Entrevistas
Bruno Sáenz AndradeBruno Sáenz Andrade
“El teatro es para mí otra forma de poesía paralela al verso y al poema en prosa”

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Bruno Sáenz Andrade nació en Quito en 1944. Es un destacado poeta, dramaturgo y ensayista ecuatoriano. Hace pocos meses acaba de publicar en México un nuevo libro denominado La máscara desnuda los trazos de mi cara. Aquí una breve entrevista sobre su vida y su poesía.

—Bruno, vamos al principio, cuéntame: ¿cómo entras a la literatura? ¿Cuándo te decidiste a escribir poesía? ¿Y cómo es tu propio proceso a la hora de escribir poesía?

—Entro como lector, estimulado por mi madre, que además me enseñó a leer antes de la escuela. Dibujo (pésimamente) tiras cómicas en la niñez. En el colegio, el estímulo es el de los profesores, en particular de Hernán Rodríguez y de Ernesto Albán, los dos del San Gabriel de Quito. Poco a poco comprendo que puedo dedicarme a esa actividad tomándola como algo más que una afición. En cuanto a la poesía, la intento primero a través de unas traducciones del francés que no conservo, de los primeros años de la universidad. A través de ellas, me doy cuenta de que puedo intentar algo parecido al verso, pero ya he dedicado algunos poemas en prosa a las revistas Niziah y Ágora, durante los años universitarios.

—¿Qué poetas son tus referentes y cuáles son tus autores de cabecera?

—Claudel, fray Luis de León, Borges, Darío... Y otros, seguramente... Acaso Jorge Carrera Andrade... El autor ecuatoriano que tengo, ahora, por más cercano, es César Dávila Andrade, en parte porque dicto un curso sobre su narrativa a mis alumnos de la Politécnica. Entre los recientes (relativamente, al menos), tengo especial aprecio por Abdón Ubidia y Jorge Dávila, y los poetas Javier Ponce e Iván Carvajal, pero habría que citar a otros algo anteriores, como Adoum y Efraín Jara.

—¿A qué autores o libros vuelves siempre a releer?

—Carlota en Weimar, de Thomas Mann, y Partición de mediodía, de Claudel (no sólo a estos dos, pero valgan los citados).

—¿Cuáles son los temas o preocupaciones que siempre predominan en tu poesía y por qué?

—La trascendencia de la vida y su puerta, la muerte; la memoria; la responsabilidad; los dones; la familia; la naturaleza y la complejidad de la palabra. Supongo que por imperativos éticos, pero en realidad no conozco las causas de mis obsesiones.

—Veo que incursionas mucho en la prosa poética, ¿es tal vez una forma más precisa de decir lo que deseas, con más libertad, más allá del verso libre?

—Comencé, ya lo he dicho, escribiendo prosa poética (y algún relato, género al que he vuelto hace poco). El poema en prosa es una forma de expresión que me resulta natural y, en efecto, cuando el texto tiende a lo narrativo, a lo explicativo, la prosa facilita la comunicación, sin perder por ello la calidad de sugerencia, de símbolo, la multiplicidad de sentidos propios de la poesía y del verso.

—Acaba de salir publicado en México tu último libro La máscara desnuda los trazos de mi cara, ¿qué me puedes decir de este libro, qué opinas de que ahora te leerán con más fluidez en México?

—Continúa las tendencias de los dos libros anteriores —de poesía, claro— publicados con El Conejo, y recoge las temáticas que ya he anotado. Quiero creer que hay más economía y sutileza en el último de los títulos... Se publicó en México gracias a una recomendación de Vladimiro Rivas, domiciliado en ese país y nacionalizado allá. El libro tuvo que pasar por una doble lectura, la dispuesta por la Editorial Colibrí y la de la UAM, las coeditoras, y entiendo que fue bien recibido. Ojalá la respuesta del lector de la calle sea igualmente favorable, pero carezco de noticias sobre la distribución... La publicación me ha permitido, al menos, iniciar contactos (no sé si ocasionales o permanentes) con escritores mexicanos que se mueven en el área universitaria.

—Por lo mismo te pregunto: ¿qué pasa con nuestra literatura? ¿Por qué no se la lee en el exterior?

—Para Iván Carvajal, lo malo de publicar afuera es que el libro casi no circula en el país y se vende mal en el exterior, donde el autor no es conocido... Bueno: no se lee al autor ecuatoriano en el exterior, porque sus libros no llegan fuera de las fronteras, salvo excepciones o en cantidades mínimas, para estudiosos o especialistas, diría... Por supuesto, hay excepciones, pero no demasiado significativas. Se haría necesario todo un programa, con las editoriales nacionales y extranjeras y la Casa de la Cultura, vertido hacia el exterior, que incorporaría la edición, la promoción y la difusión, y con una selección rigurosa de los textos, lo que no quiere decir que haya que limitar los escogidos a los “clásicos” nacionales...

—Es conocido tu trabajo en el teatro ¿qué me puedes decir al respecto?

—El teatro es para mí otra forma de poesía —dialogada, dotada de una tensión especial—, paralela al verso y al poema en prosa.

—Si tuvieras que dar un consejo a alguien que recién empieza a escribir y que desea escribir sobre todo poesía hoy en día, ¿qué le dirías?

