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El bisturí

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Sales del edificio y el sol te hiere los ojos obligándote a cerrarlos. Te proteges con una mano haciendo de visera mientras con la otra te alzas el cuello de la gabardina. Es primavera y hace buena temperatura, pero sientes frío en los huesos. Bajas las escaleras y te acercas a la parada de taxis; en el último instante decides caminar.

Siempre te ha gustado caminar por las calles de Málaga bajo el sol, pero hoy es distinto, no caminas por gusto sino para cumplir una tarea que te has impuesto. Deambulas, callejeas sin precisión, desorientado por la luz excesiva —han sido demasiados días de hospital— y la debilidad. Llegas a los jardines de Picasso y te sientas unos minutos en un banco, a la sombra de un olmo enorme con corazones y nombres rasguñados a navaja en el tronco. Carlos y Mónica, Jonathan y Ana. Piensas con una ligera sonrisa que al final serán Carlos y Ana y Jonathan y Mónica, pero sólo un tiempo; después serán sólo Carlos y sólo Ana y sólo Jonathan y sólo Mónica. De sobra sabes que ellos acabarán sabiéndolo sólo cuando ya no tenga remedio. Y piensas que cometerán el error de arrepentirse, modificando así el pasado —esto, recuerdas, es de Oscar Wilde—, trastocándolo hasta el punto de que un día no quedará una sola marca en el tronco del viejo olmo, que nunca debió ser herido por manos que antes de saberlo ya mentían; que al final las heridas a él infligidas sólo serán un desleído reflejo de las más profundas que habrá en los corazones de quienes grabaron sus nombres a cuchillo donde no hacía falta.

Sigues tu caminar impreciso, encuentras el portal que buscabas, llamas al interfono.

—¿Quién es?

—Soy yo, Antonio —contestas con voz trémula, recuerdas que casi no has hablado en semanas y ahora te cuesta—, ¿puedo subir?

Se hace un silencio eterno en el interfono, te secas con un pañuelo las gotas de sudor que caen sobre tus ojos.

—Mejor que no —responde al fin la voz nasal de hombre—, Adela está esperando a unas compañeras de trabajo para almorzar. Yo tengo que cuidar del niño. ¿Qué quieres?

—Hablar un poco, sólo eso.

—Pues habla.

—Es que así es muy frío, déjame subir sólo un momento, seré muy breve.

—Ya te he dicho que no puedo, di lo que sea por el interfono.

Sonríes con pena. Tu propio hermano no quiere recibirte. Reprimes el impulso de marcharte y haces acopio de valor.

—Ernesto, ¿tú crees que en el fondo he sido una buena persona? Hemos crecido juntos, tal vez me conozcas mejor que nadie. Necesito saber si he sido una buena persona, tienes que decírmelo, por favor.

De nuevo el silencio opresivo que te hace sudar más que el calor. Respiras con dificultad, jadeas, te limpias con el pañuelo pero te embozas enseguida con la gabardina para combatir el frío que te traspasa.

—Oye, mira —dice la voz—, estas no son maneras, Antonio, de verdad, es que contigo no hay quien pueda. Mira, oye, llámame a la oficina y tomamos un café. Allí hablaremos.

—No me queda tiempo para cafés —contestas y prosigues tu camino. A los pocos metros oyes la voz del interfono ya lejana y apagada.

—Pero, ¿tú no estabas en el hospital?

Sonríes de nuevo y sigues caminando. Te coges el vientre y te doblas un poco. Tu cara se agria por el dolor y el sudor empapa tus cejas y tus párpados; apenas consigues ver. Te limpias con el pañuelo mojado y te apoyas un momento contra la pared. Respiras profundamente varias veces. Notas palpitar las venas en las sienes y en el abdomen. Debes continuar, te queda poco tiempo. Sigues por la Alameda tu recorrido errático y renqueante, tropiezas varias veces con baldosas mal niveladas o descolocadas por el paso del tiempo y de la gente que siempre atiborra esa calle principal de tu ciudad. Te detienes frente al escaparate de una joyería y contemplas un collar, piensas lo bien que quedaría en el cuello de Laura, ese cuello largo y pálido surcado de venitas azulinas que tanto te gustó. Haces el amago de entrar en la joyería pero recuerdas que no llevas dinero encima, ni siquiera documentación.

