Artículos y reportajes
Gustavo Tatis GuerraGustavo Tatis Guerra
He venido a ver las nubes: la poesía como ofrenda

Comparte este contenido con tus amigos

Existen diversas formas de la herejía. Gustavo Tatis profesa una de las más extrañas: la levedad en tiempos de gravidez y de ruido. Dentro de las lindes de la poesía del Caribe colombiano sigue así ese trazado en que esplenden y asordinan Oscar Delgado, Meira Delmar o Fernando Linero, y que encuentra su más alto registro en Giovanni Quessep. Es decir, dentro de esa tradición de carácter analógico que constituye uno de los más ricos cauces de la imaginación caribeña. Porque el Caribe como estética hay ante todo que entenderlo como diversidad y oscilación. Sobre esto tal vez no se haya insistido lo suficiente.

He venido a ver las nubes, se titula el último trabajo de Gustavo Tatis.

Confieso que me causa cierta perplejidad la tajante convicción que encierra la declaración que encierra este título. Pudiera parecer elemental y acaso ingenua. ¿Quién, “impunemente”, puede declarar este manifiesto aéreo de la vida? Cosas de poeta dirá el uno... de poeta romántico, enfatizará el otro. Pero, ¿poeta romántico a finales del siglo XX e inicios del XXI, es decir, en el paroxismo de la desromantización del romanticismo que implica la modernidad literaria? ¿Ingenuidad o valentía? En principio, elijo la segunda posibilidad.

Se trata de una deliberada insistencia que aflora desde las dos líneas inaugurales de su primera publicación Conjuros del navegante:

“Como el país de las nubes / así es mi corazón...”.

También allí, en ese primer poema, se encuentran las claves de este último poemario, donde el sujeto imaginante/imaginado se percibe como:

“un niño que descubre las estrellas / en un aljibe de agua que llora”.

Sin duda en esta frase-título se concentran los rasgos singularizadores de una poética. Su valor ético-estético radica, en gran medida, precisamente en declararlo a finales del siglo XX e inicios del XXI y no en otro momento: palabras para nombrar, para arriesgar la belleza en medio de la fragmentación y de la ruina. El tiempo de la muerte es también el tiempo de la canción. ¿Es posible orfear? Se pregunta trágica, serenamente Eugenio Montejo en algunos de sus bellos poemas; y desde los laberínticos juegos de resonancias del misterioso espacio de muchos pisos de la imaginación poética, Gustavo responde: sí. Porque Gustavo bien podría decir —es lo que está diciendo, es lo que nos esta pidiendo que digamos con él— hermano sol, hermana lluvia, hermana mariposa que donas tus colores sin que lo merezcamos, hermano árbol oración incesante del verde y la espesura, en fin, hermana muerte...

¿Ingenuidad o valentía?

En principio, elijo también la primera posibilidad. Ingenua, sí, extraordinariamente ingenua. Es decir, que emerge desde una profunda inocencia. Y cuando uno dice inocencia, en el contexto de la literatura del Caribe, no puede evitar pensar en la inocencia marcada por el fuego de Rojas Herazo. Desde luego, no se trata de esa agónica inocencia declarada obsesivamente por Rojas Herazo; se trata de otro orden de la inocencia, venida, vertida de otros rumbos. Digámoslo de una buena vez: se trata de una inocencia franciscana. En efecto sólo el mínimo y dulce Francisco de Asís podría declarar humilde, olímpicamente: he venido a ver las nubes; este es mi testimonio sobre la tierra; mi testimonio es el canto, el canto que también conoce el lugar sombrío y que exorciza su malignidad con la dulzura de la luz. Una luz de agua. No luz calcinante, no el mediodía inclemente de la luz... Personajes como Honorio Tatis (hermoso homenaje al padre), el monje Kevin o Marcelino Berthel son seres que dan cuenta de este franciscanismo.

La íntima vocación de esta palabra es la ofrenda. Su designio: la epifanía. Su imagen fundante es el ojo de agua que mana desde lo invisible. Este mundo regido por la analogía es ante todo un mundo que fluye. El ser que mora en estos poemas es “el que escucha la voz de las aguas”, el encantado por el agua. El poema que abre el poemario, en efecto lo hace bajo el signo del agua. El poema fluye como una serie indecisa y heteróclita de respuestas a la pregunta ¿Qué podrá salvarte? Pero la última insinúa la respuesta que busca el poema, la punta de la madeja en el laberinto de palabras que él mismo construye:

“el ojo de agua como un misterio que no cesa”.