No recuerdo si era Confucio el que aconsejaba: “Lee a los malos poetas. Así, o dejarás de escribir o sólo escribirás versos admirables”... Aunque la broma es significativa, lo que recomendaría al principiante es la lectura, la reflexión, el desarrollo de un autoconocimiento que le permita saber qué asuntos y qué formas le convienen... Sobre todo, le pediría que jamás se conforme con la facilidad ni con una supuesta espontaneidad. Esas cualidades pueden aparecer en el texto pero son, paradójicamente, el resultado de un trabajo consciente y, a menudo, arduo.

—¿Actualmente en qué proyectos literarios está Bruno Sáenz Andrade?

—Acabo de concluir una pieza de teatro sobre el mito de Prometeo, en verso; me dedico a un nuevo libro de poesía; he dado el último toque a una breve colección de relatos más o menos fantásticos. Pienso (apenas es un proyecto y a largo plazo) en una comedia en prosa; retoco un libro de ensayos que no me decido a publicar todavía.

 

Antes del principio

No voy a abrir el libro ni a soplar en la página
cubierta de una fina película de olvido,
ni a sujetar la letra, la piel de la palabra,
con la yema paciente y aplicada del índice.

No quiero iluminar la sombra de los párpados,
ni secar con un puño el agua en la pupila,
ni arrancar del vacío la claridad del cuarto,
ni cortar con los ojos las rosas o la aurora.

No tengo que anotar mi nombre ni mis años
ni que asentar los rasgos de un rostro en el espejo.
¿Para qué traicionar la esperanza del Verbo,
                               de la voz tersa y sabia,
con la escritura cierta, precisa, irreparable?

(Aparto del volumen el peso del silencio,
levanto la discreta levedad de la tapa.
Encuentro una mayúscula; un trazo, no un sentido:
                                 la mancha en la hoja blanca.
Mojo la pluma en tinta, el acero en la sangre).


Espejo taciturno

Puedes secarle la frente, buscar en vano su aliento.
No vas a decirle adiós: nadie aguarda en ese cuerpo,
nadie en la sábana blanca.
te deshaces de una serie de fotos amarillentas,
de hojas sueltas (¿el otoño?, ¿un libro que se desgaja?,
¿sólo unas motas de polvo?)
Vuelves al revés la bolsa. No quieres llevarte nada.
(¿Un mechón de sus cabellos, la sonrisa de sus labios?)
El azogue del espejo te mira (no te has mudado
de traje, de faz, de nombre):
hay detrás de ti un vacío, una falta; te desprendes del zurrón de la nostalgia.
Tu pupila no se tarda en el desorden del lecho, en las cruces de madera,
en el eco cavernoso, en la voluble memoria;
pregunta a la luz del día (abre todas las ventanas,
sale a la calle, a los patios.
Tu sombra adelanta el paso...),
a la mano que, discreta, se posa leve en tus hombros.

 

Agonía de la casa

Ciudad sin alma, sin voz inteligible, sin peso, sin cimientos,
                                       piel muerta de serpiente.
Se han cerrado la alas de fuego de los aires.
                                       Ceden los cielos. Caen.
Por las calles se esparce un rastro de ceniza.
No hay cima, no hay abismo. No existen las distancias.
La cal se desmorona en el vientre materno, en la boca sin habla de las antiguas tumbas.

Todo se ha vuelto estrecho, mezquino, desabrido:
                                       el límite, el espacio,
la vista que los crea, la que abre y cierra puertas, los pasos que los miden.
Las vías desembocan en lodosos esteros, en llanuras estériles.
Nadie guarda la casa. Nadie, el tesoro oculto. No hay gracia ni pecado en los rincones.
Las paredes son bajas, de estucos desconchados. Ciegos, los corredores.
Menguados, los mensajes sobre losas y muros. (¿Alguien escribe en ellos?
                                       ¿Quién los lee?)

 

Recolección nocturna

Sólo el ojo vacío (fuga el halcón del sueño, cierra el garfio sangriento),
sólo el rastro de un ala en la ciega cortina de tiniebla y ceniza,
sólo la astilla impura y el deambular sin tino del noctámbulo.
La forma gris del hombre extraviado de noche se envuelve en la pelliza,
en los flecos del manto del que cuelga la luna.
Sin abrir una puerta, abandona la casa con el oído atento
(¿quién gime? ¿quién exulta? ¿nace o expira el orbe?),
con las manos alzadas hasta clavar las uñas ansiosas en el cielo,
con la mirada fija en esa uva de luz arrancada al viñedo, al racimo de fuego.
¿Sabe de los demonios que moran en los campos segados de los astros?
¿De los seres amargos que alimentan su nada con las migajas fúnebres,
su amor con los despojos y el olor de los lechos recién abandonados?
Deambula por los pisos. Quizás nunca se ha ido.
Reconoce las piezas: el desván, una alcoba...
Un niño duerme. Flota. Está en otro lugar. Aquí. En ninguna parte.
La mano que lo cubre no alisa las frazadas. Cumple el rito en el aire.
Vestida con la ausencia, viaja sin movimiento la mujer por la sombra.
Esta hondura colmada de voces que callaron,
de dispersos aromas, de andares mitigados
—tal vez nunca asentaron aquí unos pies la huella—,
es única, se suelta de estas cuatro paredes,
de la mano del padre, del beso de la amada, del callejón sin nombre.
El insomne, a la caza de un vocablo elusivo,
prosigue la aventura. Da un paso vacilante.