Echas a andar ahora con paso más firme bajo el sol mordiente del mediodía malagueño, la mano izquierda aferrada a la gabardina a la altura del pecho, como queriéndola aplastar contra tu cuerpo; la derecha, cruzada sobre el abdomen. Llegas al Paseo de Reding, contemplas las casas de construcción antigua y señorial, pequeños palacetes habitados por la clase más pudiente. En uno de ellos vivías tú con Laura y los gemelos, hace años, antes de que todo se torciera. Te propones insistir con firmeza para que Laura te deje entrar pero no hace falta: ves que está a punto de subir al coche con los niños.

—¡Laura! —gritas y tu voz se quiebra al final. Ella se vuelve y observas blanquearse sus mejillas, te contempla un instante con la boca abierta y, reaccionando de inmediato, hace subir al coche a los gemelos.

—¡Dios santo! ¡Antonio! ¿Qué quieres ahora? No vas a dejarnos vivir en paz; es eso, ¿verdad?, no vas a parar hasta que ocurra una desgracia.

—No, por favor, Laura, no es eso, créeme, sólo quiero hacerte una pregunta.

—Sabes muy bien que tienes una orden de alejamiento. Si llamo a la policía te meterán en la cárcel —y esgrime el teléfono móvil ante tu cara, como si fuera un arma.

—Por favor, Laura, he salido hace unas horas del hospital, estoy débil, no tengo fuerzas, no soy una amenaza para nadie. Necesito que contestes a una pregunta, sólo eso, después me marcharé y no volverás a verme, te lo juro por nuestros hijos —y tratas de adivinar sus rostros a través del cristal ahumado del coche; consigues ver un par de narices aplastadas contra la luna trasera del vehículo.

—Tengo que llevar al colegio a los niños, ahora no tengo tiempo para preguntas, llama por teléfono después.

—No hay un después para mí, Laura, tiene que ser ahora, por favor —notas la calidez de las lágrimas que resbalan por tus mejillas y ya no te contienes, lloras como un niño perdido, suplicas—, sólo una pregunta, por lo que más quieras.

La ves dudar, tiene abierta la puerta del conductor pero detiene el movimiento de introducirse en el coche, se queda parada en esa incómoda postura, una pierna dentro y la otra fuera, apuntalando el equilibrio con las manos, una sobre la puerta abierta, la otra sobre el techo.

—Que sea rápido, voy con retraso —saca la pierna del coche, se queda mirándote con enojo.

—Laura, hemos vivido juntos más de seis años, me conoces muy bien. Yo lo que quiero saber es si a pesar de todo, en el fondo, tú crees que soy una buena persona.

Ves arrancar el coche a buena velocidad, casi quemando rueda. Te sientas en un banco, a la sombra de un tilo y sacas del bolsillo de la gabardina el maldito papel, el que se le cayó esta mañana a la enfermera tras revisarte y que tú, antes de que se diera cuenta ella, tapaste arrojando una almohada al suelo y recogiéndola, junto al papel, antes de que ella lo hiciera (“no se moleste, ya ve que estoy ágil todavía; sí, ya sé que no debo hacer esfuerzos, no se volverá a repetir”). Ese papel que te dijo lo que no te dijeron los médicos cuando les preguntaste, y que siempre evadieron la respuesta preguntándote a su vez si tenías familiares cercanos que pudieran ir a verte, que preferían hablar con ellos primero. Ahora sonríes pensando en esos familiares cercanos, en lo dispuestos que se habrían mostrado a ir a verte. Sabes bien que ellos sabían que estabas internado desde hacía semanas, todos tus conocidos lo sabían. Ninguno te visitó. Los ojos llorosos de Laura, mitad iracundos, mitad apenados, te han hecho comprender hace un momento que ella es la única que tal vez se lo había pensado, pero había decidido no hacerlo, como decidió no contestar a tu pregunta con palabras: su mirada inequívoca lo dejó todo dicho antes de introducirse con rapidez en el coche y salir huyendo de tu vida. Una vez más. La última, piensas mientras intentas sonreír sin conseguirlo.

