Letras
Palabras regadas por el piso

Comparte este contenido con tus amigos

Ella preferiría que el sobre desapareciera bajo el polvo o que una ráfaga de viento lo arrastre a un rincón donde lo aguarde el olvido, que pase algo para que ella pueda olvidarlo para siempre, un siempre que no duraría mucho pues ella quiere olvidar no ese sobre en particular sino todos los sobres, y sabe muy bien que pronto llegará el siguiente, y después el otro, y así hasta quién sabe cuándo, hasta que el apartamento se llene de sobres por olvidar, de sobres ignorados pero al acecho, dispuestos a saltar sobre su memoria y sobre su curiosidad al paso de una inocente escoba o tras el torbellino producto de hacer o deshacer la cama. Por eso, se decide. Apenas a unos treinta centímetros de la puerta está el sobre esperándola. Lo mira temerosa, y de pronto, llena de una desesperación que solemos confundir con la valentía, corre hacia el sobre, sus pies se deslizan antes de detenerse, casi cae, pero no intenta recobrar el equilibrio, utiliza las fuerzas que la arrastran hacia abajo para con el mismo impulso tomar el sobre e hincarse de rodillas en el piso. Apenas un instante, una mirada casi furtiva, le basta para saber que es uno de los sobres a los que tanto teme, se llena de rabia, de furia y lo rasga con fuerza, con tanta fuerza que rasga también el contenido, lo rompe en pedazos y riega los pedazos por el piso, caminando de rodillas como quien paga una penitencia.

 

Arrepentida, busca cinta adhesiva y recoge uno a uno los trozos de papel. Pudo más la curiosidad, aunque ya conoce el contenido. Las cartas en blanco, si el que estén en blanco permite seguirlas llamando cartas, se suceden una a una, sin explicación, sin justificación, sin clave para descifrarlas. Por eso la rabia, rabia que aumenta con cada nueva carta, ella odia esas hojas en blanco; también, la intrigan. Quiere saber lo que dicen, lo que sienten, por eso no soportó la imagen de los trozos regados por el piso, condenando al perpetuo silencio el mensaje que traían cuando eran carta, mensaje hecho de silencio pero no mudo. Reconstruye las hojas con precisión de cirujano, como si poniendo un pedazo en lugar de otro alterara para siempre el mensaje, convirtiendo el silencio de esas hojas en un silencio diferente al que llevan escrito. Este silencio es único, ella lo sabe.

Terminado el remiendo, se levanta con tres hojas en la mano y va a guardarlas junto al resto. El pequeño montón formado por las hojas casi idénticas, diferenciadas apenas por el número y posición de las tiras de cinta adhesiva, o por la ausencia de las mismas, se le muestra como un acertijo indescifrable. Revisa las hojas una por una como si fuera una celosa coleccionista juzgando el valor de las piezas y determinando la suma que piensa invertir en ellas. La cabeza se le llena de preguntas sin respuestas, o con la misma, única e invariable: el silencio.

Pasan unos largos minutos y no se mueve, no pestañea, casi no respira, simplemente está ahí, quieta, sin tener nada que hacer salvo esperar por la nueva carta, por las hojas en blanco, por la perpetuación del silencio. Sin mostrar algún cambio de ánimo devuelve a su lugar el montón de hojas, justo al lado de otro montón, el de sobres. De inmediato se da cuenta de que no puede dejar el sobre como está. Toma de nuevo la cinta adhesiva, y con la misma precisión y paciencia de la que antes fuimos testigos, va haciendo de los trozos un sobre de nuevo o un nuevo sobre, que no podemos descartar que haya sido la segunda cosa lo que pasó. Pero este sobre era distinto a los otros, ella lo sintió apenas el sobre volvió a tener forma en sus manos. No eran los remiendos, experta como era había quedado muy bien a pesar de que la solapa, producto de la cinta adhesiva, se torcía como si una ola de papel hubiera sido petrificada justo antes de romper. Era el remitente, había algo distinto en él, y no se trataba de la grieta que lo partía en dos y que un pedazo de cinta adhesiva unía, no, no podía descifrar qué era, tal vez algún cambio en la dirección, no lo sabía, no reparaba mucho en el remitente, nunca reparó en el remitente, para ella se había convertido en un dibujo, en un adorno, el remitente se le volvió inútil desde el mismo momento en que pensó exigir explicaciones, responsabilidades, palabras y sonidos y no se atrevió, convencida de que el silencio de los mensajes era un código, enviar una carta de vuelta o presentarse en la dirección del remitente podía resultar una violación de ese código, perdiendo toda posibilidad de comprenderlo, de descifrarlo.

