intentos históricos que hemos hecho y continuaremos haciendo para convivir en sociedad y recrear imaginarios. (Asumo el riesgo de que se me tilde de sustancialista).

Ama al prójimo como a ti mismo (según San Mateo 22, 34-40) —una propuesta cristiana, de difícil realización si no reconozco al otro porque no sé de mí, pues para vencerme sería imprescindible no esquivar espejos—; no hay vencedor más caro que el que se atreve consigo mismo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y cargue con su cruz, y sígame” (según San Marcos, 8 -34). Agrego: para negarse, primero hay que saber qué somos más allá de nuestros roles y pertenencias.

 

Una filosofía para la vida cotidiana

Cotidianidad es definida en los diccionarios como la cualidad de lo cotidiano o diario. Es la habitualidad hecha costumbre; para estos tiempos ¿posmodernos?: lo inevitable.

Qué es eso inevitable y cómo se relaciona el concepto con su antónimo, es decir, con lo evitable en el ámbito fenoménico y en el intelectivo social.

Una filosofía para la vida cotidiana es una filosofía de la acción, pues sus principios se ponen en evidencia en la práctica social, siempre y cuando se parta de la base que no se trata de vivir como en la Papimania de La Fontaine, donde se duerme “y se hace más aun, pues no se hace nada”. Lacan, cuyo pensamiento intento rescatar como de índole filosófica —consciente de la controversia que suscita todavía hoy esta afirmación—, puede ayudarnos a comprender ciertos fenómenos o autorregulaciones de la sociedad desde una perspectiva diferente de la sistémica.

Esta mirada no intenta resolución alguna, ni síntesis o superaciones dialécticas. No hay sustento en la Lógica, por lo menos en la aristotélica. Todo lo contrario, de la mano de Lacan, los fenómenos sociales se interpretan desde la paradoja, sus dos extremos contrapuestos. Ésta queda elevada a una categoría autónoma del razonamiento, pues Lacan ofrece una lógica de la ambivalencia: una visión de paralaje, que nos permite descubrir matices distintos en las conductas sociales. El contexto social no es, pues, el único calidoscopio sino el objeto, objeto que varía merced al desplazamiento que nos permite la visión de paradoja y la paralaje. Esta mirada social es subjetiva y no explica, interpreta, pero lo hace metiéndose, decidida, en esos intersticios que deja siempre el silencio, lo no dicho, lo no reglado; lo que está ahí, como contracara de lo expresado, en un sempiterno desafío a ser visto.

Por de pronto, Lacan puede ser leído más allá de la clínica porque incrusta el relato personal1 en el orden simbólico del lenguaje y no sostiene una clínica del sujeto a partir del sujeto-individuo. Más bien hay un no sujeto o sujeto negado/barrado, sujeto del significante, en virtud de que —para él— el anudamiento identificatorio —point de capiton— no es un tiempo de inicio sino un segundo tiempo, que refiere a un pasado en el que la persona se inserta para hacer su propia lectura como manera identificatoria de su construcción. Lo real es todavía lo no enunciado, se enuncia siempre hacia atrás.

El significante propio pertenece, así, al orden de otros significantes. Ese punto de cruce entre el otro (ora imaginario, ora real) y el Otro (orden simbólico social) nos permite vincular a Lacan con la filosofía y las ciencias sociales. La metonimia del lenguaje —ese Otro—, eje de articulación eminentemente temporal, funciona para Lacan como un efecto oclusivo y nos define en nuestra condición humana. No hay subjetivación sin alteridad.

Una filosofía puesta en acción para la vida cotidiana es una filosofía sujeta a debate y, a mi juicio, en el detalle. No interesan las respuestas sino las repreguntas a partir de los interrogantes, tal vez por una angustiosa esperanza, la de bucear no sólo en nuestra mismidad sino en la del otro. Pero no un “otro” genérico y abstracto, sino cada uno de esos otros y otras a partir de los que continuamos diferenciándonos y reafirmando nuestra subjetividad.

Más a menudo deberíamos preguntar por qué, hoy, todas las personas a la hora de decidir nos comportamos como modelos de propaganda. ¿Por qué solemos hacernos las preguntas inadecuadas, aun a sabiendas de su tópica? ¿Por qué convivimos a diario con la tiranía de los objetos como si se tratara de un mandato divino?