Paseas por el parque a solas con tu desesperanza. Miras a los patos en el estanque, a los niños jugando en los columpios, al cielo limpio del atardecer. Sientes el frío con violencia dentro de tu cuerpo, te aferras a la gabardina y te proteges el vientre con el brazo. Se levanta una suave brisa que seca tu cabello mojado y te permite respirar hondamente. Sales del parque y te sientes mejor lejos de la penumbra de los árboles. Tu andar rengo y arrastrado se acentúa a medida que se acerca el crepúsculo. Te encaminas hacia ninguna parte, sabiendo que tu tiempo se acaba; y no obtienes respuesta a tu pregunta. Tanto penar para una mísera respuesta que te niegas a vaticinar porque intuyes que sería una presunción certera y eso te da pavor.

Pasas, ya casi de noche, frente a El Corte Inglés, que anuncia en grandes carteles adosados a las paredes del edificio las maravillas que se pueden adquirir en primavera. Será la primavera del próximo año, piensas, porque estos van siempre con varias estaciones de adelanto. Un perro sarnoso se cruza contigo, lleva el rabo entre las piernas y ves en su mirada la misericordia que no has visto en las de tus congéneres, que se apartan de tu camino como si fueses un apestado. Sientes la curiosidad de ver tu imagen reflejada en un escaparate pero desechas la idea. Sabes que debes de parecer un pordiosero, no hace falta que te lo confirme ningún espejo. Eso está bien, te dices, porque es lo que te sientes por dentro, un pordiosero, así que tu apariencia no es mas que el reflejo de tu realidad.

No quieres admitir la derrota y decides quemar un último cartucho. Te encaminas hacia el pub Gwendal, que frecuentas desde hace casi veinte años. Allí tienes amigotes y camaradas de barra siempre dispuestos a reír tus chistes, sobre todo cuando además pagas las copas. Está casi vacío, todavía es temprano. El propietario está terminando de limpiar. Te sientas en la barra.

—Fíame una copa, Vicente.

—¿Así estamos? ¿Pero tú no estabas en el hospital?

—Me han dado el alta.

—Pues tienes mala cara, estás blanco como la cera.

—Es que me falta sol.

Te sirve un whisky con hielo que apuras de un trago. Sientes una punzada en el abdomen y te encoges, pegando la frente en la barra. Te llevas la mano al vientre, como sujetándolo.

—¿Te encuentras mal?

—No es nada, todavía estoy un poco débil, se me pasa enseguida.

—Pues yo te veo mal.

—Te digo que no es nada. Oye, Vicente, si te pregunto algo ¿me responderías con sinceridad?

—Depende.

—Tú nunca te mojas, ¿verdad?

—Yo sólo soy un camarero, si buscas consejo espiritual ve a ver un cura.

—Gracias por tu sarcasmo, pero va en serio, ¿responderías de verdad, con el corazón en la mano, a una pregunta?

—Joder, qué solemnidad, venga, pregunta.

—Llevas más de veinte años detrás de la barra, has visto de todo, calas a la gente en cuanto la ves, eres como un psicólogo, no, más, porque los borrachos no mienten; aquí las he pillado de cuadritos, me conoces, lo sé. Ahora escucha y responde con sinceridad, ¿crees que soy buena persona? No digo un buen colega de borracheras, sino buena persona de verdad, ¿lo crees? —hay súplica en tu mirada aunque tú no te des cuenta, estás quemando tu último cartucho.

—¿Se te han cruzado los cables? —se muestra preocupado, titubea—, ¿te pasa algo serio? —de repente se relaja—, me estás vacilando, capullo.

Le miras con cansancio a los ojos, una mirada desprovista de matices, vacía, como de yonki o de zombie. Al cabo de unos segundos, tal vez minutos, contestas.

—En mi vida he hablado más en serio.

Sientes que él sabe que es verdad, ves un destello de alarma en el fondo de sus ojos, está nervioso de nuevo, aparta sus ojos de los tuyos y finge seguir con sus tareas.

—Te repito la pregunta, Vicente, ¿crees que he sido una buena persona? Son muchas noches juntos, me has visto borracho y llorando, sabes cómo soy, ¿puedes responderme, por favor?

—Mira, Antonio —dice tras dejar la bayeta y encararte—, cada uno es como es y no hay que darle vueltas. La vida es corta —sentencia señalándote con un índice acusador—; disfrútala y déjate de filosofías.

—Gracias, muy amable —susurras y esbozas, ahora sí, una de tus sonrisas.

—Y vete a casa a descansar, que pareces un muerto.