Ahora, con todos los sobres en la mano, se concentra en ese pequeño conjunto de letras agrupadas en palabras, en ese corto párrafo que le permitiría hacer de vuelta el recorrido que hicieron las cartas, compara uno a uno los trazos, corroborando que cada letra coincide de un sobre a otro, uno a uno va comparando todos los sobres, el último con el recién llegado, el anterior al último con el último, hasta llegar al primero, a la primera carta, la carta que pudo haber atribuido a un error de esos que suceden en las comedias: cambiar el contenido de un sobre por el de otro, o, como habría sido en este caso, cambiar la carta escrita por los papeles sin escribir. El remitente siempre ha sido el mismo, pero el desasosiego persiste. Pasa horas frente al montón pensando en esas letras, y cuando trata de olvidarse de él haciendo alguna cosa, a cada instante su pensamiento vuelve a los sobres apilados y sus piernas la ponen de nuevo frente a ellos.

 

Cuando volvió a tomar la pila de sobres, sucedió. Al pasar los sobres de una mano a otra pudo ver que sí existían diferencias en los remitentes, había algo que cambiaba con el paso de los sobres y no simplemente la distribución de los mismos.

Tomó los sobres con una mano, aprisionándolos por el centro, con la otra mano dobló hacia atrás el extremo del remitente, y con un imperceptible movimiento del dedo gordo uno a uno los sobres recuperaban su posición inicial perdiendo su secreto. Porque el movimiento de los sobres trajo consigo otro movimiento, la extraña danza de las letras escritas en el remitente, levantándose y acostándose en una rueda ritual clamando por algún don negado por la divinidad. Tal vez clamando por palabras.

Decidió ordenar la coreografía con la fecha del matasellos del correo, como si eso bastara para entender el significado de la danza. Pero nadie ha visto a las letras bailar como para saber cuán sencillo o no es saber lo que dicen en el baile, y si lo llegara a saber, después tendría que hacerse la pregunta más difícil: por qué danzan para ella.

Pero ya habría tiempo para saber por qué bailaban para ella, primero había que entender el baile. Pronto se convence de que el remitente no baila solo. Repite el movimiento de su dedo, esta vez con el abanico mucho más amplio, dejando que las letras en el centro de cada sobre se sumen al movimiento, confirmando que ellas son parte del baile aunque no al mismo ritmo que las del remitente. Danza en dos tiempos, remitente y destinatario, dos sujetos, o sujeto y predicado, la música que mueve a esos cuerpos es sin duda el lenguaje intuido, esperado.

Intrigada y esperanzada, ordena los sobres buscando similitudes en la inclinación de la letra, encontrando diferencias en los trazos y aventurando explicaciones. Los sobres fueron agrupados de acuerdo a las características de la letra, al principio se conformó con dos grupos: remitente caído destinatario erguido y remitente erguido destinatario erguido, que destinatario caído no había ninguno. Luego, fue más meticulosa y subdividió los montones, diferenciando la más mínima inclinación de la letra, clasificación que no intentamos explicar ni reproducir aquí porque remitente medianamente caído destinatario notoriamente erguido es una categoría fácilmente confundible con remitente ostensiblemente caído destinatario erguido a secas. Pronto tuvo tantos montones de sobres que se vio obligada a esparcirlos por el piso, sentada frente a un altar de papel y letras lanzando los caracoles para leer el destino. Las categorías de tan meticulosas que se volvieron no permitieron la coincidencia de ningún individuo. El suelo se volvió más y más pequeño, apenas con el espacio necesario para que ella se movilizara en el desorden de sobres regados. Pero no había tal desorden, jamás ni nunca un remitente prepotentemente erguido destinatario apenas erguido podía estar al lado de un remitente esperanzadamente erguido destinatario hermosamente alto, ni soñar con que lindara con un remitente miserablemente caído destinatario inalcanzablemente erguido.