“He venido a ver las nubes”, de Gustavo Tatis GuerraEl valor del agua se ve particularmente activado por el verso que le antecede y se anuda al último en virtud de su opuesta simbología:

“el deseo y la sed en el desierto”.

Pero el agua que viaja por estos poemas no es agua de río, como pudiera pensarse dados los orígenes sinuanos del autor. Tampoco es agua de mar, tan propensa al simbolismo del Caos. Es agua pequeña. Es agua de aljibe, de cántaro, de poza. Ante todo es agua llorada, que mana o brota de la tierra o bien se desborda del otro Sinú, del Sinú del cielo, en forma de lluvia. El ojo suele ser un símbolo solar, pero por la alquimia que opera desde el agua el simbolismo se invierte y se transforma: es ojo de agua. El flujo imaginante de esta agua es tan intenso que incluso hace acuático el desierto; en realidad, este es su destino secreto. Todo esto dicho se puede apreciar bellamente en el fragmento final del poema “El desierto”, cuyo hablante es Marco Polo:

“(...)
Vi a un niño entre los viajeros
dibujando un aguacero sobre las hojas de un bosque
vi mis huesos blancos, dispersos
el cielo, el amor como ojo de agua
manando de lo invisible
vi mis alas desplegadas
¿quién soy? —me pregunto ahora
oyendo las arenas que cantan
¿Quién soy sino un rey encantado
por tu espejismo?”.

Por la marca de agua que imprime la noción de espejismo (especialmente por lo menos evidente que es respecto de las otras marcas) las arenas del desierto se revierten: son arenas cantoras. Pero “el que escucha la voz de las aguas”, el encantado por el agua es, en esencia, el niño que juega con ella, y, ya terrestre, ya celeste, en ella arraiga su pureza. Y así, es como si la contemplación del mundo y el mundo imaginado irradiara desde una mirada niña. De este modo cuando el motivo luminoso del Reino, asociado a la infancia, como instancia intemporal, mítica, se llena de resonancias evangélicas y escatológicas es la figura del niño la que permite enlazar las imágenes del hombre y Dios, como ocurre en el poema “Evangelio”, donde la dimensión de la niñez se potencia en esplendor de pureza a partir de la invocación del poderío de lo pequeño en la imagen neotestamentaria del grano de mostaza; aquí el hablante es ambiguamente Cristo o un hombre cualquiera devastado por el amor:

“No comprendiste mi amor
tan doloroso como la ofrenda
de mis manos
abandonaste al niño
que dormía en el fondo de mis ojos
cubriste mi desnudez
con la túnica de la muerte
me dejaste solo bajo la
luz del cielo
en la tempestad
olvidaste que mi pureza
cabe en un grano de mostaza
que mi alma vuela sobre las aguas”.

Esta agua es agua-luz, agua-amor, agua mínima y penetrante que todo lo dulcifica, se podría decir: el agua escenificada como Nuestra Señora de la Infinita Compasión. Hasta la malinche Catalina hechizada “por una lengua extraña / y un Dios que bendecía las espadas”, al ofrecerse como agua a sus sucesivos y sedientos (no precisamente de los restos del oro de su alma) poseedores, de algún modo, se salva en el poema, y, extrañamente, también los salva.

Valga señalar como rasgo significativo en la evolución de la poética de Gustavo Tatis, la aparición por primera vez, de modo sistemático en este trabajo, del recurso de la máscara. Este recurso lírico que provee de estatuto moderno y actuante al impúdico yo romántico, que se rebaja, oculta, fragmenta o refracta en sutiles yoes-espejos, procura algunos de los mejores modos a esa voz una y múltiple a través de la cual hablan, ahora, Marco Polo, enmudecido por el enigma del desierto, después, los ciegos silencios de Ray Charles, más tarde, el invicto fervor de la cacica Zenú, o Emily Dickinson, simplemente, declara su fidelidad al misterio. Pero, sin duda, uno de los aspectos más sugestivos de estas hermosas páginas se halla en la paradójica imagen de la redención de Dios: Adán, el hombre, se libera a sí mismo y a su creador, evocando de modo sui generis acaso las úlceras purgatoriales de Rojas Herazo o los abismos acuáticos y ascencionales de Ibarra Merlano.

¿Quién es ya la criatura, quién el creador? Las dos figuras se confunden para responder la mencionada pregunta que abre y transita todo el poemario: “¿Qué podrá salvarte?”. Ahora es posible asumir el mundo con alegría. Después de todo la muerte también es bella.