En las sociedades occidentales, el nacimiento de una persona es un espectáculo. No hay boda sin planificador y hasta la muerte se celebra mediante ritos —una de las pocas cosas de este mundo que no se reciclan masivamente (Joel-Peter Witkin, fotógrafo neoyorquino, como cultor de la versión actualizada del dadaísmo, tiene predilección por los cadáveres y las malformaciones humanas, pero de momento parece que venden más las versiones kitsch del paraíso).

A poco que se advierta, a los muertos les enterramos en cementerios alejados de la ciudad: aunque la cultura judío cristiana no le escapa a la muerte en su discurso, la evitación parece ser la moneda corriente en la vida cotidiana de los feligreses. La muerte, uno de los infiernos temidos y, al mismo tiempo, un trance hacia la eternidad, según cómo se la mire.

Desde que madrugamos hasta el merecido sueño conciliador de nuestro ello, nos exponemos a la matriz de comunicación, de la que hoy no rehuyen ni las iglesias. Todas tienen un programa de televisión u organizan encuentros multitudinarios, el mundo busca consuelo. Nadie quiere renunciar al goce. Cuanto más prolongado, mejor. La catarsis y los tratamientos médicos, la new age y el fetichismo religioso, que reproduce imágenes al infinito, ayudan a expulsar los fantasmas. (En apariencia).

Si aun sujeta a la ley moral o a la ética esforzada del día a día, esta civilización de occidente no tiene otra cosa para ofrecernos, algo está escrito en nuestra historiografía para ser leído distinto. Este pretende ser el desafío.

 

Por qué Lacan, qué Lacan y para qué Lacan

Las ciencias sociales y la comunicación se ocupan de los fenómenos humanos, aunque haya respetados autores que admitan una comunicación no necesariamente antropomórfica.2 El cognitivismo y todas sus derivaciones consideran la experiencia humana como una edificación del conocimiento para convivir. Allí es donde entra a jugar la autopoeisis —una construcción que realiza el ser humano para sí mismo en sociedad con el objeto de sobrevivir.

El cognitivismo3 asegura un acercamiento eficaz y cierto del signo social, penetra en el lenguaje de la mente a través de las redes neuronales, concibe el conocer como el resultado de un procesamiento de los estímulos de la percepción y, quizá, es uno de los oponentes epistemológicos más importantes —como protociencia— que las filosofías de la subjetividad deberían encarar hoy para reafirmarse después —de ser posible— como el saber del docto y permanente cuestionamiento —aun de este saber cognitivo.

En este sentido, interesa Lacan como una de las pocas hermenéuticas que nos permiten navegar por entre los intersticios de nuestra subjetiva condición. He ahí una explicación aproximada de por qué recurrir a Lacan frente a la presunta objetividad y al certero conocimiento del cognitivismo y de la ciencia.

Qué Lacan se vincula con las ciencias sociales y la comunicación se contesta, para mí, con el Lacan filósofo. Pero ¿hay un Lacan vinculable a la filosofía? Para Ricoeur (1970, p. 327) el psicoanálisis no es un método de observación sino una interpretación.4 Como la historia, la investigación psicoanalítica permite comprender los aspectos fenoménicos humanos y a través de esta comprensión, se devela una concepción o un modo de ver las cosas.

Por de pronto, la weltanschauung lacaniana no es empírica sino hermenéutica, suponiendo que deba subsistir la conocida diferencia entre pensamiento científico y pensamiento filosófico, con sustento en la división entre ciencias naturales, formales y humanas, en vez de considerar a todos estos ámbitos como lenguajes o relatos.

Lacan, desde una época muy temprana, frecuenta los textos de la escuela francesa de sociología. Durkheim y Mauss son estudiados primero por él, quien aborda a Lévi-Strauss después. Y es partir de este último, que Lacan hará un giro hacia Freud e incluirá en sus trabajos postestructuralistas un retorno a la figura del padre como función esencial para la organización de la familia. (No se olvide del Lacan asociado al imago materna).5

Lecturas apresuradas han creído ver en Lacan sólo a un distinguido inspirador de las asociaciones o centros psicoanalíticos y limitaron el objetivo de sus trabajos a una supuesta readaptación de las personas para evitar los malestares sociales de los que ya había hablado Freud. Por caso, aludirán al Lacan de la clínica —sobre todo al de la clínica deconstructivista norteamericana, que asocia el debilitamiento de las figuras identificatorias familiares con las deficiencias de la subjetividad de las nuevas generaciones. Lacan, empero, evitó suficientemente estas convicciones de pócima sanadora.