A su tarea apenas le hacía falta un poco de reflexión, pensar en las categorías sin el enceguecedor afán de ubicar un sobre, para darse cuenta de que estaba a punto de descifrar los mensajes que las cartas traían disfrazados de silencio. Apenas se detuvo para escuchar el ahora ruidoso lenguaje, la preocupación llenó su cuerpo. Necesitaba el último sobre, el recién llegado; lo vio de inmediato, no por las tiras de cinta adhesiva sino porque ya ningún sobre era igual a sus ojos. Tomó el sobre y lo leyó como si apenas hubiera traspasado el umbral, y aunque intentó darle un distinto significado, tuvo que rendirse a las evidencias, tenía entre sus manos el remitente humilladamente caído destinatario indiferentemente erguido. Un temor insospechado la invadió. Como nunca antes lo había sentido, el miedo a la soledad se apoderó de cada uno de los nervios de su cuerpo, la necesidad de tener esas cartas en blanco siempre junto a ella y de estar a la espera de la nueva carta de pronto se reveló como el significado de la vida, y la posibilidad de que la nueva carta bien pudiera no llegar hizo de ella el más miserable de los seres.

Sin embargo, había una esperanza, se vistió rápidamente y salió.

 

Volvió una media hora después bolsa en mano. De la bolsa sacó un paquete de hojas, lo abrió, tomó entre cinco y seis, las mira escrutándolas, aprobándolas, no cualquier hoja serviría para sus propósitos, pasó sus manos por ellas, sintiendo la textura, incluso disfrutando el roce. Volvió a la bolsa y de ella sacó un sobre, dobló las hojas tres veces hasta que cupieron dentro del mismo y lo cerró. Tomó un bolígrafo. Con cuidado, con esfuerzo, dibujó el remitente y el destinatario, cambiados acertadamente de lugar según el modelo: los sobres enviados a ella. Pero el resultado no la dejó del todo conforme, la letra se entendía, llegaría a su destino, no hay duda, de lo que no estaba segura es de haber dicho lo que quería decir, por más que conoce sus intenciones, por más que intenta encontrarlas expresadas, le cuesta ver un remitente implorantemente caído destinatario añoradamente erguido. A pesar de sus dudas y segura de no tener mucho tiempo, volvió a salir, carta en mano, quién sabe qué obtendrá de semejante intercambio.

 

Pronto, obtuvo la respuesta. El remitente feliz destinatario anhelado ocupó su lugar en el piso del apartamento y de inmediato ella fue a no escribir su respuesta. Comenzó así el profuso intercambio de páginas en blanco escritas con desespero, con avidez, con deseo. El piso del apartamento de ella fue tomado más y más por el mapa de emociones que estaba construyendo, de la sala a la cocina, de la cocina a la habitación, donde cada nuevo sobre se ubicaba en el sitio preciso, en el lugar donde sólo era necesaria una simple mirada para que todo lo que la carta quería decir fuera dicho sin necesidad de palabras.

En un par de vueltas de correo, las cartas comenzaron a tratar un único tema: remitente ansiosamente erguido destinatario cercanamente erguido, la posibilidad, la necesidad del encuentro, el cómo sería, cómo debía ser, el cuándo. Tras un par de días de indirectas y tanteos recibió la carta, no necesitó más de dos pasos para llegar al punto exacto en el mapa de emociones: junto a la puerta de la calle. Dejó la carta en el suelo, abrió la puerta y salió, envío expreso, certificado, de alta prioridad.

 

Cuando abrí no hubo saludos ni presentaciones, nos conocíamos lo necesario, sabíamos qué hacer, los dedos recorrieron caminos nunca visitados pero no extraños. Como si las cartas hubieran estado llenas de instrucciones no hubo espacio para la torpeza del primer encuentro, todo movimiento, todo roce, toda caricia era correspondida al máximo, el placer más intenso se hizo presente desde el principio, ahí, en el umbral, nos amamos, y amándonos llegamos hasta la habitación, acomodándonos en la cama donde continuamos amándonos y donde podríamos descansar si alguna vez terminábamos de amarnos.