Sales del bar con el dolor reflejado en tus facciones, trastabilleas y te cuesta recobrar el paso, caminas por caminar, te pierdes en laberintos de calles, piensas que es gracioso perderse en la ciudad de uno. No quieres preguntar a nadie, tu camino está próximo a su fin, lo sientes en tus huesos, en tu abdomen, en todo tu cuerpo que parece un títere que va perdiendo los hilos que lo mueven. Tus miembros ya casi no responden, son migajas, casi restos. Vomitas contra una pared. El vientre te arde pero sigues sintiendo frío, un frío como nunca hubieses imaginado que se podía sentir.

—¿Estás chungo, colega?

Son cuatro, la luz turbias de la farola arranca destellos en sus chamarras claveteadas y en sus cabezas con reflejos engominados. Forman un semicírculo que te encierra. Te yergues y miras más allá de sus figuras chulescas y reconoces el barrio, La Trinidad; has venido alguna vez a pillar algo, con algún amigo que conocía a alguno que pasaba tema; sabes que no se debe andar solo por esas calles de noche. Apoyas la espalda en la pared, tratas de relajarte.

—¿Qué queréis? No llevo nada encima.

—¿En serio? — pregunta el más gordo acercando su cara a la tuya. Los demás esperan tensos, casi sientes su miedo, sus nervios agazapados, sus músculos rígidos y a la espera.

—En serio, miradme, no valgo la pena —pero sonríes, esta vez con tu sonrisa de siempre, con la de antes: una sonrisa que pide guerra.

Sientes punzadas de dolor por todo el cuerpo, caes y te encoges en el suelo, en postura fetal, recibes patadas en la espalda, en las piernas, en la cabeza desprotegida porque tus manos, instintivamente, se aferran a tu abdomen. Al poco tu sistema nervioso se afloja, ya no te duele tanto, sientes los golpes como a través de un colchón; no sufres. Te zarandean y paran, abres los ojos, ves las estrellas y la luz mortecina de la farola. Te registran, notas que te tiran de la gabardina, buscan lo que no tienes para ellos. A cambio, uno, el más bajo y aniñado, saca el papel, ves turbiamente cómo lo lee, tú le acompañas murmurando las palabras que has leído cien veces esa mañana, las recitas susurrando: “Antonio Rengel Vargas, 38 años. Diagnóstico: tumor maligno en la base del páncreas con metástasis en hígado, estómago y pulmón izquierdo. Pronóstico: de dos a cuatro meses”. Ves la cara de estupor del chaval.

—Tíos, vámonos, dejadle y vámonos, ¡venga!

—Espera, tronco, no hemos acabado —dice el gordo. Te abre la gabardina a tirones, luchando con tus dedos engarfiados en los bordes, al final claudicas y dejas de resistir, te aflojas y abres los brazos, los apoyas extendidos contra el suelo.

—Hostia, tíos, el nota está desangrándose —oyes que dice uno, tratas de localizar la voz pero tus ojos no responden, ves turbio.

—Fijaros —dice otro—, lo han apuñalado.

Acercas titubeante tu mano derecha al abdomen, localizas el mango del bisturí y sonríes tosiendo sangre, lo aferras y das un tirón con el resto de tus fuerzas. Mana tu sangre desbocada, liberada al fin.

—Decidme una cosa —susurras apenas, no te queda aliento—, por favor. Es importante —ellos se ponen nerviosos, hablan de salir corriendo, tú agarras al que está más cerca por la pernera, es el más joven, el que ha leído el papel.

—Dime una cosa, por favor —tu voz ronca, agónica, suena fúnebre, el chico trata de soltarse pero tú sacas tus últimas gotas de energía y lo sujetas fuerte—, por favor, sólo una cosa —el chico te mira, sereno de repente, quieto—, ¿crees que soy una buena persona?, por favor —tu vista se nubla y te sientes en calma, sabes que vas a morir. El chico da un tirón y se zafa de tu presa, sale corriendo. Tu vista se apaga por momentos, te relajas y te dispones a dormir.

—Señor, señor —oyes la voz y abres con esfuerzo los ojos, es el chico de nuevo—, señor, yo, yo... creo que es usted un buen tío, se le ve en los ojos, y en su sonrisa —el joven se aleja mientras, en tus labios, la muerte dibuja una sonrisa de serenidad.