¿Cómo entender las sociedades y sus formas de comunicación si no comprendemos de inicio a las personas que las conforman? Más allá de las concepciones organicistas de la sociedad, parece necesario desvelar los mecanismos que subyacen en toda comunicación y de los que ésta se vale para asegurar la eficacia, que invade y trasforma nuestra vida cotidiana. No basta con analizar tal eficacia en el ámbito de las ciencias y de la comunicación porque olvidaríamos comprender qué hace de este peculiar discurso de la eficacia una plaga arrolladora para sus receptores.

Me aclaro: antes de volver a Freud, en su última época, Lacan libera el relato familiar de la función cultural del padre, pues éste también está sujeto al lenguaje. La madre —otra deudora del orden simbólico—, representa la atemporalidad y el terror del goce narcisista. La imposibilidad de alcanzarla sella la falta existencial que contribuirá a la formación del yo, a través del reconocimiento y la separación, en los que está implícita la propia construcción del cuerpo.6 ¿Pero cómo gozar sin un cuerpo, y cómo comprender la vida social si sustituimos el propio por uno impuesto, por el Otro?

Para Lacan, la comprensión se logra a través del pasado, con miras hacia el futuro, pero desde un presente significado. Es la significación permanente del yo la que lo incluye en la alteridad, y este proceso de subjetivación tiene una condición doble: la lectura après coup se tensa con la anticipación del futuro, pues siempre existe una sujeción imaginaria con el otro/Otro, irresuelta; la lógica colectiva hace que la objetividad del alter ego se traduzca en anticipación incierta, siempre. Sobre esa hendidura aparece la falta y su contrapuesto, el deseo. Este deseo es el motor de los imaginarios y de la cultura.

Es que en el desarrollo del concepto de identificación aparece la relación entre el tiempo y el sujeto de la lingüística saussureana. En Écrits, “Subversión del sujeto” (Lacan, Jacques, 1984: v.1, p. 65) se trata del fundamento del deseo, ya no en los términos de una “relación de objeto”, sino en la teorización de la esencia imposible de aquél. El objeto a alcanzar no es un objeto satisfecho y cooptado de la “realidad”, sino que es su falta —o exceso— lo que establece la fórmula de realidad, el real/Real.

En una palabra, la imposibilidad del vínculo fálico con la madre hace que todo individuo experimente la supremacía del orden castratorio. Y es ese principio de imposibilidad el que convierte al hablante en sujeto de deseo. La prohibición del incesto marca, así, una ambivalencia hacia el padre y el peligro de la identificación narcisista con la madre, e instala al individuo en la muerte como condición de finitud.

Y la identificación simbólica se habita en la repetición compulsiva de evitar esos peligros o de minimizarlos, por eso nunca podría haber una adaptación enteramente social, ni a la realidad histórica. He ahí la paradoja de la condición humana, pero la apuesta a futuro de Lacan, centrada en esa misma paradoja, que no encontramos en Freud.

¿Para qué Lacan? inspira la pregunta ¿por qué no Lacan? Hoy conviven cortésmente los estudios culturales, los de género, la historiografía y las sociologías de la vida cotidiana con el cognitivismo, los postestructuralismos, los paradigmas de la complejidad y las teorías holísticas. Parece, entonces, que una visión de la comunicación y de la sociedad desde una lógica de la subjetividad puede contribuir también.

La mundialización se concentra en los medios masivos, que resignifican los objetos, producidos así hasta la saciedad. ¿Por qué esos objetos, resignificados por los medios, se instalan en nuestro imaginario como objetos de deseo “inevitables”? La producción desproporcionada y sin control de la mercancía es el pilar de un sistema económico que nos devora. Entiéndase bien, no estoy presentando una teoría de la comunicación paranoica, sino tratando que se comprenda por qué la comunicación, en las distintas versiones retóricas que ofrecen la publicidad, la moda, el arte pop, las instalaciones, el diseño y la gastronomía, parecen el aliado inconfundible de la globalización voraz que supimos conseguir.