 

Ella despertó invadida por el sobresalto de no reconocer el sitio donde dormía, como si hubiera sido trasladada hasta ahí durante el sueño. Tardó un par de segundos en poner las cosas en orden, entonces pudo verme dormir a su lado, por primera vez me miró con detenimiento, se entretuvo con mi cuerpo, posando la mirada en cada centímetro, en cada lugar donde habían estado sus manos, sus labios y su lengua. Quiso volverme a tocar pero no se atrevió. Sintió algo de miedo frente a ese invasor que yacía junto a ella, un cuerpo extraño, una forma precisa, la evidencia de que el silencio de nuestra relación no había sido sino otra forma de lenguaje, simplemente una manera de traducir emociones, y como toda traducción, nuestro silencio era imperfecto, incompleto, presentaba vacíos que no podíamos llenar porque estaban hechos de otro tipo de silencio, uno absoluto, uno incomprensible.

Para no seguir pensando en ello decidió recorrer el apartamento. En la cocina se sirvió un vaso de agua y caminó por el salón. Luego, entró en un cuarto y vio el escritorio. Sobre él, estaba la columna de papeles en forma de L que no eran otra cosa que cartas metidas perpendicularmente en sus sobres apiladas unas sobre otras. Al acercarse pudo reconocer sus propios sobres. Tomó el de más arriba, el último que escribió, y de inmediato vio las hojas llenas de palabras, la carta que ella había escrito a través de otro, el mismo que continúa durmiendo en la habitación de al lado. Una palidez mortuoria invadió su cuerpo, no es fácil encontrarse con espejos de tus propias emociones, de tus pensamientos, y ella se reconocía en cada frase, en cada oración, en cada párrafo, una coincidencia que la aterraba y la fascinaba. Leyó todas y cada una de las cartas, pasó casi dos horas leyendo mientras yo le obsequiaba un sueño tan largo y profundo que comenzaba a hacérsele sospechoso. Sin embargo, no se levantó hasta terminar de leer el último dictado, porque eso eran, dictados que no necesitaron su presencia para ser tomados a la perfección.

¿Cómo lo logró? ¿Cómo lo logré? No sé, quizás sea un don, quizás sea que nos hemos vuelto muy predecibles, pero me basta una letra, una palabra escrita del propio puño para leer no lo que está escrito sino los sentimientos y pensamientos con que se escribió y que no fueron trasladados al papel. Es una habilidad moribunda, ya son pocos los que escriben a mano, por eso trato de forzar los acontecimientos en búsqueda de reacciones y respuestas como las de ella. Antes de enviarle mi primera carta la había conocido bastante bien, observándola, escuchándola y leyéndola desde su red de amigos y simplemente quise relacionarme con ella de una manera que nunca había intentado.

Terminó de leer la última carta, la primera que había enviado, puso el conjunto tal cual lo encontró y volvió al cuarto donde yo me hacía el dormido. Me miró y sintió celos, creía saber todo sobre mí, pero una escueta clasificación le había bastado. Demasiadas cosas pueden caber dentro de un remitente humilladamente caído destinatario altivamente erguido y ella no se había dado cuenta, se había conformado en su imposibilidad de ir más allá, de trascender ese código para convertirlo en un idioma capaz de expresar las emociones más complejas, los pensamientos más profundos, de revelar las contradicciones de quienes lo utilizan. Me miró hasta que tuve que abrir los ojos, le sonreí, la atraje hacia mí y volví a amarla. Pero ya algo estaba roto y no iba a poder recomponerlo.

Me paré y fui al baño, dándole la oportunidad de que decidiera qué hacer. Sé que está vistiéndose, sé que está marchándose, escucho la puerta del apartamento, salgo del baño y no quedan rastros de ella. También se llevó las cartas.

 

Estoy a la espera. No puedo enviar otra carta hasta que ella dé algún paso. Supongo que está buscando explicaciones, tratando de encontrarlas en el mapa de emociones. Puedo verla caminar por su apartamento de un lugar a otro, intentando agregarle informaciones y emociones a su ahora insulso código. Si logra sobreponerse a la terrible sensación de sentirse leída sin haber escrito, de sentir que todo lo que podía decir ya había sido dicho antes, tratará de comunicarse conmigo y entonces nos jugaremos la posibilidad de construir algo más que este lenguaje de sobre y malos entendidos. Pero si no puede manejarlo, si no puede asimilarlo, soportarlo, entonces destruirá el mapa de emociones, tirará los sobres a la basura e intentará borrar cualquier rastro de mi presencia en su vida. Contra eso no puedo hacer nada salvo recordar la noche juntos y algunos pasajes de las cartas recibidas, mientras intento comunicarme con alguien más de una manera profunda y significativa en medio del estruendo y bullicio en que vivimos.