¿Qué cruce de qué subjetividad nuestra y de la del otro/Otro con nuestra demanda constante entorpece la dinámica social? ¿Intersubjetividad, alejamiento o comunicación? A mi juicio, son estas preguntas, todas, que tienen respuestas (y nuevos interrogantes) en Lacan.

 

El “bien” y el amor al prójimo como representaciones sociales de orden

Concebir “el bien” como la ausencia total del daño es una reflexión perteneciente a la literatura maravillosa, si ese valor es pensado antropomórficamente.

La subjetividad es el puente entre lo inmanente y la trascendencia. El otro imaginario, que remite a una persona que nos parece similar a nosotros sobre la base del que percibimos —el otro real— nos zambulle en un análisis espectral que pone en evidencia aspectos imaginarios y reales, pero también simbólicos. El Otro simbólico es la sustancia o humanidad, el conjunto de significantes individuales y sociales, el principio que define nuestra especie, metáfora por tanto de lo inasible.

En definitiva, el otro/Otro es —en su caracterización funcional de aquel al que no podemos acceder a través de ninguna intersubjetividad— lo tan temido. De ahí, el alivio paradójico por no comprenderlo.

Como contrapartida de esta hendidura de lo imposible, lo humano se idealiza en su doble partida de “bondad” y “maldad”, una de nuestras representaciones sociales para permitir una tranquila supervivencia.

Ningún vínculo permite que nos apropiemos de la humanidad del otro. Saludable que así sea, pero le tememos al misterio de la no apropiación y de la imposibilidad del diálogo simétrico con el otro, condicionante por lo demás de nuestra psiqué. Sin embargo, nosotros no asumimos esta imposibilidad ni ese miedo, que cuando irrumpen se convierten en “la Cosa” (das Ding, de la que hablara Freud). Por el contrario, hemos configurado para soportarlo diversas representaciones,7 que van desde los universos de orden hasta los universos de caos, sin descuidar los universos del imaginario.

Los sistemas de regulación social que permiten la convivencia —por eso, universos de orden— están constituidos por distintas representaciones sociales, como la ley jurídica, la moral religiosa, la ética y el reconocimiento de ciertos estatutos: el familiar, el laboral, etc., amén de ciertos simulacros sociales que construimos y hemos aceptado para relacionarnos merced a la costumbre, la jurisprudencia, los relatos religiosos, vecinales, de familia, etc.

Los universos de caos se construyen mediante las regulaciones de ciertas trasgresiones admitidas, como la artística, los deportes, las performances de concurso, etc.8

Los universos del imaginario, que podrían llamarse también de ataraxia, pues instalan emociones bastante parecidas a la visión edénica y de purificación luterana —o, por lo menos, a ese estado que designa la palabra griega de serenidad pura—, son aquellos que nos transportan a un mundo perfecto o de total esparcimiento o despreocupación y desempeñan el grato rol intermedio de entretenernos de nosotros mismos y de la pulsión de muerte. Aunque, de vez en cuando, se cede el paso a alguna visión infernal no ataráxica en el imaginario, como ocurre con el género de la narrativa o cinematografía del terror, la otrora llamada “literatura basura”, las distintas versiones del feísmo, dadaísmo, el llamado “gótico” como estilo de vida urbano, etcétera.

La cuestión radica en preguntar, respecto del tema que nos ocupa, cuándo aquellas regulaciones o universos de orden comienzan a funcionar —si no lo hacen siempre— como “objetos-a” lacanianos.

El concepto del “objeto-a”, fue elaborado por Lacan hacia los años sesenta en su Seminario XX casi en forma matemática y es el sustituyente de lo que yo llamaría el instinto humano de desarraigo (no terminamos por amar ni odiar nunca del todo). El objeto-a no se encuentra en lugar-del vacío existencial ni de la Cosa, ni tapa los agujeros de la existencia, sino que tiene implicancia con el deseo, tal cual lo entendió el psicoanalista, es decir como una forma de búsqueda permanente, en oposición al goce psicótico, que nos hace pulsar, nada más.

Dentro de la concepción filosófica de Lacan la adaptación a la sociedad no puede suceder mediante una interacción directa. Presupone una tercera instancia, una mediación que evite el drama de Antígona o que nos convirtamos en los ciudadanos clonados de una nación híbrida y de laboratorio. He ahí la vinculación posible de Lacan con la filosofía, la comunicación, las ciencias sociales y hasta el derecho, si se piensa que una de esas terceras instancias entre la faz del yo y la del otro real se encuentra en la construcción del sistema normativo y judicial.

¿Qué papel juega en todo esto el prójimo/próximo, un Nebenmensch que nos significa como la imagen especular del otro, oculto en el abismo de la Otredad simbólica y radical?

¿Qué es este instituto de la cultura cristiana, que nos obliga a respetar a los demás —aun conscientes de que les tememos—, en una especie de lazo de fraternidad asegurada? Como autorregulación de orden, parece que ante el dilema de odiar o amar al otro, preferimos cumplir con la moral cristiana y amarlo sin restricciones, ayudarle, contemplarlo. La pregunta continúa sin contestación: ¿es Dios amor o el amor, divino? Porque si no amamos a ese otro real como a nosotros mismos, todavía queda la posibilidad del amor que Dios nos y le promete al prójimo.

Si consideráramos que el amor mismo es divino, el amor al prójimo —más próximo— se debería demostrar en los detalles y en el aquí y ahora de nuestras vidas.

Lo que motiva este trabajo es comprender cómo funciona esta representación de orden.

 

El amor al prójimo como fenómeno social: una lógica perfecta para la evitación

Nótese que no hablamos de “prójimos” ni de “prójimas” y que rehuimos hablar de “próximo”. Si la lengua habla por nosotros, el uso del sustantivo abstracto resulta anticipatorio.

En materia jurídica, los derechos procesales suelen contemplar las llamadas “medidas cautelares”, que se interponen preliminarmente al proceso. Si el juez las dispone, se obtiene el mantenimiento de un statu quo de cosas o de situaciones (verbigracia, medidas de no innovar) que motivaron el pleito,hasta tanto recaiga una sentencia definitiva. Consiste, jurídicamente, en una manera de contemplar la equidistancia de las partes durante el proceso cuando una de ellas se encuentra en una situación de mayor ventaja o la situación que motiva tal proceso puede provocar un daño inmediato e irreparable en detrimento de una de las partes, que no puede esperar los efectos de la sentencia definitiva.

La paralaje es una visión lacaniana del objeto por desplazamiento que estudió Žižek9 (“Violencia en acto”, 2005, p. 14) en profundidad, sin descuidar a Kant. Con esa visión, que al desplazar el objeto logra que descubramos sus partes contrarias, considera Žižek que hablar hoy de la resistencia del pueblo de Israel al mensaje de Jesucristo no es relativizar la deficiencia del poder temporal del padre de la iglesia cristiana, sino meterse en la apertura misma de la carne del sacrificio, que es lo que ha logrado la simbolización, siempre expandida y posterior del cristianismo. Y si este poder del padre de la iglesia crece es, precisamente, por el exceso de pérdida de quienes decidieron no seguirle, lo que a su vez produce una cierta pérdida en el exceso de la autoridad eclesiástica de hoy, que a su vez resignifica el sacrificio (ver Žižek, 2005, pp. 88/89).

Ser el pueblo elegido, por caso, no otorga derechos sino que asegura obligaciones, y esta paralaje nos permite comprender en su dinámica la conducta humana.

Con este ejemplo se puede ver, más allá de la creencia religiosa de unos y otros, que ningún fenómeno que interese a las ciencias sociales y a la comunicación como práctica social, puede entenderse en su justa medida si no se mantienen también sus variantes intrínsecas. Esto, debido al proceso de significación humana, que no expele totalmente una cierta opacidad del signo.

En la mismidad humana (y su conciencia) se encuentra una contradicción irresoluta. Y el mundo nos habita como humanos. Por tanto, los fenómenos sociales —al pertenecer a la dimensión de nuestra imposibilidad y origen castratorio— no deberían estudiarse con pretensiones reduccionistas, ni tampoco a través de análisis superatoriossolamente. Eso sería castrar nuestro horizonte reflexivo.

No caeré en la confusión de sostenerme en el primer Lacan que en “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” (Lacan, 1953, disponible en http://www.litura.terre.org/Iletrismo-Funcion_y_campo_de_la_palabra.htm) llegó a reconocer que el sujeto es esclavo del significante. Esto no condice con su noción posterior, omnisciente, de un algo imposible que se encuentra más allá de la simbolización y que —en todo caso— es principio fundante, como la libra de carne por la que se jugó erróneamente el mercader de Shakespeare.

Es que lo real/Real, o das Ding (la cosa freudiana) es esa insoportable levedad de la que huimos, aunque la limitación aparece siempre en nuestras vidas, sea por nuestros excesos o debido a nuestras omisiones. Puede ser un gesto, una vivencia, algo no logrado u obtenido pese a nosotros, lo monstruoso que nos acerca a nuestra dimensión falible.

El “ama al prójimo como a ti mismo” cristiano interesa a las ciencias sociales y a la comunicación, pues nos regula socialmente en un universo de orden, que nos permite convivir con otros, diversos. Pero esa regulación de orden, perteneciente al ámbito de la ley religiosa, tiene un efecto cautelar. Véase cómo se articulan las obras benéficas y cómo se ejecutan en los países de altos niveles de corrupción los préstamos mundiales “contra” la pobreza. Tienen que crearse fundaciones locales o extranjeras para controlar que los más próximos a esos préstamos o recaudaciones —que no son el prójimo ni los prójimos— no puedan verse ilegítimamente beneficiados con lo que no les pertenece.

Los prójimos, así, no se encuentran próximos a nada. El mandamiento religioso actúa, como práctica social, como un relato para el objeto-a, es decir como una construcción evitativa del vacío que nos provoca la otredad del otro real. Nos mantiene alejados convenientemente del otro al que tememos, porque nos recuerda alguna falta o exceso propios —aun cuando encorsetemos a ese otro real en un otro imaginario (el otro al que nosotros le atribuimos, por analogía, nuestros defectos o cualidades).

La versión agnóstica y sofisticada del asunto sería la “tolerancia” multicultural, que tampoco es análoga a la convivencia con los otros reales, distintos de nosotros, próximos a nuestra cultura aunque difieran de ésta.

 

La subjetividad como el riesgo de asumir la construcción de una esperanza

La comunicación nos ha hecho perder de vista nuestra humanidad, en su eficacia hemos delegado convenientemente nuestras vidas. Es que, hoy, vivir es un perpetuo “inevitable” y la espiritualidad se consume localizada, por horas y como mercancía. Si se nos preguntara cuántos minutos diarios dedicamos a pensar-nos, y a meditar (acerca de Dios, una idea de dios, o lo que trascienda nuestra inmanencia —según seamos creyentes, creedores o ateos), probablemente se contestaría que ninguno, no hay tiempo ni ganas, muchos problemas. Entonces dejamos que el Otro piense por nosotros y nos quedamos, contentos, atrapados en el lenguaje, muchas veces sólo de la eficacia, del que desde luego nunca participamos activamente sino a través de reglas y códigos preestablecidos.

Si Lacan descubrió el valor del lenguaje para la construcción del yo, y del otro/Otro, nosotros deberíamos pensar en la subjetividad para rescatarnos de la trampa de los lenguajes y de todas las representaciones sociales que se nos aparecen como sagradas, forzosas e inevitables. Los estudios sistémicos se ocupan de las sociedades, ocupémonos nosotros de nosotros.

Un ejercicio ético del amor al prójimo, para mí, no es intentar comprender al otro imaginario —el construido por la cultura—, sino a esos otros reales que están y se nos diferencian, mal que nos pese. Es riesgoso, y hasta imposible, vincularnos intersubjetivamente, pero la paradoja de arriesgarse, aun a sabiendas de esto, consiste en animarse haciendo de cuenta que es posible, cuanto menos, una subjetividad compartida. Esa propuesta está encaminada hacia el deseo, no golpeada por el goce.

En esta esperanza estriba la riqueza simbólica de nuestro lenguaje, es lo que nos hace humanos y nos diferencia de las máquinas perfectas de Terry Gilliam en aquella película Brazil y de los jovencitos sorprendidos de Hailsham, del Kazuo Ishiguro de Nunca me abandones. Así leo a Lacan.

Lo peor que puede sucedernos es creer que amamos a los otros reales porque amamos a un prójimo, no próximos ni “prójimo” próximo, es decir —en definitiva— a otros imaginarios, como los que nos construyen a diario los medios masivos: modelos perfectos, lánguidos y fríos como las sirenas de la mitología, o menos lánguidos y más cotidianos —según la estética del mensaje—, todos, en definitiva, modelos de la comunicación, que sólo están presentes en nuestra cultura —no sólo como relatos—, sino como objetos-a, es decir como meras representaciones que nos mantienen en orden y alejados de la otredad, y de nosotros mismos.

Como se preguntaba Lacan: ¿se debe optar por el lugar del goce, aunque éste permanezca “vacío”, o se debe intentar un amparo mentiroso en el semejante tan sólo para renunciar a un goce propio, que vuelve? Preguntas que sólo pueden responderse desde la ética, no sólo la del psicoanálisis.

 

Notas

  1. Mi interpretación de Lacan está lejos de los psicoanálisis deconstructivistas norteamericanos, para los que un relato après coup superaría el trauma inicial. No hablo de “relato” en sentido de pócima curativa, sino de una manera de comprender al sujeto como una no-identidad o una entidad inasible a partir del otro.
  2. Piñuel Raigada, José Luis y Lozano Ascencio, Carlos. Ensayo general sobre la comunicación, Paidós, Barcelona, 2006, págs. 58 y s.s. En especial, interesa la conceptualización de estos autores a partir del instituto de la “autopoeisis” de Maturana y Varela y su relación con la biología.
  3. Recomiendo como introducción: Fodor, J. (1985). La modularidad de la mente. Madrid: Morata (Ed original 1983). Ver también: http://www.magarinos.com.ar/Rastier.htm. Asimismo, Magariños, Juan Ángel. A mero título orientador, Los fundamentos lógicos de la semiótica y su práctica, Buenos Aires: Edicial, 1996. El signo: las fuentes teóricas de la semiología: Saussure, Peirce y Morris, Buenos Aires: Hachette, 1983. Asimismo: www.magarinos.com.ar y www.semiótica-on-line.com.ar.
    Maturana, H. y Varela, F. De máquinas y seres vivos, Santiago de Chile: Ed. Universitaria, 1973.
    El árbol del conocimiento. Las bases biológicas del conocimiento humano. Madrid: Debate, 1962.
    Moles, A. y Frank. El concepto de información en la ciencia contemporánea, México: Siglo XXI, 1966.
  4. V. también: Fernández, Sergio P. Epistemología y psicoanálisis 2. ¿Ciencia, hermenéutica o ética? Disponible en Web, 3 pág. en: http://rehue.csociales.uchile.cl/publicaciones/moebio.
  5. Zafiropoulos, Markos. Lacan y las ciencias sociales. La declinación del padre (1938-1953). Buenos Aires: Nueva Visión, 2002, pág. 15 y s.s.
  6. Acha, Omar. “ ‘Cette chose que je déteste’: Jaques Lacan y la historia”. Universidad de Buenos Aires: Revista Litorales, 2004, año 4, Nº 4.
  7. “Representación” constituye un proceso de culturización por el que las personas, a través de la cognición o de imágenes, nos separamos de los estímulos inmediatos. Nos mediamos así con la naturaleza, las personas y los objetos. Ver, Piñuel Raigada, José Luis y Gaitán Moya, Juan Antonio. Metodología general. Conocimiento científico e investigación en la comunicación social. Madrid: Síntesis, 1995, entre otros trabajos de los autores mencionados.
  8. Es curiosa la aparición de contraculturas urbanas como la gótica, que a mi juicio manifiestan una violencia reprimida, o sectas religiosas que nos recuerdan otras culturas tabúes para los occidentales, como el canibalismo y todos los rituales de muerte que no están legitimados socialmente.
  9. Žižek, Slavoj. Violencia en acto. Buenos Aires: Paidós, 2005. Arriesgar lo imposible. Conversaciones con Glyn Daly. Madrid: Editorial Trotta, 2006.

 

Bibliografía

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